miércoles, 28 de diciembre de 2011

NAVIDADES BLANCAS (M. Curtiz, 1954) - B2’5

En Navidad no conviene acercarse a películas de terror pánico o de acción trepidante. Es mejor para el espíritu, e incluso para el cuerpo, abandonarse a una historia sin complicaciones, de ésas en las que, desde el primer momento, sabemos que nos vamos a encontrar con algún ligero inconveniente que se resolverá antes del final; de ésas que son casi tan gratificantes como recibir regalos por nada, porque sí, por nuestra cara bonita y no por nuestros méritos.

El de Michael Curtiz es un caso curioso. Son pocas las páginas que se ocupan de él y en cambio son muchas las que se ocupan de una de sus obras, concretamente de Casablanca. De todas formas, podemos suponer que es algo más que un artesano con talento, como demuestra el hecho de que sea el director, entre otras, de La avalancha (cuando aún se llamaba M. Kertesz), El capitán Blood, La carga de la brigada ligera, Punto de ruptura, Los comancheros…

Navidades blancas no es de las mejores, pero no vamos a exigirle a Curtiz que hiciera en este caso una obra maestra, pues de lo que se trata es de presentar una película navideña. La cosa empieza en el ejército, en 1944, durante la guerra, en la que se hacen amigos Wallace y Davis, dos bailarines y cantantes que formarán un famoso dúo musical, a la par que serán empresarios teatrales de éxito.

Davis está empeñado en encontrarle compañía femenina a Wallace, para que alcance la felicidad, pues se ha dado cuenta de que está absorbido por el trabajo. Por eso “lo obliga” a ir con él hasta Vermont, en pos de Betty y Judy Heynes, una pareja de hermanas inseparables. Las chicas tienen contrato para actuar en un hotel pero éste se encuentra vacío por falta de nieve. Dicho hotel es propiedad de un general al que Wallace y Davis conocieron durante la guerra. El general ha invertido todo su dinero en el establecimiento, pero… No tiene ni un huésped, a pesar de los cual el buen hombre mantiene su palabra, considerando que sigue en vigor el contrato que firmó con las hermanas Heynes, aunque éstas tengan que actuar sólo para él, su hija y el ama de llaves.

Lo bueno es que para salvar la situación a Wallace y Davis se les ocurre montar en el hotel el espectáculo que tenían pensado para Broadway. Lo malo es que una de las hermanas se enfada y se va. Ni que decir tiene que hay historias de amor y que ocurren pequeñas desavenencia, para que todos nos regocijemos cuando las cosas se arreglen. Ni que decir tiene, así mismo, que podemos ver coreografías gratificantes. Para que la felicidad sea completa, por fin nieva en Vermont. Está todo blanco y precioso para la Navidad. También hay que señalar que la película está salpicada de simpáticas gracias, tales como: “Eso es una gran idea… Bueno, la mitad de una gran idea”. O: “Para ser una chica honrada hay que tener algún aliciente”.

Vista durante estas fechas, en casa, con la ayuda de un buen DVD, Navidades blancas tiene un atractivo indudable: cualquiera puede levantarse con el objeto de servir una bandeja de turrón y mazapanes sin perderse nada importante, pues mientras tanto puede oír una de las numerosas y estupendas canciones de Irving Berlin.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

EL COLOR DE LA GRANADA (S. Pajaranov, 1968) – A’ 4

Es una suerte que en España se hayan editado en DVD, que yo sepa, cuatro películas de Parajanov (Los corceles de fuego, La leyenda de la fortaleza de Suram, Ashik-Kerib y la que suscita este comentario), un director del que se puede decir que es singular, muy singular. Dicha singularidad estriba en que por lo general toma como referencia un asunto para organizar una serie de imágenes, escenas y secuencias crípticas o simbólicas, no muy cercanas al asunto tratado.

En El color de la granada, mi preferida, toma como base al poeta Soyat Nova, pero no se detiene o se centra en contarnos su vida, ni aun algunos aspectos de la misma, sino que ordena una serie de imágenes sin diálogo, acompañadas de la música pertinente y de las palabras del poeta, y construye una película más cercana a la poesía que a la prosa, más próxima a la pintura que al teatro.

(En este punto no me puedo callar que me gusta más Pirosmani (1969), de Giorgi Shenghelaya, película que tiene más de un punto en común con la que comentamos. Los directores que las hicieron son rusos –aunque uno haya nacido en Georgia y el otro en Moscú-- y vivieron en la misma época; las dos abordan de manera tangencial la vida o las vivencias de un artista, poeta en un caso y pintor en otro; a las dos las conforman imágenes especialmente cuidadas; aunque Pirosmani es “más normal, más biográfica”, las dos le tienen poco aprecio al diálogo, etc.)

Lo primero que causa extrañeza en El color de la granada es ver cómo en cada imagen o en cada secuencia nada está presente porque sí, por azar o por naturalidad. No hay ningún hombre normal caminando por la calle, la montaña o la estepa; no vemos a ningún grupo de personas manteniendo una conversación… Todo ha sido organizado por el realizador, en un esfuerzo de producción que debió ser enorme; lo que ocupa el cuadro --los objetos, los colores, los gestos, las pinturas, los bajorrelieves, las alfombras, los movimientos-- ha sido preparado para entregarnos una película no narrativa, yo diría que hermosa, realizada con talento y mucha imaginación.

La película está organizada en capítulos: prólogo (“Soy un hombre con una vida y un alma torturadas” dice Soyat Nova), la infancia del poeta, de caza con el rey, en el monasterio… la muerte, después de la muerte; o en retablos, podríamos decir, si tenemos en cuenta el estatismo y la disposición de las imágenes. Diríamos que más que ante un director estamos ante “un artista”. (“Hemos intentado crear, a partir del cine, el mundo de imágenes de la poesía”, dice en algún momento Sergei Parajanov). También podríamos decir que “su ritmo” es perfecto; las imágenes duran lo que tienen que durar, ni tan poco como para que no podamos verlas, y aun extasiarnos o asombrarnos con su visión, ni tanto como para que su sucesión nos resulte tediosa.

Para hacernos una idea de cómo opera S. Parajanov podríamos decir que por lo general el cuadro está lleno de colores y de cosas y de personas estáticas, de entre las que destaca un leve movimiento. Por ejemplo, durante la infancia del poeta, el niño mira unas velas situadas en una hornacina, mientras vemos u oímos truenos y lluvia sobre unos bajorrelieves. Unos monjes apilan libros en el exterior de un convento y elevan los brazos al cielo o leen de rodillas. El niño, con un libro muy grande, sube por una escalera. Sólo se mueve el que sube, y que luego pone el libro sobre el tejado de una construcción religiosa, junto a otros que ya están allí. Luego está en el suelo rodeado de libros, de muchos libros, los cuales también ocupan las paredes del monasterio o la iglesia, incluyendo las verticales.

Al final de la película, aparte de la belleza de las imágenes ideadas por Parajanov, ¿sabe uno algo de Soyat Nova? Se sabe, entre otras cuestiones, que tenía el alma atormentada, que algo tuvo que ver con un rey y con unos monjes, que amó carnal y espiritualmente, que le alegraba cantar alabanzas a la belleza, que era muy de su tierra y que su obra no murió con él.

domingo, 18 de diciembre de 2011

LA LETRA ESCARLATA (V. Sjöström, 1926) – A4

Será porque siempre me ha interesado la escritura de N. Hawthorne, será porque había visto con anterioridad otras películas posteriores que no estaban a la altura de su novela, será porque en otra ocasión me encantó El viento… El caso es que sentí una intensa emoción cuando por fin comencé a ver la estupenda película que comentamos. Aparte de la citada y La letra escarlata, dos películas de producción norteamericana, V. Sjöström, uno de los padres del cine sueco, nos ha dejado algunas otras más que interesantes, entre las que cabría destacar Los proscritos, Terje Vigen y Lágrimas de clown. En cuanto a la renombrada La carreta fantasma… ¿Qué puedo decir? No me van los hechos misteriosos relacionados con la muerte, enmarcados en complejas estructuras narrativas, en las que finalmente uno no sabe muy bien qué se nos está contando o qué se quiere señalar.

Hay películas mudas construidas a base de la repetición de planos análogos, en las que la invención y la narratividad quedan en nada. No es el caso de La letra escarlata. Ésta comienza de manera variada, singular y significativa. Sobre la imagen de un arbusto, la cámara realiza un leve giro vertical para subir hasta una ventana enrejada detrás de la que se halla una mujer. Luego vemos unas campanas. Un ligero movimiento hacia abajo nos señala a un hombre preso tras unos maderos y nos deja en la plaza del pueblo. Pequeños grupos caminan hacia determinado lugar. Van rígidos, altaneros, vestidos de oscuro. La cámara pasa por delante de la iglesia, que es el lugar al que van las personas, y nos enseña la especie de cárcel o cadalso que se alza en el centro de la plaza, donde se castiga a los infractores. Otra vez oímos las campanas y luego vemos a otros grupos dirigiéndose a la iglesia, con sombreros grandes y rectos, y semblantes adustos.

Ya dentro de la iglesia, el joven y muy amado pastor Arthur Dimmensdale se prepara para los oficios. Entran a un impío, el cual lleva colgando del cuello el cártel que señala su fea condición, lo que provoca que se aparten de él unos venerables puritanos con barba. Sólo se le acerca el pastor, el cual lo consuela y le dice que rezará por él.

Luego veremos a Hester Prynn, la costurera, interpretada por Lillian Gish, cuya actitud contrasta con lo que hemos visto hasta entonces. Ella viste de blanco, se preocupa de qué prenda ponerse, se mira en el espejo y sonríe. Quita la tela que tapaba una jaula, y un pájaro se pone a cantar, lo que causa la consternación de los puritanos que observan el fenómeno. “¡El pájaro de Hester Prynn canta en domingo! ¿A dónde vamos a llegar?”, se dicen. Uno de los presentes señala la puerta con una tachadura, con una cruz de San Andrés. Ella saca al pájaro de la jaula. Se le escapa. Corre tras él, hacia el campo, atravesando una verja y dejando que se le caiga la toca.

Es acusada ante el pastor y se señala que debe ser castigada. Mientras en la lúgubre iglesia tiene lugar ese episodio, Hester está en el campo, al lado de un luminoso arroyo, entre árboles emblanquecidos por la luz y la cámara, sonriendo, alegre y contenta… En vez de estar con los demás, y vestida de oscuro y con la cabeza tapada, está sin nada en la cabeza, un domingo… hasta que oye de nuevo las campanas y se da cuenta de que no está donde debe estar.

Por fin Hester llega a la iglesia. La comunidad reza y canta himnos de alabanza. La señala el dedo acusador del joven pastor. Todos la miran. El pastor la acusa de haber profanado el santo día del Señor. Ante la insistencia de éste, que la recrimina una y una vez con el dedo rígido, ella levanta los ojos y lo mira abiertamente. Entonces nosotros captamos que en la columna vertebral de él se produce un rotundo cambio.

Son diez minutos extraordinarios, durante lo que se nos muestra el espíritu de una comunidad puritana en lo moral y en lo religioso, así como el carácter alegre de la mujer y, de manera sutil y breve, casi imperceptible, la extraña disposición que el pastor va a tener con esa feligresa.

Luego la película sigue con la misma perfección. Los planos se suceden con rigor, variedad, imaginación y estilo. Vemos a Hester en la plaza, atada de pies y manos, “por haber corrido y jugado el día del Señor”. Como las prendas femeninas son consideras impúdicas pero necesarias, deben ser lavadas lejos de los ojos de los hombres. Ella deja la prenda que está lavando, va tras el pastor y le dice que es agradable que le señale los pecados… Se cogen de la mano y se internan en el bosque. La cámara realiza un leve movimiento para dejarlos solos y reposa sobre la prenda que ella había tirado sobre unos arbustos.

Lo bueno de los grupos humanos es que evitan la soledad, al permitir que los individuos que los conforman compartan costumbres, normas, cuchillos, edificios... Lo malo de algunos grupos, como el de La letra escarlata, es que están dispuestos a pelear con cualquier otro grupo que no tenga sus mismas normas y a marcar a los individuos que las incumplan. Lo bueno de los grupos humanos es que escriben historias que no serían posibles con individuos aislados. Sabremos que Hester tiene un marido que está lejos --en Londres, supuestamente--. Sabremos que ella se casó sin amor. Sabremos que en un atardecer helado, ella se puso la mano en el corazón y pensó abandonar al pastor pero… finalmente corrió tras él. Sabremos que el pastor optó por olvidarla, rezó para que ello fuera posible, pero no pudo, y que estuvo todo el tiempo deseando confesar su pecado, pagar por él. Sabremos que Hester le ruega a Dimmensdale que no confiese, que ella pagará por los dos. Sabremos que los sentimientos pueden ser más fuertes que las convicciones y la fe.

Hay una secuencia especialmente significativa, de ésas que logran que uno se quede largo rato meditando en los comportamientos y en las magníficas imágenes mediante las que el director nos los muestra. Ella ha tenido una hija. La juzgan por eso. Durante el juicio el pastor está presente, con el remordimiento en el rostro. Ella, con el bebé en los brazos, camina hacia “el cadalso”, con orgullo, abriéndose paso a través de la comunidad. Es él mismo, el guía espiritual, el padre, el que la exhorta a que diga quién es su cómplice en el grave pecado. La mirada de Lilliam Gish es celestial en su expresividad. El pastor insiste en que diga el nombre. La mirada de Lilliam Gish vale una película. Si ella no lo rebela, su remordimiento durará toda su vida, dice el pastor. “No lo traicionaré, le amo y le amaré siempre”, dice ella.

Siete años después, Perla, la hija de Hester y Dimmensdale, es rechazada por los de su edad, como la madre, y escribe en la arena la letra A, de “adúltera”. El pastor pasa por delante de la casa de Hester y se pone la mano en el pecho, arrepentido del secreto pero pensando en el sujeto de su amor. El marido de ella regresa, después de estar prisionero de los indios, una vez que naufragó el barco en el que venía desde Inglaterra. Allá era un médico reputado. La niña enferma y ella le ruega que vaya a hablar con el pastor y le diga que la niña se está muriendo. El médico se lleva las manos a la cabeza. Hester piensa por un instante que el marido puede envenenarla con las medicinas, por venganza, porque no es de él.

En el último instante, el pastor se sube a la tarima y confiesa: hace años que se entiende con Hester Prynne. Mientras ella corre a decirle que no lo haga, él enseña la letra que se ha hecho grabar en el pecho, símbolo de su pecado y de su arrepentimiento. No ha podido sobrellevar solo el secreto y la culpa. Esta historia sucedió en Boston, en el seno de los Puritanos, una comunidad cerrada y rígida. Sjöström nos la contó en 1926, a través de una película memorable.

sábado, 26 de noviembre de 2011

AMOR INMORTAL, (B. Rose, 1994) – A3

Ocupado en tonterías y crímenes, el cine actual se acerca en contadas ocasiones a los que, con su trabajo, su talento o su genio, han hecho posible la electricidad, las vacunas, los grandes puentes, las sinfonías, los ordenadores, las buenas novelas… Parece que le interesan más los zoquetes, todo tipo de zoquetes, que las personas que descubrieron la penicilina o la radiactividad. ¿Cómo es que ya no son posible películas como Madame Curie (M. LeRoy, 1943), Pasión inmortal (C. Brown, 1947) --que trata de Schumann y Brahms-- o las que W. Dieterle le dedicó a Pasteur (La historia de Louis Pasteur, 1935), Zola (La vida de Emile Zola, 1937), al sanador de la sífilis (El valle mágico del Dr. Erlich), a Wagner (Magic fire, 1955), a Omar Khayyam (Omar Khayyam, 1957? A no ser que tengan alguna rareza que permita realizar secuencias espectaculares --tipo Pollock (E. Harris 2000) o Una mente maravillosa (R. Howard 2001-- son muy pocas las películas que abordan a personalidades históricas importantes, como si el cine y sus espectadores actuales le dieran más valor a cualquier tontería que las grandes realizaciones de la humanidad.

Aunque no sea sino para pasar un rato con un ser eminente vale la pena ver Amor inmortal, un acercamiento a Beethoven, un hombre al que hirió la vida pero que, no obstante, amó con intensidad y compuso cuartetos, sinfonías, conciertos, sonatas… piezas complejas, originales y hermosísimas. (¿Quién no se ha extasiado con el Concierto de violín o con el Cuarteto de cuerdas op. 59, nº 3?) La película comienza en Viena, en 1827, con el entierro, y se articula en torno a las indagaciones que ha de hacer su amigo y secretario Schlinder, en pos de averiguar a quién le lega el compositor su fortuna y su obra, quién es la amada inmortal, quién es la destinataria de las palabras: “mi ángel, mi todo, mi otro yo”.

Schindler visita a varias mujeres. Se insinúan las brumas sentimentales de Beethoven. Veremos desaparecer de un hotel a una desconocida poco antes de que, por verdadera mala suerte, no se encuentre con el compositor. Conoceremos a Guilia, a Johanna, a Therese… Junto a las indagaciones en torno a la amada, se muestran muchos y variados aspectos de la vida del compositor: su música, la sordera, su mal carácter, sus opiniones acerca de Napoleón y de Metternich, las turbulentas relaciones que mantuvo con su padre y uno de sus hermanos, el ardor que puso en ser tutor de su sobrino Karl… Muchos aspectos, tal vez demasiados, esbozados o sugeridos sin valerse de un hilo conductor. Tal vez por eso, aunque la película es más que respetable, notamos la falta de algo; tempo, quizás.

El incógnito de la amada inmortal persiste hasta poco antes del final, pues al parecer es un misterio. Como un misterio es que un viejo egoísta, capaz de insultar a la cocinera, de echar de casa al amigo Schindler y de abofetear a su sobrino Karl –hijo suyo, tal vez--, sea capaz de estar componiendo la Novena sinfonía. El estreno de dicha obra es uno de los mejores momentos de la película. Beethoven, ya viejo, sube al escenario. No oye nada. Permanece dándole la espalda a los espectadores y esperando con ansiedad. Al finalizar la pieza, el director le toca el hombro. Beethoven se vuelve hacia el público y puede “ver” los aplausos y los vítores, mientras se imagina pequeño, huyendo de la casa, del padre; llega a un lago, se quita de la ropa, se tiende sobre las aguas y contempla las estrellas, el cosmos, mientras oye el “Himno de la alegría”.

sábado, 12 de noviembre de 2011

MI TÍO DE AMÉRICA (A. Resnais, 1980) – A’5

Alain Resnais nos ha ofrecido algunas de las películas más peculiares, a la par que de las más variadas. Al acercarse a este director hay que tener los ojos bien abiertos, porque nunca se sabe qué puede salir de su cámara. Un año hace una película y dos años después otra completamente distinta. Parece que, una vez abordado un tema o una forma, ya no le interesa continuar por el mismo camino. A lo largo de su larga vida ha realizado unas quince, ninguna de las cuales se alía con lo que ya se sabe.

A él se deben comedias ligeras (On connait la chanson, Quiero ir a casa…) y un documental frío y escalofriante, en torno a los campos de exterminio nazis, titulado Noche y niebla; ha dirigido dramas singulares, algunos con trasfondo político (Muriel, La guerra ha terminado) y maravillas inclasificables como Providence y Smoking/No smoking

De entre todas yo destacaría hoy El año pasado en Marienbad y Mi tío de América. La primera es una película fascinante, no parecida a ninguna otra, en la que se mezclan el sueño y la geometría, lo barroco y las apariencias. Está constituida por constantes flash-backs no ilustrativos, ninguno de los cuales guarda relación cronológica con los otros ni con la realidad. Tiene la lógica de los sueños y de la memoria.

En cuanto a Mi tío de América… Podríamos decir que es la antítesis de El año pasado. Mientras una opta por los sueños la otra lo hace por la ciencia. ¿Qué decir de esta película seria, compleja, arriesgada y encima simpática? Para empezar digamos que no narra una historia de la que podríamos extraer una sinopsis. En lugar de eso, nos propone una lección de cine y otra de psicología biológica. Tal vez podríamos decir que alude a tres vidas observadas por un científico y a un discurso del mismo, sin que ni unas ni el otro estén completamente acabados; más bien parecen esbozos que los espectadores hemos de completar, tal vez complementar con lecturas y el intelecto.

Intentemos acercarnos a ella aludiendo a los cuatro personajes principales, tres de ficción y uno real. Por un lado tenemos a Jean LeGall, un escritor y periodista ambicioso, hijo de burgueses de la clase media alta, relacionado con el poder político y admirador de Danielle Darrieux. Luego está Jeannine Garnier, hija de obreros, inconformista, militante de las juventudes comunistas, admiradora de Jean Marais y que un buen día abandona el hogar para vivir su vida y se entrega en brazos del teatro… y de Monsieur LeGall… por lo que llegará a ser consejera de un grupo industrial… por lo que conocerá a René. René Ragueneau es un católico de comunión semanal, al que le encantan las películas interpretadas por Jean Gabin, hijo de agricultores reciclado a gerente industrial y que, como trabaja en una fábrica que ha de reciclarse, se encuentra en un mal momento. Finalmente tenemos al profesor Henri Laborit, interpretado por el profesor Henri Laborit, neurobiólogo, autor de teorías sobre el comportamiento humano a partir de unos trabajos realizados con ratas y que en la película se dedica a observar y comentar el comportamiento de los tres personajes de ficción.

¿Quiere esto decir que Alain Resnais se aleja en este caso de todo lo que huela a dramaturgia? Sí… y no. Porque esas vidas y esa lección, y esos detalles simpáticos relacionados con cortos insertos cinematográficos o con notas sobre libros o sobre comics, no aparecen como un mezcla desdibujada o caprichosa, sino formando parte del todo que al fin es una película. Los personajes centrales se pueden ver como “tres casos” estudiados por profesor Henri Laborit, es decir, como tres sujetos de un experimento a partir del cual dicho profesor ilustra su teoría en torno al cerebro y su relación con el comportamiento humano.

También los podemos ver como personajes de tres historias paralelas y entrecruzadas. En este sentido conviene decir que llegamos a conocerlos perfectamente aun cuando nos acerquemos a ellos a través de unas pocas anécdotas y de pequeños comentarios acerca de sus vidas, aun cuando a veces dichos comentarios contengan unas buenas dosis de ironía.

Porque se ha de saber que las personas actúan según cuatro pulsiones básicas: de consumo, de huida, de lucha y de inhibición. Y se ha de saber, así mismo, que, debido a que la evolución es conservadora, el cerebro de los animales, entre ellos el del hombre, contiene una capa muy primitiva, llamada cerebro reptiliano, el cual pone en marcha las conductas de supervivencia, como comer o copular. Junto a éste se encuentra el cerebro de la afectividad y la memoria, responsable de la felicidad y la tristeza; junto a los cuales se encuentra el córtex cerebral o cerebro asociativo, gracias al cual podemos crear y realizar procesos imaginarios; y luego, interconectando a los tres, disponemos de haces de fibras nerviosas, como el de la recompensa y el castigo, el de la huida, la lucha o la inhibición.

Si ahora señalamos que esa lección de anatomía psicológica o de psicología biológica no se realiza desde un estrado, sino en el seno de unas historias llenas de detalles simpáticos acerca de la infancia, las relaciones interpersonales, la familia y la vida, tal vez nos estamos acercando al tono de la película: un asunto muy serio tratado por alguien que sabe que la sabiduría consiste en observar a los humanos con toda la profundidad de que seamos capaces a la par que con una sonrisa.
Para que no quede duda de que, sean lo que sean los personajes, también son objetos de estudio y observación, después de que el profesor Laborit aluda a que las ratas sometidas a electroshocks se comportan de tal o cual manera según tenga o no posibilidad de escapar, vemos a uno de ellos saliendo de la casa para ir al trabajo llevando cabeza de rata.

Pero aparte de que sean “cobayas” observadas por un neurobiólogo, también son Jean, Jeannine y René, seres con personalidad, conflictos y esperanzas. Y también son seres o personajes levantados por la mirada de Resnais, el cual se los toma completamente en serio, como algo científico y al tiempo divertido; como algo digno de ser plasmado para la posteridad por un creador inteligente, benévolo y burlón.

viernes, 11 de noviembre de 2011

CAMINO DE PERDICIÓN, (S. Mendes, 2002) – A3

No estoy radicalmente en contra de que en el cine se muestre el crimen, entre otras razones porque existe. ¡Pero ya está bien! Ya está bien de que más del cincuenta por ciento del cine norteamericano actual, el más vulgar del mundo cuando se lo propone, y muchas veces sin proponérselo, nos muestre preferentemente gánsteres, tipos que salen de cárcel o entran en ella, atracadores, asesinos, psicópatas… Son películas que en su conjunto funcionan como aquel periódico de antes que se llamaba “El caso” o como esas maquinitas de ahora en las que los adolescentes juegan a destripar marcianos. Esas películas son el detritus del imperio, una basura yanqui vendida a buen precio en medio mundo; una basura en la que no se muestra ninguna enseñanza, ningún valor, ningún modelo, sólo la estúpida y grosera realidad del mal.

No todas las películas de criminales funcionan así. Es casi seguro que el conjunto de El padrino (F.F. Coppola) es una gran obra, pues no aborda de forma complaciente el mundo de los gánsteres; lo analiza y lo emparenta con realidades más amplias (la familia, el poder político, la iglesia…). Camino de perdición también habla de gánsteres pero también es otra cosa. Podríamos decir que Sam Mendes la ha realizado con mucho cuidado, con mucho tacto, primorosamente. Cada plano o cada gesto está realizado como si fuera una obra de arte. En este aspecto, no hay que olvidar a los actores. Tanto Paul Newman como Tom Hanks realizan trabajos excelentes.

Además de la cuidada realización y de las interpretaciones excelentes, Camino de perdición tiene el interés de que muestra una historia melancólica y en cierto modo trágica. Aborda, por un lado, el problema de la venganza, tan caro al cine norteamericano, desde Fritz Lang a Clint Eastwood; y, por otro, las relaciones paterno-filiales. Michael Sullivan (Tom Hanks) es un pistolero implacable y eficaz, al que le asesinan a la esposa y a uno de sus dos hijos. Y puesto que resulta imposible que actúe la justicia, nosotros lo comprendemos cuando toma el camino que tomaron, entre muchos otros, Josey Wales (Clint Eastwood) en El fuera de la ley o Joe Wilson (Spencer Tracy) en Furia.

También lo comprendemos cuando no se olvida del hijo que sobrevivió al terrible asesinato. No tiene escrúpulos en que éste lo ayude en alguno de “sus negocios”, pero finalmente se da cuenta de que, por encima de su sed de venganza, está la educación y el porvenir del muchacho. Y ése es un valor, aunque lo muestre un pistolero. Michael Sullivan sabe que debe hacer cualquier cosa para que su hijo no dispare nunca, para que no emprenda el camino de perdición del que él no puede retornar.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

EL ERIZO (M. Achache, 2009) –A3’5

Hay veces en los que se da la maravillosa confluencia de esencia, arte y popularidad. Algunas películas del cine clásico norteamericano albergan esa triple condición. Sin ir más lejos, y por citar algunas, podríamos poner los ejemplos de El hombre que mató a Liberty Valance (J. Ford), Estrellas de mi corona (J. Tourneur), El pistolero (H. King), y un largo, larguísimo etcétera. Es casi seguro que a cualquier espectador atento le interesan esos relatos aunque no se detenga a rastrear los contenidos históricos, políticos, míticos o morales que tales filmes contienen. Algo parecido podría decirse de La elegancia del erizo, una novela de Muriel Barbery, repleta de reflexiones en torno a la filosofía, el arte, la literatura o la existencia que, no obstante, ha alcanzado el millón de lectores. Sin saber nada de su biografía, me atrevo a decir, basándome en el libro, que la autora es una mujer inteligente, culta, de izquierdas y dotada de un fino sentido del humor.

Basándose en esa novela, Mona Achache realizó la película que comentamos. Sin saber nada acerca de su filmografía, puedo suponer que la directora es una mujer francesa, culta, inteligente y dotada de un fino sentido del humor.

Los erizos son una subfamilia de pequeños mamíferos, una de cuyas principales características es que están recubiertos de púas. Dichas púas no son venenosas, son pelos huecos repletos de queratina, lo que les concede rigidez, y cuyo único objetivo es ahuyentar a los enemigos. Cuando se ven amenazados, los erizos son capaces de enrollarse sobre sí mismos formando una bola amenazante que disuade a los otros seres a acercarse.

La protagonista de esta película, Renée, portera de una casa de pisos en un barrio residencial de París, es el personaje que sustenta la metáfora que da título al filme. Es probable que no sea real pero sí que es ideal, estupendamente ideal. Rara vez es amable pero siempre es cortés. Tras la apariencia de mujer fea, gorda y sin gracia que limpia la entrada, recoge el correo y saca la basura, se esconde un ser sensible y culto, que lee libros a todas horas y de todos los géneros, mientras devora tabletas de chocolate negro y pone la televisión para engañar a los vecinos y para que se divierta su gato.

Los únicos seres del entorno que son capaces de ver al ser culto y sensible que se esconde bajo una apariencia vulgar son: una entrañable limpiadora portuguesa, amiga de la portera, un enigmático y aristocrático japonés jubilado que acaba de instalase en el cuarto piso, y una pre-adolescente superdotada, medio frikie y medio existencialista que está planeando su suicidio, lo que llevará a cabo –dice-- cuando finalice el curso. (Éste es tal vez el personaje que peor parado sale de la transposición cinematográfica de La elegancia del erizo. Mientras que la novela está narrada a través de dos voces de análoga importancia, la de Renée y la de la pre-adolescente, y “vemos” perfectamente cómo cambian las perspectivas de ésta -- a medida que reflexiona y anota en su diario “ideas profundas”--, en la película deambula por la casa o por el vecindario dotada de una cámara, sin que lleguemos a saber qué sucede en su interior).

No obstante, y dejando aparte la novela, la película se nos presenta como un espacio de reflexión sobre la existencia y la muerte, sobre la amistad y el desapego, sobre lo importante y lo superficial. No contiene discursos, apologías o predicamentos, muestra acciones, interacciones, miradas, actitudes, palabras… lo necesario para que el espectador suspenda su vida cotidiana y se interese por lo que ocurre en esa casa de vecinos, en ese microcosmos fílmico.

Todas las buenas películas que muestran, sugieren y abordan temas importantes y sutiles requieren de actores no histriónicos. Todos y cada uno de los que intervienen en El erizo, incluidos los secundarios, hacen lo que tienen que hacer. Seguro que hay otros que lo harían igual de bien pero nunca mejor que ellos.

La película alcanza la categoría de excelente por su capacidad de combinar lo complejo de la reflexión filosófica --¿se puede ser feliz?, ¿se pueden tener amigos?, ¿hay algo por lo que merezca la pena vivir?-- con la simplicidad de unos seres que viven “una vida normal”, en el sentido de que no son héroes ni personajes trágicos, ni están sometidos a catástrofes naturales o a desamores insoportables. Aun teniendo en cuenta sus curiosas peculiaridades, podemos verlos en su cotidianeidad, como personas con las mismas miserias y encantos que nuestros vecinos de enfrente.

Si tuviera que ponerle una pega sólo diré que no me gustó el final, pero no porque sea inverosímil, falso o desagradable, no; es estupendo y emotivo; pero es que en este tipo de historias me gustan más los finales al estilo de Frank Capra. Por cierto, todo el mundo debería leer la novela, antes o después de ver la película, no importa cuándo. Ésta sí que enseña divirtiendo.


miércoles, 7 de septiembre de 2011

EL OFICIO DE LAS ARMAS (E. Olmi, 2001) - A4

Ermanno Olmi ha dirigido varias películas que poseen el tono de la verdad, yo diría que en la órbita de Rossellini, en las que aborda problemas cotidianos pero importantes. El empleo, Los novios, Un cierto día son algunas de esas películas. También dirigió El árbol de los zuecos, una obra extraordinaria que no se parece a ninguna otra, a la que yo le pondría A5. En ésta da cuenta, con un talento y una sensibilidad por encima de lo común, de una comunidad de labradores y del empeño de Miné y de sus padres porque el niño pueda estudiar. Además de dirigir la película, Olmi es el autor del guión, de la fotografía y del montaje. Toda ella es producto de su talento, de su sobriedad, de su sensibilidad, de su memoria...

Buena parte de las características del gran director italiano puede apreciarse en El oficio de las armas. Lo primero que conviene decir es que esta película no es un producto de género ni posee una realización rutinaria, se debe a la reflexión y el talento. No se parece a ninguna en la que se muestren hechos históricos o bélicos. La ruin espectacularidad de las batallas es sustituida por una sensibilidad adecuada para mostrar momentos intensos en la vida de un héroe. Y si no es una película de guerra tampoco es una película historicista, en el sentido de que no es de ésas que muestran hechos más o menos fieles sin una pizca de inspiración.

Hombres abandonados, perdidos en la nieve, desesperados por el hambre y el frío, dispuestos a matar y a morir… La dureza de esas vidas… Palacios suntuosos, rostros sacados de la pintura… El duque de Mantua, el duque de Ferrara, el general Della Rovere, la esposa Caterina, la amante Nobildonna… Campos fangosos, hermosos y nevados… Todo tiene la pátina de la verdad, sin que en ningún momento veamos efectos especiales confeccionados en ordenador.

Olmi se instala en lo que su mente ha ideado sobre unos hechos históricos, que él ha ido pensando y enriqueciendo con su visión. Después de comprender al personaje, nos da cuenta de los últimos días de Giovanni De' Medici, un guerrero papal, sobrino de Clemente VII, empeñado en hostigar a la huestes alemanas de Carlos V, mandadas por el general Frundsberg, dispuestas a llegar hasta Roma y destruir el papado. Estamos en 1526.

Giovanni es un hombre joven, de 28 años. Está en la plenitud de la vida pero lo recubre la tristeza. Se arma con espada y coraza, y muere cuando estaba en el cenit del valor. Olmi se pregunta y hace que nosotros nos lo preguntemos: ¿Por qué un hombre así se arma, mata y muere? Minucioso, reflexivo, con la lentitud propia de la creatividad, nos muestra, además del personaje, un cambio histórico, el momento en que el acero de las espadas comienza a sustituirse durante las batallas por armas de fuego. Es una pieza de artillería la que hiere a Giovanni, a consecuencia de lo cual se le infesta una pierna. Poco antes de expirar pide ver a su hijo. Al llamarlo bajo tierra, la muerte duplica su tristeza.

martes, 6 de septiembre de 2011

ULTIMÁTUM A LA TIERRA (R. Wise, 1951) – A3

Robert Wise realizó durante diez años, al principio de su carrera, películas de bajo presupuesto, algunas de las cuales son pequeñas joyas. De entre éstas yo destacaría Mademoiselle Fifí (1944), su segundo film, basado en un relato de Maupasant sobre el patriotismo y la libertad; es una película exacta, perfecta en su tono menor. Otra de parecida factura es Nadie puede vencerme, una de las mejores películas sobre el boxeo de las que yo he visto, en la que, mientras se desarrolla una velada, se da cuenta de la soledad y la espera, de la derrota y los manejos sucios. También realizó una de ciencia-ficción de análoga factura, la que motiva este comentario, cuyo título original es The Day the Earth Stood Still.

A la mayoría de las películas de ciencia-ficción yo las señalaría como fantasías futuristas. Tienen poco de científicas y, en cambio, casi siempre son productos de una fantasía irrazonable colocada en un extravagante futuro. Las de naves espaciales me aburren más que hablar de coches. A pesar de que medio mundo dice que es un clásico maravilloso, no me gusta nada 2001, aunque me encantan algunas películas de Kubrick. En la actualidad yo no la vería entera y sin levantarme de la butaca aunque me recompensaran con cien euros.

A pesar de lo dicho me interesa Ultimátum a la Tierra, tal vez porque en ella son mínimos los elementos fantasiosos y se plantea un problema terrestre. Klaatu, también llamado “Carpenter”, es un extraterrestre de un aspecto normal y camina como cualquier persona por la calles de Washington. Es verdad que, afortunadamente, no está interpretado por Cary Grant sino por Michael Rennie, pero convive con una familia, se hace amigo Bobby, el hijo de Helen Benson, y ésta lo comprende perfectamente. Con el pequeño Bobby va Klaatu a dar una vuelta y ante el cementerio de Arlington se extraña de que la estupidez humana haga guerras que producen tal cantidad de muertos.

En su nave espacial, acompañado Gort, un poderoso autómata, Klaatu viene a nuestro planeta a plantear un problema que nos atañe: el peligro que supone la proliferación de las armas nucleares (estamos en 1951). Intenta hablar con los mandatarios de todas las naciones, sin resultado. Con ayuda del Dr. Barnhardt, intenta hablar con los hombres más inteligentes del mundo, sean éstos científicos o políticos, hindúes o europeos. Casi lo consigue pero… Interviene el ejército y lo mata, después de que lo delate el ambicioso novio de Helen. Gort lo “resucita” momentáneamente. Poco antes de marcharse, Klaatu consigue enunciar su advertencia: Si los terráqueos se empeñan en utilizar la energía atómica para fines bélicos y no para misiones pacíficas y productivas, la Tierra podrá ser eliminada.

martes, 23 de agosto de 2011

HEREDARÁS EL VIENTO (S. Kramer, 1960) – A4

Siempre me ha resultado curioso el que algunos comentaristas ligeros maldigan las películas “de ideas” –o “discursivas”, como suelen decir--. Son los mismos que abominan de las que se centran en un personaje real --lo que llaman “biopic”--. Prefieren cualquier película centrada en las andanzas de un asesino a otra que hable de Schumann, es decir, son capaces de asignarle un 8 a El estrangular de Boston (R. Fleischer) y un 4 a Pasión inmortal (C. Brown). Prefieren Manos peligrosas (S. Fuller), que habla de cómo un criminal le presta un servicio a la CIA a Heredarás el viento o La herencia del viento (S. Kramer).

Yo preferiré siempre una película que diga algo sobre algo –sobre la historia, las ideas, los personajes que en el mundo han sido, etc.— a otra en la que haya preferentemente disparos, crímenes, psicópatas o brujas. El caso es que Heredarás el viento dice algo sobre un caso ocurrido en Tennesse en 1925, cuando se enjuició a un profesor de secundaria por hablar en sus clases de Darwin y la teoría de la evolución. Tal suceso dio lugar a una obra de teatro y luego a la película que comentamos, en la que se abordan no tanto los sucesos reales como las ideas implícitas en ellos, y en la que se aboga claramente por la lógica y la libertad de pensamiento, y no por la religión o el macartismo.

Stanley Kramer no es un director de primera, pero nos dejó, aparte de la que comentamos, dos películas más que interesantes ¿Vencedores o vencidos? --extraño título español de Judgment at Nuremberg-- y Adivina quién viene a cenar. Ambas son parecidas a ésta, si nos atenemos al planteamiento y no al asunto.

Heredarás el viento comienza con una secuencia contundente. Estamos en una hora próxima a las 8 a.m. Van reuniéndose, a través de unos paseos y una planificación perfecta emparentada con el cine de suspense, uno, dos, tres, hasta cuatro hombres. La luz y la música señalan que van a acometer una acción importante. Se dirigen hacia Hillsboro School, donde constatan que un profesor habla de Darwin. Lo arrestan. Luego sabremos que los hombres son el sheriff, el clérigo, el alcalde…

Como el encarcelamiento da lugar a numerosos comentarios en los periódicos de todo el mundo, las fuerzas vivas de la localidad se encuentran preocupadas, incluyendo algunos que quieren dejar el caso. El hecho de que Matthew Harrison Brady –un político famoso-- ofrezca sus servicios como fiscal para el “juicio de los simios” acaba por decidirlos, porque, tal como dice el clérigo “El Señor nos lo ha enviado”. Un periódico de Baltimore envía a uno de sus periodistas y contrata para la defensa a un famoso abogado. Mientras tanto nos enteramos de que la hija del clérigo, el mayor enemigo de la evolución, es la novia del profesor que habla de Darwin.

Las llegadas a Hillsboro del fiscal y del abogado defensor son estupendas. El primero es recibido con cánticos patrióticos y religiosos, las multitudes montan un espectáculo del que no están ausentes carteles en los que puede leerse “We love Brady”, “Down with Darwin” y “The Bible and God”. Él sonríe, saluda y toma de la mano a su esposa. El público se desborda. El alcalde le da la bienvenida, le señala que él mismo y su pueblo se sienten orgullosos de su presencia, le recuerda que fue Secretario de Estado y lo nombra “Coronel honorario”. Brady, regocijado, risueño, triunfador, señala en un ardiente discurso que, como los jóvenes sigan al profesor, “nuestra ciudad se convertirá en Sodoma y Gomorra”. Ardiente y apocalíptico, Fredrich March, un magnífico actor generalmente contenido, muestra sus dotes histriónicas, hasta que es interrumpido por E. K. Hornbeck (Gene Kelly), “el periodista más preparado de América”, según dice él mismo.

El abogado defensor, H. Drummond (Spencer Tracy), llega solo, discretamente, en un autobús de línea, con las maletas en la mano. Y no es recibido por una multitud fervorosa sino por el cínico periodista. Un campesino bruto y amenazador le sale al paso: “No necesitamos forasteros que nos digan lo que debemos pensar”. Los alumnos del profesor inculpado también van a recibirlo; parecen amenazadores pero sólo vienen a decirle que esperan que lo defienda bien.

Así es toda la película: contundente e intencionada. No hay medias tintas ni ambigüedades. Desde el comienzo queda claro que Kramer toma partido por lo que representa H. Dummond y no por lo que defiende M. H. Brady. Después de que el clérigo le diga a su hija “Ese hombre no tiene otra cosa que ofrecerte sino pecado”, se señala que, llegados a ese punto, cada cual quiere sacar provecho del caso.

Los treinta minutos iniciales son magníficos. Nos dan cuenta de las psicologías y de las posiciones de los personajes, de las relaciones personales que hay entre ellos. Pero es que luego el juicio es igual de magnífico, aunque a mi parecer un poco largo. Transcurre como habíamos imaginado a juzgar por el planteamiento. Durante el mismo se contraponen creacionismo y evolucionismo, se enfrentan el dogma y la libertad de pensamiento. Hay momentos magníficos y esclarecedores; y también emotivos, relacionados con el conocimiento mutuo entre el fiscal y el abogado defensor; y algunos irónicos, como cuando nombran a Drummond, para que esté en igualdad de condiciones que Brady, “coronel honorario temporal”.

Finalmente, al profesor que habló de Darwin se le condena a pagar una multa de cien dólares. M. H. Brady queda fuera de sí. Cerrada la sesión, continúa hablando de la fe mientras la sala va quedando vacía. Le da un síncope. H. Drummond coge dos libros, La Biblia y La evolución de las especies, los junta y se los coloca bajo el brazo.

La herencia del viento no contiene misterios ni sugerencias. Podemos decir que las imágenes no nos llevan más allá del asunto que tratan. Esto no lo digo en detrimento de la película. A mí me disgusta que el inculpado sea el novio de la hija del predicador, lo que introduce un elemento melodramático innecesario, pero ese es poco reparo para una película clara, rotunda, directa y nos habla con eficacia de lo que se propone hablarnos. Es contundente, toma partido, y desde el punto de vista ideológico no debe gustar al sesenta por ciento de los creyentes pero sí al cien por cien de los librepensadores.

viernes, 19 de agosto de 2011

LAS SEÑORITAS DE ROCHEFORT (J. Demy, 1967) – A4

Agnes Varda realizó en el año 2000 una estupenda película-documento titulada Los espigadores y la espigadora, en la que muestra su interés y comprensión por los que se alimentan con los desperdicios de la sociedad del bienestar –económico más que espiritual--. En 1991, un año después de que Demy muriera, había realizado otra titulada Jacquot de Nantes, un homenaje y una evocación del esposo amado y tal vez admirado.

Jacquot de Nantes es una película con partes documentales y partes de ficción. Empieza con el verdadero Jacques Demy estirado en la arena. Está mayor, enfermo, próximo a morir; sus manos, manchadas por la enfermedad y los años, acarician y sueltan un puñado de polvo. De la vejez pasa a la infancia. Nos muestra a un joven actor interpretando a Jacques, a Jacquot, un niño feliz, interesado por el taller del padre, los quehaceres de la madre y los juegos con los amigos. Le entusiasman el teatro de guiñol y el cine de dibujos animados. Para completar las imágenes sobre la infancia, Agnes Varda introduce en su película imágenes de películas de Jacques Demy, en las que tienen importancia la alegría, la fantasía y la música. Nos enteramos que ahí está el germen de Piel de asno o El flautista de Hamelín pero también que su padre era mecánico de coches, como lo sería el protagonista de Los paraguas de Cherburgo.

Luego el joven Demy consiguió una buena caja de cartón para construir su propio guiñol, luego logró conseguir una cámara de juguete con la que hizo sus primeros intentos cinematográficos y luego consiguió una cámara de verdad con la que iba a realizar Lola, La bahía de los ángeles, Piel de asno, El más grande acontecimiento después de que el hombre llegó a la luna, Lady Oscar, etc.

De entre todas hay que destacar Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort. Las dos son muy diferentes al resto de las películas francesas y aun del mundo. Comparadas entre sí son muy parecidas pero también muy diferentes. La primera es como una ópera u opereta moderna, toda ella cantada. Lo que la convierte en maravillosa son la música, el decorado y el tratamiento del color; y haber armonizado con arte y talento dos géneros aparentemente antagónicos, el musical y el melodrama.

Es probable que Los paraguas de Cherburgo sea más perfecta, pero yo siento una especial predilección por Las señoritas de Rochefort, tal vez porque me proporciona más regocijo. Ya desde los títulos de crédito nos alegramos con la llegada de un grupo de feriantes a una ciudad marítima. Llegan en motocicletas, caballos blancos y camiones azules, y uno de los conductores luce una camisa fucsia y tiene la cara de George Chakiris. Todavía no han llegado a la plaza, todavía van en el trasbordador, cuando se bajan de los camiones y comienzan a bailar, lentamente, como si despertaran, al son de una música ligera en la que sobresale un piano. Nos enteramos de que el guión y las letras de las canciones son de Jacques Demy y que la música ha sido escrita y dirigida por Michel Legrand. Es un viernes por la mañana. En un cartel situado a la entrada de la ciudad está escrito “Fête de la Mer”. Un marinero con la cara de Jacques Perrin masca chicle y observa.

La troupe llega a una plaza de la ciudad en fiestas. Es una plaza amplia, luminosa, flanqueada por edificios de poca altura, hermoseada por banderolas verdes y amarillas, en la que bailan mujeres de trajes multicolores y en la que los niños observan. Los componentes de la troupe comienzan a instalarse. Ahora danzan más ligeros, más rápidos. Unos pasos recuerdan a West Side Story. El hecho de que con ellos se mezclen grupos de marineros y de señoritas de la ciudad nos trae a la memoria el gran número del final de Un americano en París –aspecto reforzado porque sabemos que en la película actúa Gene Kelly.

La cámara, al abandonar la plaza, entra por una ventana. En la estancia vemos a dos gemelas encantadoras, las hermanas Garnier, interpretadas por dos hermanas encantadoras, Catherine Deneuve y François Dorleac. Despiden a sus alumnas y se presentan solfeando: son Delphine y Solange, rubia una y pelirroja la otra, profesoras de danza y canto. Su madre las tuvo en un descuido juvenil, cada una tiene un lunar cerca de los riñones, nacieron con doce segundos de diferencia y tienen el objetivo de encontrar el amor de su vida, abandonar la provincia y triunfar en París.

Lo que sigue es luminoso, azaroso, alegre, brillante, colorista, festivo y jovial; y en ocasiones deliciosamente cursi. A medida que transcurre la película, que pasamos del viernes al lunes, cuando conocemos a la madre, y a Monsieur Dame (un tímido Michel Piccoli) y su tienda de instrumentos musicales, y a Andrew Miller el músico triunfante y a Duprouz el descuartizador y a Maxence el marino pintor que busca por el mundo su ideal femenino… nos damos cuenta de que hay un fondo de tristeza, tal vez de desconsuelo en esta historia de fiesta y fin de semana.

Demy parece decirnos que él apuesta por la alegría pero que no siempre nos encontramos ante fenómenos reconfortantes, que no todos los días son días de fiesta, ya que incluso durante éstos los personajes han de tener en cuenta el pasado y las perspectivas. No todas las personas son lo que parecen ni a todas les salen las cosas como ellas quisieran. En este sentido, tal vez pueda decirse que Las señoritas de Rochefort es un antecedente de Amelie, donde la gracia, la solidaridad y las alegrías van quedando recubiertas, a medida que transcurre el tiempo, por capas de desánimo.

Se han hecho muchas películas que tratan de zoquetes y pocas de Premios Nobel, muchas de criminales y pocas de altruistas o santos, muchas de tonterías parapsicológicas y pocas de lógica, muchas de oscuridad, sangre y terror, y pocas de flores y luz. Por eso es una suerte para la humanidad que Jacques Demy haya hecho esta película. Las señoritas de Rochefort es como un vaso de agua cristalina, una bocanada de aire fresco, una sonrisa alegre, un jardín exquisito… Aunque en el agua haya un poco de limón o un escarabajo en las plantas.

Nos regocijamos cuando Maxence nos describe con una canción “su ideal femenino”. Gozamos con las peripecias que han de pasar Andrew Miller y Solange Garnier antes de encontrarse y amarse. Quisiéramos tomar una copa con Yvonne, la madre, interpretada tranquilamente por Danielle Darrieux, quisiéramos compartir su amabilidad en el bar de cristales, luminoso y abierto.

Nos regocijamos cuando Delphine abandona a un novio que no sabe que para ella vivir es el amor y el sol, el canto y la alegría, y que piensa que el que merezca ser su amado ha de tener espíritu democrático. Podemos ponernos pensativos cuando nos damos cuenta de que uno puede aburrirse en medio de la fiesta y que dentro de la comedia puede acechar el drama. Ni que decir tiene que después de la mucha alegría y junto a pequeñas dosis de tristeza y aburrimiento, triunfará el amor. La madre y una de las hermanas encuentran a sus amados, y la otra lo encontrará poco después de la palabra “Fin”.

Después podemos recapitular y llegar a la conclusión de que es una suerte que exista Las señoritas de Rochefort; o por lo menos es una suerte para los que preferimos las alegrías antes que las lágrimas, la amabilidad a los desplantes, la inteligencia antes que la idiotez; para los que nos encantan ciertas sensaciones que nos regala Jacques Demy: el sabor del vino, el olor del pan recién horneado, los suaves rayos del sol de la mañana, el resplandor nocturno de las plazas en fiesta, las caricias de un viento suave y fresco en los rostros recién lavados...

jueves, 18 de agosto de 2011

SUNSHINE (I. Szabó, 1999) –A4

No es lo mismo La montaña mágica que una novelita policíaca, por muy bien que ésta esté dentro de su estilo, por más que sea una floritura del género. La amplitud de miras de la magna obra de Thomas Mann, el conjunto de asuntos y temas y preocupaciones que aborda o narra, hace que no sean comparables. Una puede que sea una gracia con estilo, la citada es una obra maestra. Lo mismo se puede decir cuando comparamos algunas películas. Algunos jueguecitos de W. Allen o de I. Allen no son comparables a Guerra y Paz de King Vidor. No es lo mismo Sunshine que cualquier fruslería de… (Me callo, para no citar a ese otro tan famoso).

El húngaro István Szabó comenzó, allá por los años sesenta, haciendo con poco dinero un cine más o menos arriesgado e intimista en el que tenían importancia las situaciones de la colectividad. Tal es el caso de Padre o de Confianza, dos películas más que interesantes. Después de que Mephisto triunfara en Berlín, recibió ofertas norteamericanas y realizó, entre otras, Cita con Venus, una película más o menos famosa que a mí no me interesa. En 1999 realizó, con dinero de cuatro países, una película cara y estupenda, Sunshine, en la que da cuenta de tres generaciones que se mueven a través de la historia, y cuya autoría es enteramente suya, pues suya es la idea original y colaboró en el guión.

Aunque tiene una envoltura distinta, Sunshine se parece al primer cine de Szabó, en el sentido de que aborda conjuntamente asuntos individuales y hechos colectivos; pero también es diferente, aunque no sea sino en amplitud. Narra el devenir de los Sonnenschein a través tres generaciones, desde que uno de los miembros, llevando un libro de recetas, se traslada del campo a la ciudad. Allí Ignatz, que ha llegado a ser un juez de prestigio, cambiará el apellido por el de Sors, para acceder a un alto puesto en el juzgado central.

Adam, el hijo de Ignatz y de la prima Valerie, seguirá apellidándose Sors, entre otras cosas porque le conviene para poder entrar en el club de oficiales, lugar al que es requerido debido a su alto domino de la esgrima; hasta tal punto que formará parte del equipo nacional húngaro y ganará la medalla de oro en la olimpiadas de Berlín. Ivan, el hijo de Adam, verá morir a su padre a manos de los nazis, se alista en el partido comunista con afán de venganza, volverá a apellidarse Sonneschein y nos cuenta la historia.

Aunque ésta narra la evolución de la rama masculina de la familia, la prima, la madre y la abuela Valerie tiene una importancia fundamental. Ella es la que no se atiene a los credos ni a las convicciones, la que se le declara a Ignatz, la longeva que enmarca con su vida la historia de Sunshine, una película cuya narración posee ritmo y nervio, cuyas imágenes son hermosas y significativas, y en la que no faltan momentos emocionantes ni secuencias inolvidables.

LA FIERA DE MI NIÑA, (H. Hawks, 1938) - B5

Nadie le niega a Howard Hawks su condición de clásico pero cuesta darse cuenta de sus peculiaridades. ¿Dónde reside su estilo, qué tienen en común las películas de alguien que nos dejó obras estupendas en el western, la comedia, el drama y el cine negro? Algunas de las mejores (Río Rojo, Sólo los ángeles tienen alas, Río Bravo, ¡Hatari!) se refieren a un grupo; a un grupo de profesionales que deben realizar un trabajo o cumplir una misión, y en el que se dan relaciones de amistad y se presenta algún problema con alguno de los componentes. Para que la situación sea del todo hawksiana, siempre hay una mujer de fuerte personalidad que viene a complicar las cosas.

Alguno de esos fuertes personajes femeninos los encontramos también en las comedias, en las que es habitual que ella y él sean muy diferentes; es el caso de Bola de fuego o de Su juego favorito. En La fiera de mi niña, el Dr. David Huxley (Cary Grant) es un científico serio y despistado, es de suponer que pertenece a la clase media, está a punto de casarse, le preocupa un hueso intercostal… Susan Vance (Katharine Hepburn) es desinhibida y rica, y no tiene preocupaciones; no tiene preocupaciones hasta que lo conoce y lo desquicia y se propone conquistarlo.

La primera secuencia es digna de estudio. En el primer plano vemos un edificio, en el segundo un letrero: “Museo de Historia Natural”. En el tercero vemos un amplio espacio interior en el que destaca el esqueleto de un dinosaurio y cómo un hombre camina hacia una mujer. El hombre dice algo y ella lo manda a callar y le dice que el doctor está meditando. La cámara sigue los ojos del hombre y nos muestra a David con una mano en la barbilla, desde una regular distancia. Luego la cámara hace un movimiento análogo al anterior y lo deja en primer plano, mostrando su bata blanca y sus gafas, y detalles de su capacidad de abstracción y de torpeza física. Todo ha durado apenas unos segundos, pero son suficientes para que nos hagamos cargo de la situación. En algo como eso consiste el estilo de Howard Hawks, del que podríamos decir que su principal característica es la “naturalidad”, el que las cosas suceden de la mejor manera posible sin que nos demos cuenta de cómo suceden.

En la segunda secuencia el chico y la chica se conocen. Él está jugando al golf con el señor Peabody, con el propósito de conseguir un millón de dólares, necesario para continuar con sus investigaciones en el Museo. Ella se “apodera” de una pelota y cuando él va a reclamarla tiene lugar uno de esos diálogos insustanciales de las comedias de Howard Hawks, en los que cada frase es un poco graciosa y un poco absurda, sin que ninguno de los interlocutores pretenda pasar por absurdo o gracioso. Para más desgracia, cuando ella se empeña en sacar el coche del aparcamiento… Para mayor gracia, a continuación se encuentran por casualidad en un restaurante, a donde el Dr. Huxley ha ido con el propósito de hablar por fin con el Sr. Peabody. Una inocente aceituna da lugar a una cadena de ligeros desastres: ella sale con el traje roto y él sale detrás, con el traje roto también y sin haber podido hablar con el señor Peabody.

Esas gracias y esas situaciones ligeramente absurdas son mostradas con naturalidad, como ya hemos dicho, pero eso no es todo. Además, tienen ritmo, fluyen sin interrupciones y como si una fuera la lógica consecuencia de la anterior. Tal vez ésa sea otra de las características del estilo Hawks.

Ese día, el Dr. Huxley acaba en la casa de Susan, para que ella le cosa el frac. A partir de entonces, en un ritmo que podríamos calificar de vertiginoso si no fuera perfecto, se suceden una serie de situaciones a cual más divertida, en las que él “sufre” o hace el ridículo mientras ella toma las riendas y lo lía todo; lo lía a él hasta el punto de que, guiados por el “impulso amoroso”, y al margen del leopardo “Baby”, del famoso hueso intercostal que completará el brontosauro, del millón de dólares que necesita pedirle a la tía Randon, de los bestiales sonidos y las cacerías del Mayor Appeglate, él acaba enamorado y la mitad del tiempo por el suelo, a pesar de que es un hombre digno (a juzgar por la profesión y por lo que piensa Alice, la novia con la que iba a casarse).

La secuencia final tiene lugar en una comisaría, en la que bastantes personajes se interesan por “Baby” y otro leopardo, éste sí que fiero. Con la misma naturalidad que las anteriores, fluye esa secuencia de muchos planos. Esta es una de las maravillas del cine: para que todo parezca que sucede naturalmente, la realidad física ha de ser descompuesta según una intención. Si nos ponen la cámara en un lugar y nos muestran un bautizo o una boda, el evento parece artificial y carente de interés; y no digamos nada si la cámara la mueve uno de los familiares. Como la secuencia aludida es mostrada por Howard Hawks, los enredos parecen reales y como si las cosas no pudieran ser de otra forma.

Según sus palabras, el misterio estriba en poner la cámara a la altura del ojo. Exceptuando algún detalle de montaje, no vemos en sus películas travellings ni zooms, ni otros alardes estilísticos o técnicos. Por lo que podemos creer que vemos la realidad cuando en verdad todo es producto del artificio y de la precisión, del arte. Con arte y naturalidad la arrasadora Susan acabará “cazando” al Doctor Huxley; y si al cazarlo le destroza el traje, la boda y el sosiego, le proporcionará mucha alegría y es de suponer que algo de felicidad.


miércoles, 17 de agosto de 2011

EL RÍO (J. Renoir, 1951) – A5

Con la aquiescencia de Alain Resnais, me apetece decir que Jean Renoir es el más importante director francés, el que ha hecho un mayor número de películas que pueden considerarse excelentes. Sólo John Ford, Akira Kurosawa, Roberto Rossellini y unos pocos más pueden mostrarnos tantas películas tan interesantes. Lo confirman, citándolas sin orden y señalando que algunas son de producción norteamericana, La fille de l’eau, Bajos fondos, Aguas pantanosas, Toni, La Marsellesa, Ésta es mi tierra (yo prefiero llamarla de esta forma y no Esta tierra es mía, porque creo que está más acorde con lo que es la película y para no confundirla con otra de Henry King), La bestia humana (años después Fritz Lang contó la misma historia en Deseos humanos), La carroza de oro, La golfa (años después Fritz Lang contó la misma historia en La mujer del cuadro)…

Creo que entre las que más me gustan puedo citar La gran ilusión, El hombre del sur, El testamento del Dr. Cordelier, La regla del juego y El río.

El testamento del Dr. Cordelier es la más libre y peculiar de las películas basadas en Dr. Jeckill y Mr. Hyde –junto con El profesor chiflado, de J. Lewis--. Empezando como si se tratara de una crónica de sucesos, nos habla de la profunda división en que puede sumergirse la psique del ser humano; por un lado, cuando se instala en la realidad, puede ser alguien serio y bondadoso, eminente incluso, mientras que, por otro, puede ser un monstruo ridículo cuando deja que afloren sus deseos más profundos.

Las reglas del juego es una dramática farsa que puede verse como un reflejo de una sociedad estúpida, más interesada en no aburrirse que en enfrentarse con los problemas, más interesada en pasar el rato –en fiestas, juegos amorosos o teatrales, etc. – que en abordar el presente o el futuro. Está compuesta por individuos sin valores, medio alocados, ricos o medio ricos inútiles y fracasados, a los que ni siquiera interesa la caza o los banquetes que organizan para pasar la vida. Los representantes de la misma son individuos procedentes de las clases altas –condes, nobles, artistas, héroes y militares, así como las mujeres que los acompañan-- y dedican la existencia, en un momento de crisis previo a una gran guerra, a reírse cuando alguien cuenta que un ascendiente de ellos le disparó a un hombre por equivocación y que éste murió tres días después, y que permanecen con una sonrisa en la boca, bebiendo, bailando y jugando a las cartas cuando ante sus ojos se produce un drama, cuando un marido supuestamente engañado persigue a su esposa con un revólver. En cuanto a los fieles criados… Son fiel reflejo de los señores.

Hay un instante en que una dama se entera de que su marido tiene una amante. Se siente entonces dolorida, no por el hecho en sí, sino por haber vivido durante tres años “sumergida en la mentira”. Auguste –personaje interpretado por Jean Renoir y aspirante él mismo a ser amante de la señora— le dice: “Ahora todo el mundo miente. Los folletos, los gobiernos, la radio, el cine, los periódicos... ¿Cómo pretendes que los particulares no mintamos?” Si podemos hacer una transposición y señalar que el juego estúpido del grupo es un reflejo de la sociedad y de las preocupaciones en 1939, también podríamos extrapolar para decir que es posible que en la actualidad ocurra algo parecido, en cuyo caso no nos quedaría más remedio que llorar en medio de la risa.

Si he elegido El río se debe a dos cuestiones: 1) porque es una joya, una obra de arte, un filme único, peculiar, no parecido a ningún otro; 2) porque me permite hacer dos digresiones que supongo pertinentes:

A) Muchas películas, preferentemente las norteamericanas actuales, de consumo semanal, pero no sólo ésas, pretenden impedir que el espectador piense, como si el principal papel de las imágenes, que pasan a la velocidad de un plano por segundo, fuese bloquear la razón o las conciencias. El río es una película tranquila, que da tiempo para la meditación, para pensar en otros mundos y en otras ideas, y que propone la mesura y la contemplación. B) Actualmente está de moda aplaudir el aspecto documental de ciertos filmes de ficción; hay quien considera que, por eso, algunas aburridas naderías son originales obras maestras, cuando el documental dentro de la ficción es algo casi tan antiguo como el cine. Lo demuestran Los proscritos (Victor Sjöström, Suecia, 1917), La montaña sagrada (Arnold Frank y Wilhem Pabst, Alemania, 1924), Tierra (Dovjenko, Rusia, 1930), Viking (Frissel y Meldford, 1934), etc. El río es uno de los antecedentes más gloriosos de lo que decimos, una película en la que junto a una sencilla historia se nos muestran diversos motivos de la realidad hindú, de tal modo que podemos decir que no es sólo una sencilla historia sino de la suma de la misma y de las costumbres y los rincones de la India, a los que hay que añadir el río y el fluir de la vida.

Como digo, la historia es sencilla: el Capitán John, un joven norteamericano mutilado de guerra, va a pasar unos días en la India con el primo John, el cual vive junto a una familia inglesa compuesta por el matrimonio, un hijo y cinco hijas, siendo una de ellas una adolescente. Tres muchachas se enamoran de él: Harriet, la narradora, hija de los ingleses, Mélanie, una muchacha mestiza, hija del primo John y de una hindú ya fallecida, y Valérie, hija de un rico vecino inglés. Mientras tanto, Bogey, el hijo varón del matrimonio, un niño de unos once años, muere, picado por una serpiente, a la que visitaba con frecuencia junto a Kanu, su amiguito hindú. Finalmente, John se va y la madre da a luz una nueva vida.

Pero eso no es todo. Hay que decir que arropados por la sencilla historia se abordan temas como el crecimiento, los primeros amores, la muerte, la relación entre personas de distinta raza... Hay que decir que, junto al amor, las adolescentes descubren el dolor y la renuncia. Hay que decir que Harriet también conoce la culpa y el renacimiento. Hay que decir que asistimos a la vida cotidiana y tranquila de una familia británica afincada en la India, concretamente en la región de Calcuta.
Hay que añadir que si lo dicho es importante no habla del tono de la película. Yo diría que ese tono es el de la serenidad y la ofrenda, al que contribuyen de manera esencial los perfectos encuadres y las digresiones visuales relacionadas con el aspecto documental del que hablaba antes. Unas imágenes tranquilas y hermosas, tomadas colocando la cámara en el mejor lugar posible, como suelen hacerlo los grandes directores, nos muestran las cosas, a las personas y algunos dones de la naturaleza.

De las digresiones de que hablo tenemos una buena muestra desde el comienzo. Éste podría ser la llegada del Capitán John. Lo hemos visto muchas veces en el cine: un forastero va a caballo hacia un poblado del Oeste, un policía llega a un lugar en el que se ha cometido un crimen o un periodista a otro en el que se ha producido un escándalo, un aventurero se dirige a tierras exóticas, un hombre desencantado alcanza altas montañas o bosques alejados de la civilización… Esta película, en la que es importante la llegada de un personaje al espacio en que se desarrollará la acción, comienza hablando de la India, no del capitán ni de la casa del matrimonio ingles. “En la India –dice la voz de Harriet--, en ocasiones especiales, las mujeres decoran el suelo de la casa con arroz, harina y agua”. Luego nos dice que va a hablar de su primer amor mientras vemos barcas, remeros, hombres preparando los aparejos… una especie de mini documental del gran río que nace en el Himalaya, fluye con parsimonia a través del barro y desemboca en la bahía de Bengala, así como de la gente que vive y muere en él.

Otra digresión estupenda está relacionada con el Diwali, la fiesta de las luces, la que celebra la llegada del invierno, caracterizada porque podemos ver miles de lamparitas consumiéndose por todas partes. Las mujeres las depositan con delicadeza en torno a los altares o a ciertos árboles, las transportan delicadamente en bandejas ad hoc, los niños deambulan con ellas por el mercado o las colocan sobre barquichuelas... Lo bueno de una digresión de este tipo es que está conectada con el transcurrir de la película, pues también la celebran en casa de los ingleses y será el día en que las tres muchachas conocen al Capitán. Por otro lado, todo eso aparece ante nosotros de “forma natural”, sin que Renoir opte por una interpretación, como si estuviéramos en la India y lo viéramos porque es así, no porque haya sido preparado.

A mitad de película hay otra maravillosa digresión visual. Mientras Bogey y Kanu juguetean con la serpiente, las muchachas continúan los acercamientos al Capitán John y éste da vueltas por los alrededores de la casa que lo ha acogido, volvemos a ver el río, las barcas que lo cruzan, a algunos pescadores, una boda, una danza e imágenes de la cotidianeidad del lugar.

El cuidadoso ojo de Renoir poseía una maravillosa sensibilidad para captar la realidad física de las personas, de los objetos y del medio en que se mueven unas y otros. A este respecto podríamos decir que son vívidos los árboles, las barcas, el mercado… los personajes y los actores que les dan vida. Una de las características que suele citarse al hablar del cine de Jean Renoir se refiere a éstos. Se ha dicho que en sus películas los actores se olvidan del envaramiento propio del oficio y las interpretaciones aparecen antes nuestros ojos como si fuesen sinceras. En el caso de El río esto es exacto, en parte porque prescindió en parte de profesionales. Las tres muchachas están interpretados por personas elegidas para la ocasión. Las vemos como si fueran gente normal desenvolviéndose normalmente. Es imposible no ver a un sencillo niño hindú en el amigo hindú de Bogey. El caso de Harriet es especial. La muchacha que la encarna consigue que durante hora y media se encuentre cerca de nosotros una joven vecina de catorce o quince años, dulce, sensata, razonable, agradable… una preciosidad.

“El río fluye, el mundo gira… El sol sigue al día; la noche, a las estrellas y la luna.”, escribió Harriet. Al invierno le sigue la primavera, con flores y cánticos. A la muerte de Bogey le sigue el nacimiento de otro niño. Jean Renoir había hecho bastantes películas antes que El río y realizará otras pocas después; en casi todas muestra, de forma vívida y hermosa, aspectos de alguna realidad y de las conductas humanas.

sábado, 30 de julio de 2011

EL DULCE PORVENIR, (Atom Egoyan, 1997) - A4

Creo que nadie discutirá que los grandes reservas son bebidas cualitativamente mejores que la Coca-Cola y la Pepsi-Cola juntas. Son más variados, el color es más hermoso, tienen más sutiles y complejos aromas… Sin embargo, hay más expendedurías de una cualquiera de las colas que de los grandes vinos. Con el cine pasa lo mismo. A pesar de tener un pasado glorioso, la norteamericana es la más vulgar de las cinematografías actuales, y la más condenable desde el punto de vista ético, aunque sea la que más vende, tal vez porque es la más simple, la que más se promociona, la que más violencia proporciona... En la mayor parte de las películas que la constituyen, una vida vale menos que una hamburguesa, y un acorde de cualquier zoquete parece más importante que la obra completa de Beethoven.

Menos mal que desde “las orillas” siguen llegándonos películas estupendas: de China, Italia, Irán, Canadá, Alemania, Francia… Atom Egoyan es un canadiense de origen armenio dotado de una extraña sensibilidad, puesta de manifiesto también en Exótica y Ararat.

Si decimos que El dulce porvenir gira en torno a las indagaciones que realiza un abogado sobre el accidente de un autobús escolar… Si añadimos que trata de las perturbaciones que ese grave suceso produce en las perspectivas vitales de unos seres… Si añadimos que el abogado que pretende sacar dinero del accidente es un ser triste, tal vez resentido, que habla por teléfono con su hija mientras recuerda que la que fue hace no muchos años su preciosa niñita es ahora una drogadicta… Si añadimos que cada minuto de película es intenso, y que hasta un cuento como “El flautista de Hamelín” cobra nuevos significados… Si decimos todo eso nos estaremos acercando al esqueleto pero no daremos cuenta de la complejidad fílmica y existencial que el filme revela. (También Exótica habla de una tragedia y de las consecuencias que produce en un ser humano. También en ésta, aunque afecte a un hombre y no a una comunidad, se nos muestran dichas consecuencias a través de imágenes sin una clara relación temporal).

Vemos a los niños sonrientes y a los alegres padres en el momento de llevarlos al autobús. Estamos en un pueblo sombrío, tanto porque está cubierto de nieve como por el recelo que unos vecinos muestran hacia los otros. Una pareja feliz despide a la niña adoptada; luego ella y él están lentos y tristes, como si les hubieran arrebatado parte de la vida. “No nos metemos con su dolor, sólo queremos encausar su ira”, dice el abogado. Grupos de 3 ó 4 niños, como preciosas bayas al decir de la conductora, toman el autobús una mañana cualquiera del curso escolar. Durante un vuelo, el abogado habla largamente con una ex amiga de su hija; esta muchacha tiene una vida bien encausada, lo que acrecienta el dolor del padre.
Los niños van alegres y juguetones mientras el autobús toma una curva, se sale de la carretera y se hunde en el hielo. Sólo se salvan la conductora y la muchacha que cuidaba a los niños, la cual miente y señala que la culpa es de la conductora, pues afirma que tomó la curva a gran velocidad. El abogado piensa que todo lo que puede hacer en conseguir dinero para los padres. Éstos se quedarán con su pena y su rencor, en una pequeña ciudad que vive o vivía en “el dulce porvenir, donde brotaba el agua y crecían los frutales”.

Por si no ha quedado claro, hay que señalar que en la película se nos presentan sin orden temporal fenómenos que sucedieron antes o después del accidente. Casi sincrónicamente vemos a los niños jugando y alborotando en el autobús y las apenadas caras de los habitantes del pueblo después del suceso. Pero no estamos ante constantes flash backs. El aparente desorden temporal muestra un riguroso orden fílmico. Y es que El dulce porvenir se nos presenta como un todo en presente, en el que no es necesario distinguir qué está antes y qué después, pues lo fundamental es dar cuenta de la tragedia y sus consecuencias. Egoyan dota de una implacable coherencia a los fragmentos su narración. La alegría y la desesperación forman un todo perfectamente engarzado. La belleza de las frías imágenes interioriza e intensifica la pena; ésta se acrecienta porque se evitan los subrayados, tales como gritos o llantos, dándole a la cinta el tono de lo que podría ser una silenciosa tragedia cotidiana. El dolor de la pérdida es profundo, y está implícito en el vivir. Una sedosa tela envuelve o desvela la hiriente tranquilidad de esas personas, de ese pueblo nevado del Canadá.

domingo, 15 de mayo de 2011

EL GATOPARDO (L. Visconti, 1963) – A5

Hay películas que sirven para pasar el rato. Uno se divierte con las interpretaciones de los actores, con un guión ingenioso, con situaciones insólitas o divertidas, etc. El cine de géneros del Hollywood clásico nos ha proporcionado muchos de esos buenos ratos. Otras nos enseñan cómo son las personas, qué piensan o cómo actúan ante hechos cotidianos o ante acontecimientos históricos.

Visconti realizó casi siempre películas de este segundo tipo; Senso, Ludwig y La caída de los dioses son ejemplos de lo que decimos. También mostró buen gusto por lo literario, adaptando novelas estupendas, tales como Noches blancas, El extranjero, Muerte en Venecia… Desde este punto de vista, El Gatopardo lo tiene todo: aborda un importante asunto histórico y está basada en una gran novela.

La acción se sitúa en torno a 1860, cuando Garibaldi, entre otros, lucha por la unificación de Italia, y se centra en las vivencias de don Fabrizio, Príncipe de Salina, un noble de la vieja estirpe que contempla con lucidez, aprovechamiento y resignación la instauración de la democracia, y cómo llega la muerte de su mundo y de él mismo. Cuando su sobrino Tancredi, al que quiere más que a ningún hijo, decide unirse a los garibaldinos, no le dice que no. Y cuando éste, en contra de la estirpe y a favor de los tiempos, decide casarse con una plebeya rica además de hermosa, no sólo no le dice que no sino que le envidia la juventud; ella se llama Angelica y es hija de Don Calogero, un hombre que llega a la cúspide de la nueva escala social, la relacionada con el dinero, y al que don Fabrizio acabará respetando y en honor del cual –y de su hija-- organiza una espléndida fiesta.

Si no aludiera a la frase de Tancredi "Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie ", podría pensarse que no he leído nada sobre esta película; y es verdad que la frase, además de sobradamente citada, es pertinente, pues alude al surgimiento de un nuevo orden social y a la actitud de las personas que tratan de acomodarse a él. Lo que pasa es que me gustaría ampliarla con otra, puesta por Lampedusa en boca de don Fabrizio y dirigida al padre Pirrone: “No somos ciegos, querido padre, sólo somos hombres. Vivimos en una realidad móvil a la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del mar. A la santa Iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad; a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que promete durar cien años equivale a la eternidad. Podremos acaso preocuparnos por nuestros hijos, tal vez por los nietos, pero no tenemos la obligación de esperar acariciar más lejos con estas manos. Y yo no puedo preocuparme de lo que serán mis eventuales descendientes en el año 1960”.

El Gatopardo es una película minuciosa y deslumbrante, en la que importan la historia y la política, y también las personas. Tomándose su tiempo, Visconti nos muestra asuntos familiares o sexuales del Príncipe, su trato con los sirvientes, las actitudes y las perspectivas de sus hijos, las preocupaciones mundanas o metafísicas del padre Pirrone… Todo ello con una melancolía velada por la lucidez; con una melancolía relacionada con el final de un mundo espléndido a la par que decrépito; y por la pérdida de la juventud y el final de la vida.

Habría que aludir también a la precisión, conjugada con la brillantez. Veamos un ejemplo entre los muchos posibles. Cuando Trancredi se despide de la casa de los Salina con el propósito de unirse a los garibaldinos, hay un grupo y una persona pendientes de su marcha. Son unos pocos planos de corta duración que, no obstante, hablan del cuidado con el que ha sido realizada esta singular película. En el grupo están el príncipe Fabrizio, su señora y varios hijos. Se ven desde abajo, al borde de una hermosa balaustrada, detrás de la que aparece una montaña. El plano nos indica la sensación de poder o al menos de nobleza que aún ostentan. La persona es Concceta. Está sola, delante del portón en que ha despedido al primo Tancredi. Se ve pequeña, desde arriba, lo que comunica la sensación de que se encuentra abatida por el amor.

La secuencia de las primeras escaramuzas en Palermo, aunque está bien, podría haberla realizado cualquier director con oficio. La de la fiesta con que el Príncipe presenta en sociedad a los nuevos familiares no la ha podido realizar sino Visconti. Es una gran secuencia, de más de media hora, en la que se muestran amores, deseos, convenciones, nobleza, recapitulaciones políticas, conversaciones en torno al estado de la nación… Todo es esplendoroso: el palacio, la llegada de los invitados, los trajes, la belleza de algunas muchachas, los candelabros, las alfombras... Si sólo se mostrara ese esplendor, la secuencia duraría cinco minutos y no habría más que decir. Pero es que es algo así como una representación de la sociedad en la que se inscribe la acción, y muestra la actitud vital y política del principal personaje de la película, un príncipe que ve cómo se derrumba su mundo para que nazca otro y que acepta los cambios porque, aunque piensa que los chacales están sustituyendo a los leones que eran él y los suyos, es consciente de que no queda otro remedio.

Curiosamente dicha secuencia comienza con una panorámica que nos muestra un pobre caserío y una ladera en la que trabajan unos labriegos, imágenes que dan paso, sin que haya fundido alguno, al esplendor del palacio. Llegan los invitados, entre ellos un coronel que ha derrotado a Garibaldi, así como un burgués enriquecido que aspira a la nobleza, y un joven sobrino del príncipe que ha intervenido en la lucha... Los bailes son esplendorosos, como ya se ha dicho, no sólo por lo suntuoso del escenario sino también por el despliegue de los asuntos que en torno a él se traman. Hay un momento muy significativo: cuando el maduro y elegante príncipe baila un vals con Angelica, la joven y hermosa plebeya. Entre danza y danza se habla del pasado y del futuro de esa sociedad y de esas gentes.

Al final de la fiesta, casi al final de la película, don Fabrizio, Príncipe de Salina, pasea solo por unas calles medio destruidas y le reza a la muerte.

SENDEROS DE GLORIA (S. Kubrick, 1957) - A4

Lo he dicho o insinuado varias veces. Los grandes directores no son los que han hecho siempre buenas películas, son aquéllos que entre su filmografía pueden destacarse un regular número de películas magníficas. No soporto a los comentaristas que dan por hecho que una película es buena por venir de quien viene. Soy un incondicional de John Ford y, sin embargo, no me gustan todas sus películas, algunas de las cuales me parecen francamente malas, aunque casi siempre tengan un momento glorioso. Eso quiere decir que no soy uno de los fans subrayados de Kubrick, para los que cualquiera de sus obras es una joya. No me interesan Atraco perfecto, un thriler sin mayor interés, ni 2001, a la que considero aburrida y pedante. En cambio, me gustan mucho Barry Lyndon y ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. También me gustan Espartaco y Senderos de gloria.

Esta última narra hasta donde puede llevar la obcecación del mando cuando se ejerce no en función de una causa sino por la conveniencia o el capricho. Durante la primera Guerra Mundial, el general francés Paul Mireau acepta tomar antes de tres días una colina inexpugnable defendida por los alemanes; no porque lo considere adecuado para ganar la guerra sino porque se lo insinúa el Estado Mayor mientras le señala que podría colgarse otra estrella.

Como “sus soldados” no avanzan, manda a disparar sobre ellos, orden que sus subordinados no cumplen. Y como todo le sale mal y necesita un chivo expiatorio, decide elegir a tres hombres, acusarlos de cobardía y someterlos a un juicio sumarísimo. Sin que el abogado defensor, el coronel Dax (Kirk Douglas) pueda hacer nada, puesto que su actuación es entorpecida constantemente, el juicio se celebra, declaran culpables a los tres inocentes, los condenan a muerte y los ejecutan.

Kubrick muestra esa sucia y terrible historia con una contundencia y una precisión ejemplares. En ella aparecen sus mejores rasgos: unas imágenes cuidadas y compactas, en las que no sobra nada de lo que se ve ni se echa en falta nada que esté fuera de cuadro; y una realización sin fisuras, directa y contundente. El paseo que el general Mireau realiza por las trincheras, para darles ánimos a sus hombres, está mostrado con unas imágenes que no se olvidan. Es un largo plano, un travelling de cien metros a través del que camina el general o se para ante algún soldado, mientras caen las bombas y redobla un tambor militar.

El final está realizado con talento y sensibilidad. Ha pasado lo que ha pasado. El Coronel Dax se para ante la puerta de una taberna y oye cómo sus soldados, borrachos y vulgares, se ríen como bestias mientras piropean a una joven alemana a la el dueño de la taberna obliga a salir a un escenario. Sin que medien palabras, nosotros sabemos que el coronel se asquea de la tropa. Cuando la joven canta, los soldados se ponen serios, cantan también, y lloran: entran en comunión con la joven. El coronel Dax entiende entonces que no todo es un asco. Un sargento llega hasta donde él está y le comunica que el mando ha dado la orden de entrar en batalla inmediatamente. “Déjelos un rato más”, dice.

viernes, 22 de abril de 2011

LOS OLVIDADOS (L. Buñuel, 1950) – A5

Pocas películas me gustan más que una comedia ingeniosa y bien construida. Pero el cine no puede pasarse la vida haciéndonos reír. A veces es necesario que nos haga llorar o que nos golpee el estómago, para que seamos conscientes de que no todo es de color de rosa. Pocas películas me han golpeado el estómago con tanta contundencia como Los olvidados, tanto la primera, como la segunda como la tercera vez que la vi.

La mitad de la películas de Luis Buñuel pueden considerarse comedias, claro que muy suyas, muy peculiares, de ésas que cuando nos hacen sonreír ya nos están dejando en la boca un regusto a hiel y vinagre. Me he divertido mucho con El gran calavera, una broma ligera en la que un personaje muy rico se hace pasar por pobre para darles una lección a los familiares que viven a su sombra. Otras son bromas pesadas, tales como Ensayo de un crimen, Simón del desierto, El ángel exterminador, El discreto encanto de la burguesía, etc. En Los olvidados Buñuel no se permite una sonrisa. No podía ser de otra forma. No se prestan a la comedia los niños y los adolescentes de un barrio marginal de México DF, que podrían ser los niños y los adolescentes desgraciados de cualquier ciudad populosa. La existencia es demasiado dura y las circunstancias demasiado adversas como para que podamos divertirnos con ellos.

Pedro, El Jaibo, Ojitos, Meche, Cacarizo, Pelón… Niños o muchachos tirados en la calles, abandonados por la sociedad y por los padres, sin futuro ni esperanza. La madre de Pedro, el padre de Cacarizo, el abuelo de Meche, el ciego, el manco… adultos sin tiempo ni modales ni ganas para ocuparse de los jóvenes.

Hay un par de momentos emocionantes más que terribles, cuando alguno, olvidándose de las miserias propias, se apiada de algún otro. Ojitos, abandonado y hambriento, conoce a Pedro y le entrega las únicas monedas que posee; y Pedro, en lugar de robárselas, tal como esperamos al verlo desaparecer por las calles sombrías, le trae un bocadillo. Por otro lado, la sociedad le proporciona a alguno el empleo que podría salvarlo. Pero el mal, encarnado en la luciferina figura de El Jaibo, no deja lugar a la esperanza.

Hay muy poca piedad en esta película del mejor Buñuel. Ni los padres ni los ciegos ni los paralíticos escapan de la quema. También ellos, sin necesidad de quitarse las máscaras, dejan al descubierto la crueldad del medio. Cuando un señor al que le faltan las dos piernas es rodeado por una panda de muchachos mal encarados, y éstos le piden unos cigarrillos, aquél no se los concede; con toda la soberbia de la lucha por la vida, les dice: “Trabajen, vagos”. Cuando el ciego desea cruzar una calle no lo pide humildemente, lo exige. Y cuando los vecinos encuentran a un muchacho malherido, lejos de socorrerlo, y ante el temor de que indague la policía, lo tiran a un basurero y se acabó.

miércoles, 20 de abril de 2011

UNA MENTE MARAVILLOSA (R. Howard, 2001) – A3

Apolo 13 es una película estupenda en torno a los trabajos y los afanes de un numeroso grupo de personas que se proponen salvar a unos astronautas. Junto a ésta, la que más me gusta de Ron Howard es Una mente maravillosa: posee buenas dosis de emoción y lógica, y tiene un discurrir perfecto.
Podemos considerar que consta de cuatro partes claramente diferenciadas: presentación, alucinaciones, superación y reconocimiento. En la primera parte, John Nash es alumno de Princeton. El “misterioso genio de Virginia” tiene ansias de notoriedad y ensueños cognoscitivos. Al parecer vive en la misma habitación que Charles Herman, un compañero interesado en la literatura y las mujeres, mientras que a John le interesan las ecuaciones no lineales y los algoritmos que puedan definir movimientos erráticos, tales como el de los jugadores de fútbol o el de las palomas en torno a unas migas.
En la segunda parte, desde que Nash trabaja en los laboratorios Wheeler y es llamado por el Pentágono para que descifre unos códigos secretos soviéticos, entramos en la parte más tortuosa de la existencia de este personaje real. Entonces se dedica, de manera obsesiva y agónica, a descifrar aparentes códigos sembrados por “los enemigos” en cualquier publicación. Tiene alucinaciones. Tanto el Dr. Rosen como su esposa Alicia lo saben. Diagnostico: esquizofrenia.

En lo que podríamos considerar tercer parte, se nos muestra el esfuerzo y el talento de Nash para convivir con la enfermedad. Siendo consciente de que su esquizofrenia es un problema, se dice: “Yo me ocupo en resolver problemas, así que…”. También se nos muestra el talento y el amor de Alicia cuando no lo abandona, a pesar de que permanecer a su lado podría ser peligroso para su integridad. Nos emocionamos cuando Martin Hansen, antiguo compañero y contrincante en Princeton, le permite “establecerse” en la biblioteca de la universidad, porque es bueno para Nash hablar con los otros.

La cuarta parte podría comenzar cuando un joven matemático, Toby Kelly, reconoce a Nash y le manifiesta que le maravillan sus aportaciones a la ciencia exacta. Y cuando éste reemprende las clases, y cuando sus compañeros le entregan las plumas estilográficas, antiguo rito de reconocimiento a un colega destacado. Y cuando le entregan el Premio Nobel por sus teorías sobre el equilibrio, piedras angulares de la economía moderna, del estudio de las relaciones laborales y de los avances de la biología evolutiva. “Tú eres mi razón”, le dice a Alicia en Estocolmo.

Una película de este tipo, además de ser del guionista y del director, es también del actor. Aquéllos ponen las palabras y los planos; este último, el rostro y los gestos corporales. Lejos de Roma, Russell Crowe está perfecto. Yo no imagino que otro actor pudiera encarnar al célebre matemático.

domingo, 27 de marzo de 2011

FRESAS SALVAJES (I. Bergman, 1957) – A5

Bergman es uno de los grandes, no porque todas sus películas sean magníficas, como sugieren sus exégetas, sino porque realizó siete u ocho que son obras de arte. Algunas otras, en cambio, creo que son insufribles. De entre las primeras yo destacaría Los comulgantes, Gritos y susurros, Persona, El séptimo sello…. y Fresas salvajes (“silvestres” sería preferible). De entre las segundas… No las cito, para no ofender. Bien, sí, sola una: Esas mujeres.

Ha realizado siempre un cine muy suyo, muy original, en el que aborda temas que le interesan, y que algunas veces no interesan a mucha gente. No obstante, por las obras de arte, por esas películas personales y maravillosas, habría que colocarlo en la cima, junto a Ford, Renoir, King, Resnais, Visconti, Rossellini, Buñuel, Ozu, Kurosawa... Lo que lo hace grande es que, abordando asuntos muy suyos, como ya se ha dicho, tiene capacidad para mostrarlos a través de personajes creíbles, objetivos, a través de personajes que no se mueven según los caprichos del director sino de acuerdo con sus personalidades; y por hacerlo a través de un ojo original, concentrado, a veces despiadado, a veces terrible.

En Fresas salvajes, una película perfecta, aborda relaciones interpersonales, la preocupación por la muerte, el paso del tiempo, la recapitulación acerca de una vida… Y lo hace a través de un personaje rico y complejo, maravillosamente interpretado por Viktor Sjöström, uno de los pioneros del cine sueco. El tiempo narrativo es muy simple, muy corto: un día, el que media entre un despertar y un acostarse, entre un sueño y el próximo sueño. Se trata del día señalado en que el profesor Isak Borg sale de su casa y se traslada en coche hasta la ciudad de Lund, donde lo nombran doctor "honoris causa".

En ese día especial, el profesor, un anciano de ochenta años, sueña y piensa y ve e imagina a través de tres o cuatro generaciones. Piensa en la muerte y en la juventud, sueña con un antiguo amor, habla con su nuera Marianne, recoge a unos jóvenes, ve a su muy anciana madre… De modo que ese día contiene un siglo, el que va desde los tiempos de su abuela hasta los tiempos de su hijo, o tal vez hasta los tiempos del futuro hijo de su hijo.

En ese tiempo, en ese día o en ese siglo que media entre dos sueños, el doctor recapitula sobre su existencia, sobre el papel que ha jugado en su relación con otras personas. Y se da cuenta de que si bien lo ha dado todo a la comunidad, y si bien es verdad que ésta se lo reconoce nombrándolo doctor honoris causa y no cobrándole la gasolina, no puede decir lo mismo de su vida privada. En ésta, tal como le reprocha Marianne, no deja de ser un viejo egoísta, centrado en sí mismo, incapaz de perdonarle una deuda al hijo, aunque comienza a dudar durante el viaje de su rígido código moral, que es como decir de toda su vida.

Al final del día, Bergman, y nosotros con él, comenzamos a sentir cariño por ese ser egoísta al que podemos admirar. El gran director sueco lo indica cuando muestra a los padres del profesor Borg tal como él los ve a los diez o a los ochenta años: seres jóvenes, alegres y luminosos. Y cuando muestra el homenaje de despedida que le tributan los jóvenes que ha recogido en autostop. Y cuando Sara, la joven que se llama como la amada de su juventud, le señala que volverá a verlo. Y cuando su nuera, la misma que le ha dicho cuatro amargas verdades, se acerca a la cama en la que el profesor va a dormir y le dice que lo quiere.

CASI UN ÁNGEL (H. Koster, 1941) - B4

Hay actores que, por el hecho de encarnar un personaje prototípico, constituyen todo un género. Así, hablamos de melodramas, westerns, comedias, películas de Jerry Lewis… Algo parecido podría decirse de Deanne Durbin. Entre que cantaba, que casi siempre era una soltera joven e inteligente, y en ocasiones algo listilla, sus películas fueron famosas y no son desdeñables, aunque ninguna llegue a la cumbre.

Casi un ángel (It started with Eve) es debida a Henry Koster, un director que nos legó, aparte de dos famosos péplums religiosos, comedias de elegante factura, como Tres diablillos, El inspector general y Mr. Belvedere llama a la puerta, así como una película única e inclasificable titulada Navajo. Podemos decir que no fue un director de primera fila pero sí un hombre de cine por el que debemos sentir curiosidad, pues el conjunto de su filmografía es en verdad curioso.

En la que suscita este comentario, la historia comienza con varias personas preocupadas por la inminente muerte de un hombre famoso y muy rico, Jonathan Reynolds, interpretado por Charles Laughton, el cual, como es lógico, está más que bien. Varias personas rezan para se muera de una vez, entre ellos el director del New York Press, periódico en el que ya han escrito la esquela y el panegírico. “Se morirá para mí, no para el Herald”, dice. También esperan esa muerte dos hombres serios y enlutados, encargados de tomarle la mascarilla mortuoria destinada a un museo. Llega Johnny (Robert Cummings), su hijo, que estaba de vacaciones con su prometida.

Antes de morir, Reynolds quiere conocer a la que va a ser su nuera, y le impone al hijo que vaya a buscarla. Éste va al hotel en que se hospeda su prometida y, como no la encuentra, le propone a una chica del guardarropa llamada Anne Terry que la suplante. Todo con tal de que el padre pueda conocerla… y morir tranquilo… si es que el hijo, por una vez en la vida, ha elegido bien. Empiezan las dificultades, los enredos, las gracias, una vez que a Jonathan Reynolds le encanta la supuesta prometida, a la que le quiere regalar inmediatamente las joyas de la familia, entre ellas un valiosísimo collar de diamantes.

Es tanta la simpatía que el moribundo siente por Anne, que está dispuesto a vivir con tal verla y oírla cantar. Está dispuesto a vivir y a desayunar chuletas y a quejarse de lo flaco que está y a fumar enormes puros y a bailar como un joven. Por supuesto que la verdadera prometida y su madre quedan estupefactas ante la falta de arrojo de Johnny, que no acaba de presentárselas al padre. Por supuesto que Anne (Deanne Durbin) se propone ser una cantante considerada y que canta algunas canciones con su estupenda voz. Por supuesto que el que enferma es el médico que cuida al Sr. Reynolds. Por supuesto que hay momentos sentimentales, de los que en lugar de hacernos reír están a punto de hacernos llorar, como cuando Anne decide abandonar Nueva York y regresar a Shelbyville (Ohio), aunque para ello tengo que renunciar a la música. Y por supuesto que… que el Sr. Reynolds finalmente podrá morir tranquilo.

Había dicho que Charles Laughton está más que bien, Deanne Durbin actúa y canta como los ángeles, Robert Cumming no desmerece. Cada secuencia tiene gracia, los diálogos son chispeantes e ingeniosos, el ritmo es perfecto… Todo lo cual contribuye a que Casi un ángel sea una maravilla que si no nos muestra cómo son las personas y el mundo, sí que nos alegra la vida y nos hace pasar hora y media agradable.

domingo, 27 de febrero de 2011

ESTRELLAS EN MI CORONA (J. Tourneur, 1950) – A 4’5

De este preciso y pulcro director se recuerdan especialmente las películas de terror que realizó para Val Lewton, tales como La mujer pantera, El hombre leopardo y Yo anduve con un zombie. (He de reconocer que la primera de las citadas ejerce sobre mí cierta fascinación, sobre todo en los momentos en que logra ponerme nervioso con la nada). También se recuerdan algunas muestras de cine negro, como Retorno al pasado y Al caer la noche. Yo prefiero Círculo de peligro (cine negro político), Cita en Honduras (aventuras reflexivas) y, sobre todas, la que suscita este comentario.

Dentro del amplio género que podríamos denominar drama, hay un subgénero muy interesante constituido por películas que abordan conflictos que atañen a una pequeña o mediana comunidad. He leído en algún lugar que podría denominarse género “americana”, en el que se incluyen, en primer lugar, El sol siempre brilla en Kentucky, una extraordinaria película de John Ford, Cuento de aldea, una irregular aportación de John Cromwell, La comedia humana (C. Brown), etc.

Estrellas de mi corona empieza con dos elementos muy atractivos en la narración cinematográfica: una voz que rememora un tiempo pasado, cuando el que habla en off era pequeño, y un hombre que llega a un lugar. El que habla es John Kenyon (Don Stockwell), que era un niño de unos diez o doce años cuando suceden los hechos que se cuentan. El que llega es Josiah Grey (Joel McCrea), un predicador que sabe usar las armas.

La historia gira en torno a dos conflictos y un a drama. No hay ningún crimen, aunque casi llega a haber uno, ni una pasión extrema aunque sí un sólido amor y una intensa ruindad. Los conflictos se refieren: a) al empeño que pone un blanco rico y racista por hacerse con las tierras de un negro pobre, libre y reflexivo, y b) al que se desencadena entre el pastor y el médico, es decir, entre la religión y la ciencia. El drama se produce cuando en la pequeña ciudad se desata una epidemia de tifus.

La historia se remonta a antes de que naciera el narrador, al día en que el Pastor llegó a Walesburg, en años inmediatamente posteriores a la Guerra de Secesión. Ya desde el comienzo la película tiene cierto aire fordiano. Cuando el Pastor llega, entra en el saloon, para dar el primer sermón en el lugar en que supone que están los hombres. Todos se ríen. Saca las armas y le escuchan. Entonces ve cómo uno de los parroquianos, con una jarra de cerveza en la mano, camina de puntillas hacia la puerta. Al ver que el Pastor lo mira se paraliza, hipa y retrocede.

Al igual que el pastor, el joven médico llega al lugar al comenzar la película. Los dos se enamoran, uno de Harriet, la tía del narrador, y el otro de la maestra. Los dos atienden a los miembros de la comunidad. Un hecho los separa: mientras uno se ocupa de las almas el otro ha de sanar el cuerpo, por lo que no es de extrañar que entre ellos haya permanentes conflictos.

Después del pastor y la tía Harriet, del médico y la maestra, conocemos a “el tío” Famous Prill y su perra. Poco después conoceremos a Jed Isbell, granjero de origen sueco, gran amigo del pastor, aunque no es creyente, desde que combatieron juntos en la guerra. Tiene seis hijos sanos, alborotadores y rubios. Vive por y para su granja pero siempre está dispuesto a hacer algo por los demás, bien sea un pastel para Harriett o una sopa para el viejo doctor; incluso está dispuesto a defender a tío Famous, con la armas si fuera preciso.

Es estupenda la claridad con que son presentados los personajes y los conflictos. Y es que esta película de Tourneur fluye plácidamente, como el río que baña a la pequeña ciudad. Claro que el río, después de los remansos, tiene unas turbulencias; así, esta sencilla y luminosa película tiene sus momentos oscuros. Podríamos decir que contiene en igual proporción momentos de placidez y serios inconvenientes, debidos principalmente a Lon Backett, el tendero que hace todo lo posible por apropiarse de unas tierras.

Cuando allá por el minutos ocho el niño va a pescar con Tío Famous, hay tres planos magníficos de corta duración. Los señalo, así como la continuación, porque creo que dirán algo de la precisión y el tono fordiano de la película y de la constante y sutil alternancia de alegría y desgracia. El niño se inclina sobre el río apoyándose en un leño en el que hay una rana. El animal salta antes de que el muchacho lo coja y éste, desilusionado, le tira agua al perro que miraba la operación. El perro va hasta donde el dueño pesca y dormita, y se sacude el agua, despertándolo y mojándole las ropas; el tío Famous abre los ojos y dice: “Chico, tienes que concentrarte”. En medio de la placidez de la pesca llega el Sr. Backett, el cual le habla a Famous de la veta de mica que está en sus tierras, por la que llega a ofrecerle una regular cantidad de dinero. “Tengo este pantalón que llevo puesto, un traje para los domingos, puedo comer tres veces al día y dormir en mi cama. ¿Para qué quiero dieciséis dólares?”, le contesta Famous.

Luego hay otra secuencia organizada de modo análogo. Están tan contentos el joven John Kenyon y el más pequeño de los Isbell, pescando, contemplando el cielo y hablando de sus cosas, cuando ven cómo unos hombres a caballo destrozan las cercas y los sembrados y queman las tierras del tío Famous, y le esparcen la harina en la tierra, y disparan para asustar a las gallinas y los cerdos. Todo en esta película está estupendamente concatenado. “Fluye con lógica”, podríamos decir. Cada secuencia da paso de “forma natural” a la siguiente, la cual contiene algo que no sabíamos hasta entonces, la cual añade un dato nuevo a esta historia de comprensión y odio. Eso quiere decir que es obra de un guionista cuidadoso, de un director con talento y de otros cuantos hacedores –el productor que reunió al grupo, el cámara que fotografió adecuadamente, el compositor que hizo la música que remarca los sentimientos pero que nunca aparece en primer plano, apabullando como un ruido.

La canción que da título al film habla de una ciudad de oro en el más allá, donde regalan estrellas para la corona siempre que se hayan hecho buenas obras. “Ahora sé que hay una ciudad de oro aquí mismo, la ciudad de nuestra juventud”, dice la voz en off. El Paraíso está en las tierras en que abrimos los ojos al mundo, aunque las historias que se vivan contengan dramas y desacuerdos. En este sentido Estrellas de mi corona tiene un punto en común con Qué verde era mi valle. Las cosas que se cuentan no eran como son las ahora, tampoco como realmente fueron sino como permanecen en el recuerdo de un muchacho que, durante el crecimiento, observa cómo es la vida y que por eso va haciéndose mayor.

Podríamos aludir a decenas de estupendos detalles, pero no podemos señalarlo todo. No podemos detenernos con la llegada a Wansburg del circo del Profesor Jones, ilusionista e hipnotizador; ni podemos señalar que es durante el regocijante espectáculo cuando el muchacho se siente mal debido a las fiebres. No podemos hablar de cómo durante la epidemia se recrudecen las desavenencias entre el médico y el pastor. No podemos hablar de… Pero no podemos olvidarnos de una de las últimas secuencias, cuando, dispuesto a todo, Backett, con su horda del KKK, va a por el tío Famous y sus tierras. Llegan con antorchas y disfraces. El pastor está presente. Los Isbell vigilan. El muchacho interviene y le suplica al pastor que no deje que ahorquen o quemen a Tío Famous. Los del KKK no se apiadan, siguen dispuestos a quemar lo que sea, incluyendo al hombre. Entonces el Pastor lee el supuesto testamento del Tío Famous:
No ha ahorrado mucho en la vida pero las cosas que tiene quiere que vayan a sus amigos. La casa se la deja a uno de los presentes porque su padre le dio la libertad; que sus cañas de pescar sean para otro de los que iban a asesinarlo, en recuerdo de que cuando era niño le enseñó a pesar percas doradas… La mica de la finca se la dona al Sr. Lon Backett, pues la quiere con desesperación… En vista de lo cual los encapuchados renuncian al linchamiento.

La primera vez que vi Estrellas de mi corona me pareció una película interesante, sin más. Como algo quedó resonando en mi mente --una secuencia especial, una frase oportuna, un carácter bien perfilado— enseguida decidí verla una segunda vez; entonces me di cuenta de que era una película estupenda. Cuando la vi por tercera vez pensé que era memorable. No le sobra ni le falta nada, cuenta una historia a través de la que conocemos mejor el mundo y a las personas, y toda ella está realizada a base de secuencias precisas y sensibles.