lunes, 27 de septiembre de 2010

LA VIDA ES BELLA - A3

Hitler es uno de los más grandes malvados de la historia, un fulano que si no hubiera existido no se podría imaginar; el nazismo es uno de los más pavorosos momentos de la historia. Sobre ese fulano y ese pavor se han hecho muchas películas. La mayoría de las mejores son obras trágicas. Lo extraordinario es que también se han hecho algunas en clave de comedia, sin por ello enmascarar un ápice el absurdo ni la locura. Las mejores de éstas juegan con el hecho de que Hitler es un personaje absurdo, de que el nazismo es una trágica farsa. El gran dictador (Charles Chaplin) sería un buen ejemplo de estas películas. Ser o no ser (Ernst Lubitsch) es un ejemplo extraordinario.

Parecería que después de tantas películas y de tantos años el tema estaría agotado, que ese horror no daría más de sí. Y he aquí que Roberto Benigni, tomando como base el mismo asunto, hace La vida es bella, una película estupenda y original. La originalidad creo que procede de las características del personaje y del manejo que hace de lo real increíble, de esas que cosas que en efecto suceden pero que parece increíble que puedan suceder.

Siendo una película estructurada y coherente, consta de dos partes claramente diferenciadas. La primera nos muestra cómo Guido Orefice, un ser ingenuo y optimista, se enamora de Dora, a la que él llama Princesa, y las “locuras” que ha de hacer para acercarse a ella, con la que al fin logra casarse. En este sentido es magnífica la secuencia en la que, haciéndose pasar por un inspector fascista, va a la escuela donde ella trabaja y, tal como esperan “de él”, da una conferencia sobre la raza y la supremacía del ombligo. Esta parte es chispeante, simpática, una comedia ajustada y con gracia. Termina con una elipsis temporal: Guido y Dora, por fin juntos, entran en un invernadero. La cámara se queda fuera. Se queda fija un poco más de lo normal y... Sale un niño de unos ocho o diez años, el hijo de Dora y de Guido, al que sus padres están esperando para dar una vuelta.

La segunda parte consta de las ingeniosas artimañas que Guido tiene que realizar o decir para que su hijo piense que el campo de concentración en el que los han encerrado es un campo de juegos. Para que el niño no sufra, Guido le dice que se trata de conseguir mil puntos, ser los ganadores, para llevarse a casa el premio, un tanque de verdad. Nos reímos y nos apenamos constantemente viendo cómo se las ingenia ese ser tierno, ingenuo, algo torpe, optimista, enamorado, bueno y paternal, para hacerle ver a su hijo y a Dora que, a pesar de la absurda sinrazón nazi en que se hallan confinados, la vida es bella, un divertido juego.

EL PIANISTA – A4

No soy un incondicional de Roman Polanski. El 40% de sus películas me gustan, entre ellas Tess y Chinatown; el 60% no, como, por ejemplo, Cul-de-sac, El baile de los vampiros, Piratas… De La semilla del diablo, Repulsión y Macbeth no me atrevo a decir nada, de la primera porque me da miedo, de la segunda porque la he visto una sola vez hace ya mucho tiempo, y de la tercera porque se basa en Shakespeare y a mí siempre me parecen más grandes los textos del genio que las películas basadas en ellos, estén dirigidas por Welles, Polanski, Olivier o Branagh.

Aunque no me gusta el 60 % del cine de Polansky, El pianista me parece una película extraordinaria. Los olvidados y ésta son dos de las que más me han sobrecogido, una a través del mal y la miseria, y la otra a través de la iniquidad, la barbarie, el pavor, la miseria y el mal. Y aquí es donde nos encontramos otra vez con el maldito nazismo, ese fenómeno absurdo cuando lo ve Chaplin, Lubitsch, Trueba o Benigni, y pavoroso cuando es visto por los ojos sorprendidos de Gillo Pontecorvo o Roman Polanski.

Se han hecho muchas películas sobre el fenómeno, la mitad mediocres. Pero seguimos pensando que las buenas nunca son muchas, que la humanidad necesita recordar esa absurda tragedia, para que no se repita. En algunas de las mejores encontramos siempre algo de absurdo, aunque no siempre por la vía cómica. Y es que hay algo de absurdo en el hecho de que a una persona normal, que no acaba de creerse que pueda ser cierto lo que le cuentan, se encuentre un día cualquiera degradada hasta lo indecible. Absurdo a la vez que terrible es el hecho de que un ser sensible, medio ingenuo, cuya única preocupación es tocar bien el piano, se encuentre de un momento a otro en un intolerable estado de indefensión, sin saber qué hacer ni a dónde ir, ocupado sólo en ver si escapa.

Absurdo y terrible es que sepamos que El pianista no es una ficción, que la película muestra el verdadero caso del pianista judío Wladyslaw Szpilman (magníficamente encarnado por un Adrien Brody que en nada se parece al de Pan y rosas, donde también está más que bien), el cual es confinado, vejado, maltratado y casi destruido por los nazis durante la ocupación de Polonia. Cualquiera puede imaginarse las penalidades a que son sometidos él y los de su raza, pero es probable que nadie que no sea Polanski logre pasar el caso de la realidad al cine con la intensidad con que lo hace el controvertido director.

Con serenidad, sin permitirse ninguna de las gracias que a veces lo caracterizan, Polanski muestra lo que decimos en una sucesión de secuencias pavorosas. Se podrían destacar todas, pero para terminar podemos aludir a un momento de intensa emoción, en el que se vislumbra cierta esperanza. Un oficial del ejército alemán oye la música que sale de un piano tocado por un pordiosero, por un ser considerado hasta entonces menos que un animal; se queda quieto, mirando hacia la nada o hacia el cielo, y los espectadores sabemos que dicho oficial piensa entonces que está ante un ser humano, ante un hombre capaz de soltar sangre si lo pinchan, de verter lágrimas por sus seres queridos, de expresarse con talento y sensibilidad a través de la música…

viernes, 3 de septiembre de 2010

¡QUÉ BELLO ES VIVIR! – A4

Frank Capra, además de un clásico del cine norteamericano, es un idealista, un hacedor de fábulas morales. Cuando en Estrictamente confidencial un hombre bien situado y bien casado abandona el negocio y su estricto hogar, y decide irse por ahí a vivir su vida, no muestra cómo son las cosas sino como querría él que fuesen. Lo mismo podría decirse del gánster que en Dama por un día o en Un gánster para un milagro convierte a una pobre viejecita en una duquesa. Si pensamos que Sucedió una noche, una comedia estimulante y perfecta, y esta sí que poco moral, es de 1934, no podemos sino maravillarnos; como no sea alguna de Lubitsch no se había hecho antes nada comparable. Lo mismo podría pasarnos si pensamos que Caballero sin espada es de 1939; podría admitir hoy mismo una lectura política de plena actualidad.

Admiramos a Capra, no tanto porque buena parte de sus películas sean fábulas morales como porque son un prodigio de exactitud e inventiva. Están llenas de detalles estimulantes. Es como uno de esos grandes escritores en cuyas obras no hay una palabra mal escrita o mal colocada. Su planificación jamás es rutinaria. Nunca sabemos qué plano va a seguirle a otro ni cómo se resolverán las situaciones. Lo que sí sabemos es que cada secuencia se resolverá de la mejor manera posible desde el punto de vista fílmico.

De entre todas las películas de Capra hoy elegimos ¡Qué bello es vivir!, una que ha visto todo el mundo. En televisión la han pasado mil veces, la mitad de ellas en Navidad. Pero eso no importa, se puede ver otra vez en cualquier momento. Siempre encontraremos en ella algo nuevo.

Como conviene a un film de Capra, el protagonista, George Bailey, es un joven que quiere ser alguien y hacer el bien a los demás. Pero el rico y desaprensivo Mr. Harry Potter, (sí ¡Harry Potter!, ¿quién lo iba a decir?), y las circunstancias históricas y familiares, hacen que finalmente le salgan tan mal las cosas que... Decide suicidarse. Ese es un momento estupendo: cuando está a punto de hacerlo, ve cómo otro ser lucha con las aguas, por lo que nuestro hombre (ya no es tan joven) se lanza al río no para suicidarse sino para salvar a un hipotético suicida.

Una vez abandonada la idea del suicidio, le dice al ser que ha salvado (que lo ha salvado a él) que desearía no haber nacido. Entonces ese ser, su ángel de la guarda, le muestra cómo sería el mundo sin George Bailey. Sería extraño y en absoluto parecido al que conoce. Como no estaba vivo no habría podido salvar a una señora a la que el boticario iba a envenenar por equivocación, ni hubiera podido casarse con Mary Hatch, con la que ha tenido tres hijos preciosos. Si no hubiera sido por él, su hermano habría muerto de pequeño, debido a lo cual no hubiera podido ir a la guerra, debido a lo cual no hubiese podido ser un héroe, debido a lo cual hubieran muerto muchos de los suyos, debido a lo cual... Nuestro idealista cae en la cuenta de que, a pesar de los pesares, él es insustituible; y la vida algo maravilloso, un milagro de la creación o de la materia.

EL HOMBRE DE LA ISLA – A3

Conviene tener en cuenta la política de autores, siempre que estemos dispuestos a ponerla en entredicho en caso necesario. A mí me emociona ver cualquier obra de John Ford o de Igmar Bergman, lo que no evita que piense que El precio de la gloria o Esas mujeres son por completo prescindibles. También hay directores por lo que general mediocres que realizaron alguna película estupenda. Las gracias de Mel Brooks no me hacen gracia, excepto Silent movie, titulada en España La última locura, que me parece magnífica, un conjunto de gracias inteligentes y de buen tono, tal vez un ejemplar único de cine cómico. Un caso extremo en este sentido es el del director y la película que nos ocupa.

Tenía un recuerdo lejano de El hombre de la isla, según el cual era interesante. Lo que pasa es que me resistía a creer en dicho recuerdo, sobre todo después de saber que a Vicente Escrivá se deben cosas tales como Zorrita Martínez, Polvo eres, Lo verde empieza en los Pirineros… Pues bien, he tenido la oportunidad de verla no hace mucho y estoy de acuerdo con mi memoria. Es una película en verdad interesante, y bastante parecida a Strómboli; claro que la de Rosselllini es de 1949 y la de Escrivá de 1961.


Berta, una alemana de ascendencia mediterránea, llega a un pueblo de la costa española, con el propósito de casarse con Lorenzo Ortega, apellidado El Moro, al que ha conocido por carta. Desde el comienzo afloran los conflictos que inevitablemente se producen entre una mujer educada y un pescador bruto que vive en un islote próximo a la costa. Suponemos que la acción transcurre antes de 1936 puesto que pueden casarse sólo por lo civil.

Él es un viudo resentido, egoísta, sobrado de sí mismo, que no quiere a nadie y al que nadie le dirige el saludo. Luego sabremos que tiene motivos para actuar así; también los habitantes del pueblo tienen motivos para no considerar a Lorenzo uno de los suyos. Ella es de ciudad y carga un oscuro pasado.

A pesar del parecido y del retraso, y a pesar de la filmografía del director, El hombre de la isla es una película estimable. La llegada de la mujer, la visión del pueblo, la historia, el ambiente, la planificación, los conflictos… todo es ajustado, tiene sentido, responde a lo que se llama una película como son las películas. El islote en el que vive Lorenzo, los conflictos con los otros pescadores, el acantilado por el que han de bajar si quieren encontrar peces en abundancia… tienen presencia física y entidad dramática.

Las imágenes son estupendas, igual que las interpretaciones, en especial las de Francisco Rabal y Marga López; la película es parecida a Strómboli, ya lo hemos dicho, pero, olvidándonos de los diez o doce años que las separan, creo que El hombre de la isla no desmerece de la estupenda cinta de Rossellini.