viernes, 21 de enero de 2011

CUENTO DE NAVIDAD (R. Zemeckis, 2009) – C3 o ESA

Me acerqué a esta película llevado de la mano de Ch. Dickens, un escritor al que el cine ha recurrido con frecuencia: Oliver Twist, Nicholas Nickleby, David Copperfield, Historia de dos ciudades… han sido llevadas al cine, algunas varias veces, como este Cuento de Navidad. No obstante, no ha tenido mucha suerte, pues ninguna ha resultado memorable, excepción hecha de Grandes esperanzas, titulada en España Cadenas rotas (D. Lean 1946).

No es que yo pensara que R. Zemeckis no haría una fantasmada con esta historia de fantasmas; estaba claro, después de ver unos minutos de Beowulf (2007). Estaba claro, repito, que iba a hacer una película de esas que yo llamo de “sonido y aceleración”: planos a diestro y a siniestro, cada uno de duración menor que un segundo, acompañados de constante ruido en el que se intercalan abundantes explosiones sonoras. Son películas que no invitan a pensar ni a contemplar una historia, tienen como misión tener en vilo al espectador, no por la vía del intelecto sino a través de emociones primarias, que llegan por asombrados ojos y el plexo solar –densa red nerviosa situada detrás del estómago.

Lo de menos es lo que se cuenta. Estamos ante un espectáculo de luz, color, sonido, ruido, efectos especiales y alta velocidad. Como el circo ya no está de moda, el más difícil todavía se intenta conseguir en algunas películas, entre las que por ahora se lleva la palma Avatar. En ocasiones he pensado que se salen de lo corriente y que habría que clasificarla en una nueva modalidad, a la que podríamos denominar “ESA”, es decir, “Espectáculo de sonido y aceleración”.

Lo que parece claro es que esta adaptación de una obra de Dickens contiene elementos que las otras no tienen, aunque carezca de otros. Por ejemplo, tiene más aparato y más trucos; por el contrario, tiene menos problemas personales, desde el momento en que no sabemos qué le pasa el Sr. Scrooge ni qué desea ni cuál es su pecado. También tiene más planos y más tecnología; por contra tiene menos narratividad y menos personas, las cuales, cuando se atisban, parecen personajes del comics o máscaras extraterrestres. También contiene más electrónica aunque menos química, pues creo que en este tipo de formatos no interviene el nitrato de celulosa. Y si bien tiene más aceleración contiene menos tiempo, pues estos espectáculos están realizados para el consumo del momento.

No cabe duda de que la película de Zemeckis es más espectacular que las páginas de Dickens, pero en éstas el personaje principal está mejor dibujado: “Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso, incorregible, duro y esquinado como el pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa; secreto y retraído y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones, le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de alambre. Siempre llevaba consigo su temperatura bajo cero; helaba su despacho en los días caniculares y no lo templaba ni un grado en Navidad”.

Todo esto no quiere decir que yo estoy en contra de estas películas: un buen espectáculo con un “más difícil todavía” siempre ha entretenido a los niños. “¡Paparruchas!”, oigo que dice Mr. Scrooge desde las páginas.

SALVAR AL SOLDADO RYAN (S. Spielberg, 1998) – A3

Por un lado, Steven Spielberg me fascina. Tiene ojo, y en cuanto a la organización de las imágenes, a los movimientos de cámara, a la forma en que nos acerca los acontecimientos... es inmejorable. Por otro lado, me parece que la mitad de sus películas son triviales y contienen momentos sentimentaloides e innecesarios. No obstante, ha hecho unas cuantas (Parque Jurásico, Tiburón, ET el extraterrestre, etc.) de las que van conformando cierto cine de la actualidad, ése que ya no es el clásico ni tiene en cuenta la revolución cinematográfica de los sesenta, y en el que prima la aventura, lo ligero, cierta espectacularidad...

A mí me gustan más sus películas más serias, en cierto modo políticas, como La lista de Schlinder, Munich y Salvar al soldado Ryan.

En ésta, en la Segunda Guerra Mundial, durante el desembarco en Normandía, mueren dos hijos de una familia. Un tercer hijo se encuentra en otro lugar del frente europeo. Para que los padres no se queden sin nadie, el alto mando norteamericano ordena la búsqueda de ese tercer hijo, para llevarlo a casa. Le encargan la misión a un pelotón al mando del capitán John Miller, profesor en la vida civil. La mayor parte de la película narra las vicisitudes de ese pelotón mientras buscan a Ryan a través de las balas, las minas y el fuego de ametralladoras, tanques y morteros.

Aparte de que aborda una trágica y magnífica historia, la película es magnífica por cómo está realizada, por cómo Spielberg nos hace ver todo eso de la manera más viva, en un alarde de técnica y sensibilidad. La última escaramuza bélica es un ejemplo estupendo de cómo se organiza el espacio fílmico.

De entre todas las secuencias de esta película, yo destacaría una que no tiene que ver directamente con el macabro espectáculo. Es el momento en que, ante unos problemas de insubordinación, relacionados con si matan o no a un alemán capturado, el capitán Miller (Tom Hanks) saca a sus soldados de la obsesión por la muerte hablándoles de los tiempos en que daba clases en un pueblo de Pennsylvania, donde en primavera entrenaba al equipo de béisbol. Me parece una buena cosa romper la tensión hablando de algo que no tiene que ver con la violencia o el drama del instante.

En Titanic hay una secuencia en la que se utiliza el mismo recurso. La muchacha, lejos del esplendor de los salones del barco, en un rincón de la cubierta, toma la decisión de suicidarse; entonces el chico, al darse cuenta de la actitud de ella, no le dice que no debe hacerlo sino que le habla de lo fría que estarán las aguas y de cómo él pescaba de pequeño en su región natal.

lunes, 10 de enero de 2011

LA MIRADA DE ULISES – A5

Todas las películas son iguales: constan de unos personajes que se mueven en el espacio y en el tiempo y a los que les suceden fenómenos. Pero todas las películas no son iguales: hay miles que no son otra cosa que pasto para la tarde del viernes o del sábado, generalmente pobladas de asesinos o zoquetes –las que hemos clasificado como clase C--; otras son divertimentos ingeniosos o inteligentes, durante su visión sabemos más o menos qué cosas van suceder pero nos sorprende agradablemente cómo suceden las cosas –son las que hemos clasificado como clase B--; y hay otras, en número menor, que no son pensadas como entretenimiento, que abordan asuntos importantes o interesantes, y a veces imprevistos, desde un punto de vista peculiar. Éstas pueden ser divertidas o serias, pero siempre son intensas. Para verlas hay que sentarse bien y contemplar con la mente despierta.

La mirada de Ulises (1995), de Theo Angelopoulos, es de estas últimas. Es una película peculiar, única e inusitada. Trata de arte, y de desgracias políticas y geográficas que ocurren en un instante histórico. Aborda la búsqueda que emprende, en la última década del siglo XX, un cineasta llamado A, el cual recorre Los Balcanes en pos de una cinta perdida, rodada en los primeros años del mismo siglo por los primeros cineastas griegos. En el camino pasa por tierras heladas y desiertas, por fronteras vigiladas por tipos peligrosos, por ciudades humeantes, pobladas por seres que corren a esconderse. Conoce a personas amables pero en cualquier lugar puede oír el tableteo de las ametralladoras, en cualquier lugar puede haber un cadáver o un coche quemado, en cualquier ciudad se ve el efecto de las explosiones, restos de unas batallas o unas matanzas que nunca aparecen en primer plano.

En su incansable y tortuosa búsqueda, A llega a Sarajevo, donde conoce al anciano que tiene los negativos que él busca. Ha logrado su propósito. Alegres y contentos, A, el anciano y una nieta de éste salen a las calles y bailan. “Dime que volverás”, le dice ella. Luego los tres pasean a través de la niebla.

En la pantalla oscura oímos unas risas alegres. Luego vemos cómo dos niños, cogidos de la mano, marchan delante de un grupo de personas. “¿Qué celebramos, abuela?”, preguntan los niños. “Celebramos que hay niebla”, dice una voz de mujer. Los niños desaparecen por la izquierda y los mayores van detrás, preocupados porque aquéllos puedan perderse.

Luego estamos ante un único plano, vacío de imágenes y lleno de desesperación. Se oye cómo cantan los niños y luego el ruido de un vehículo a motor. “Sólo paseamos por la orilla del río”, dice una atemorizada voz de mujer. Uno de los verdugos que han llegado dice: “Venga, los niños primero”. “Mis niños... Mis niños... Por favor...”, dice la mujer. La niebla es perturbada por un disparo seco. “¡No!”, grita la mujer. Se oyen otros tres disparos. “Tiradla al río con los demás”, dice alguien. Se oye cómo los cuerpos caen en el agua mientras el verdugo entona una canción; luego sentencia: “Sí señor, así son las cosas”.

LUCES DE LA CIUDAD – A5

Charles Chaplin nos legó un buen número de cortos memorables, de entre los que yo destacaría “La calle de la paz”, “El emigrante”, “En el balneario” y “Armas al hombro”. Por otro lado, ateniéndonos sólo a Charlot, nos dejó cinco largos extraordinarios: El chico, La quimera del oro, El circo, Tiempos modernos y Luces de la ciudad. Son magníficos ejemplos de cine hecho con talento, intenciones, sentido dramático, precisión y gracia.

Luces de la ciudad es sonora pero no dialogada. El cine había empezado a hablar pero Chaplin no le quiso poner voz a un personaje cuyos gestos entendía el mundo. En ella Charlot no es el vagabundo buscapleitos al que todo le sale al revés, no es aquél que corre y cae, y da perfectas y oportunas patadas. Aquí tenemos a un Charlot maduro, capaz de alguna payasada pero sobre todo de sorpresa y ternura.

Después de un prólogo en el que el vagabundo aparece junto a los héroes de la ciudad, cuyo monumento van a inaugurar los ricos, la película se inscribe entre dos momentos memorables: la escena en que Charlot conoce a la florista y se da cuenta de que es ciega, y aquella otra en que la florista se da cuenta de que su benefactor no es el millonario que ella creía. La primera es seria, risible y tierna: sin un gesto de más, Chaplin alcanza lo sublime cuando el vagabundo se apiada y enamora de un ser más desgraciado que él, como tantas veces le ocurre. Pero también nos hace sonreír con un equívoco y carcajearnos cuando la ciega limpia un jarrón y le tira el agua a la cara.

La última de las secuencias citadas es una de las más citadas secuencias de la historia del cine. Una intensa emoción es conseguida gracias a una perfecta realización y a una interpretación única. Entre esas dos escenas se inscriben las peripecias que hace Charlot para conseguir el dinero que le permitirá a la amada recobrar la vista y las risibles relaciones que mantiene con un excéntrico millonario. Así pues, por un lado tenemos una historia de amor; por otro, unas risibles relaciones de clase. Las hermana un detalle: en cada una de ellas, no todo es lo que parece.

Respecto a la primera de esas las relaciones, Charlot lo tiene claro, sabe lo que tiene que hacer. Respecto a la segunda… En un instante el millonario puede considerarlo un amigo e invitarlo a un lujoso restaurante (en una maravillosa secuencia en la que durante tres minutos se suceden los más ingeniosos “gags”) y no reconocerlo en el siguiente. Uno de los grandes talentos de Chaplin es que nos hace reír y llorar al mismo tiempo, que pasa de lo ridículo a lo sublime, de la payasada a la poesía en menos de un segundo; lo que tal vez consigue en esta película como en ninguna otra.