De este preciso y pulcro director se recuerdan especialmente las películas de terror que realizó para Val Lewton, tales como La mujer pantera, El hombre leopardo y Yo anduve con un zombie. (He de reconocer que la primera de las citadas ejerce sobre mí cierta fascinación, sobre todo en los momentos en que logra ponerme nervioso con la nada). También se recuerdan algunas muestras de cine negro, como Retorno al pasado y Al caer la noche. Yo prefiero Círculo de peligro (cine negro político), Cita en Honduras (aventuras reflexivas) y, sobre todas, la que suscita este comentario.
Dentro del amplio género que podríamos denominar drama, hay un subgénero muy interesante constituido por películas que abordan conflictos que atañen a una pequeña o mediana comunidad. He leído en algún lugar que podría denominarse género “americana”, en el que se incluyen, en primer lugar, El sol siempre brilla en Kentucky, una extraordinaria película de John Ford, Cuento de aldea, una irregular aportación de John Cromwell, La comedia humana (C. Brown), etc.
Estrellas de mi corona empieza con dos elementos muy atractivos en la narración cinematográfica: una voz que rememora un tiempo pasado, cuando el que habla en off era pequeño, y un hombre que llega a un lugar. El que habla es John Kenyon (Don Stockwell), que era un niño de unos diez o doce años cuando suceden los hechos que se cuentan. El que llega es Josiah Grey (Joel McCrea), un predicador que sabe usar las armas.
La historia gira en torno a dos conflictos y un a drama. No hay ningún crimen, aunque casi llega a haber uno, ni una pasión extrema aunque sí un sólido amor y una intensa ruindad. Los conflictos se refieren: a) al empeño que pone un blanco rico y racista por hacerse con las tierras de un negro pobre, libre y reflexivo, y b) al que se desencadena entre el pastor y el médico, es decir, entre la religión y la ciencia. El drama se produce cuando en la pequeña ciudad se desata una epidemia de tifus.
La historia se remonta a antes de que naciera el narrador, al día en que el Pastor llegó a Walesburg, en años inmediatamente posteriores a la Guerra de Secesión. Ya desde el comienzo la película tiene cierto aire fordiano. Cuando el Pastor llega, entra en el saloon, para dar el primer sermón en el lugar en que supone que están los hombres. Todos se ríen. Saca las armas y le escuchan. Entonces ve cómo uno de los parroquianos, con una jarra de cerveza en la mano, camina de puntillas hacia la puerta. Al ver que el Pastor lo mira se paraliza, hipa y retrocede.
Al igual que el pastor, el joven médico llega al lugar al comenzar la película. Los dos se enamoran, uno de Harriet, la tía del narrador, y el otro de la maestra. Los dos atienden a los miembros de la comunidad. Un hecho los separa: mientras uno se ocupa de las almas el otro ha de sanar el cuerpo, por lo que no es de extrañar que entre ellos haya permanentes conflictos.
Después del pastor y la tía Harriet, del médico y la maestra, conocemos a “el tío” Famous Prill y su perra. Poco después conoceremos a Jed Isbell, granjero de origen sueco, gran amigo del pastor, aunque no es creyente, desde que combatieron juntos en la guerra. Tiene seis hijos sanos, alborotadores y rubios. Vive por y para su granja pero siempre está dispuesto a hacer algo por los demás, bien sea un pastel para Harriett o una sopa para el viejo doctor; incluso está dispuesto a defender a tío Famous, con la armas si fuera preciso.
Es estupenda la claridad con que son presentados los personajes y los conflictos. Y es que esta película de Tourneur fluye plácidamente, como el río que baña a la pequeña ciudad. Claro que el río, después de los remansos, tiene unas turbulencias; así, esta sencilla y luminosa película tiene sus momentos oscuros. Podríamos decir que contiene en igual proporción momentos de placidez y serios inconvenientes, debidos principalmente a Lon Backett, el tendero que hace todo lo posible por apropiarse de unas tierras.
Cuando allá por el minutos ocho el niño va a pescar con Tío Famous, hay tres planos magníficos de corta duración. Los señalo, así como la continuación, porque creo que dirán algo de la precisión y el tono fordiano de la película y de la constante y sutil alternancia de alegría y desgracia. El niño se inclina sobre el río apoyándose en un leño en el que hay una rana. El animal salta antes de que el muchacho lo coja y éste, desilusionado, le tira agua al perro que miraba la operación. El perro va hasta donde el dueño pesca y dormita, y se sacude el agua, despertándolo y mojándole las ropas; el tío Famous abre los ojos y dice: “Chico, tienes que concentrarte”. En medio de la placidez de la pesca llega el Sr. Backett, el cual le habla a Famous de la veta de mica que está en sus tierras, por la que llega a ofrecerle una regular cantidad de dinero. “Tengo este pantalón que llevo puesto, un traje para los domingos, puedo comer tres veces al día y dormir en mi cama. ¿Para qué quiero dieciséis dólares?”, le contesta Famous.
Luego hay otra secuencia organizada de modo análogo. Están tan contentos el joven John Kenyon y el más pequeño de los Isbell, pescando, contemplando el cielo y hablando de sus cosas, cuando ven cómo unos hombres a caballo destrozan las cercas y los sembrados y queman las tierras del tío Famous, y le esparcen la harina en la tierra, y disparan para asustar a las gallinas y los cerdos. Todo en esta película está estupendamente concatenado. “Fluye con lógica”, podríamos decir. Cada secuencia da paso de “forma natural” a la siguiente, la cual contiene algo que no sabíamos hasta entonces, la cual añade un dato nuevo a esta historia de comprensión y odio. Eso quiere decir que es obra de un guionista cuidadoso, de un director con talento y de otros cuantos hacedores –el productor que reunió al grupo, el cámara que fotografió adecuadamente, el compositor que hizo la música que remarca los sentimientos pero que nunca aparece en primer plano, apabullando como un ruido.
La canción que da título al film habla de una ciudad de oro en el más allá, donde regalan estrellas para la corona siempre que se hayan hecho buenas obras. “Ahora sé que hay una ciudad de oro aquí mismo, la ciudad de nuestra juventud”, dice la voz en off. El Paraíso está en las tierras en que abrimos los ojos al mundo, aunque las historias que se vivan contengan dramas y desacuerdos. En este sentido Estrellas de mi corona tiene un punto en común con Qué verde era mi valle. Las cosas que se cuentan no eran como son las ahora, tampoco como realmente fueron sino como permanecen en el recuerdo de un muchacho que, durante el crecimiento, observa cómo es la vida y que por eso va haciéndose mayor.
Podríamos aludir a decenas de estupendos detalles, pero no podemos señalarlo todo. No podemos detenernos con la llegada a Wansburg del circo del Profesor Jones, ilusionista e hipnotizador; ni podemos señalar que es durante el regocijante espectáculo cuando el muchacho se siente mal debido a las fiebres. No podemos hablar de cómo durante la epidemia se recrudecen las desavenencias entre el médico y el pastor. No podemos hablar de… Pero no podemos olvidarnos de una de las últimas secuencias, cuando, dispuesto a todo, Backett, con su horda del KKK, va a por el tío Famous y sus tierras. Llegan con antorchas y disfraces. El pastor está presente. Los Isbell vigilan. El muchacho interviene y le suplica al pastor que no deje que ahorquen o quemen a Tío Famous. Los del KKK no se apiadan, siguen dispuestos a quemar lo que sea, incluyendo al hombre. Entonces el Pastor lee el supuesto testamento del Tío Famous:
No ha ahorrado mucho en la vida pero las cosas que tiene quiere que vayan a sus amigos. La casa se la deja a uno de los presentes porque su padre le dio la libertad; que sus cañas de pescar sean para otro de los que iban a asesinarlo, en recuerdo de que cuando era niño le enseñó a pesar percas doradas… La mica de la finca se la dona al Sr. Lon Backett, pues la quiere con desesperación… En vista de lo cual los encapuchados renuncian al linchamiento.
La primera vez que vi Estrellas de mi corona me pareció una película interesante, sin más. Como algo quedó resonando en mi mente --una secuencia especial, una frase oportuna, un carácter bien perfilado— enseguida decidí verla una segunda vez; entonces me di cuenta de que era una película estupenda. Cuando la vi por tercera vez pensé que era memorable. No le sobra ni le falta nada, cuenta una historia a través de la que conocemos mejor el mundo y a las personas, y toda ella está realizada a base de secuencias precisas y sensibles.
domingo, 27 de febrero de 2011
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