lunes, 12 de marzo de 2012

TRES CAMARADAS (F. Borzage, 1938) – A 4’5

Viendo, por este orden, Adiós a las armas (1932) ¿Y ahora qué? (1934), Tres camaradas (1938) y Tormenta mortal (1940) extraña que Frank Borzage, un norteamericano nacido en Utah en 1893, se ocupara en sus películas, reiteradamente, de la situación moral y política de Europa y más concretamente de Alemania, tomando en ocasiones como base libros de Rainer María Remarque o Hans Fallada. La extrañeza queda paliada en parte cuando nos enteramos de que su madre era suizo-alemana y su padre italiano.

De las citadas, me interesan especialmente Tres camaradas y Tormenta mortal, películas con más de un punto en común. Las dos, como hemos dicho, se ocupan de la situación moral y política de Alemania, poco después de finalizada la Primera Guerra Mundial o un poco antes de comenzar la Segunda. También podríamos decir que son historias sentimentales, en ambos casos con dificultades debido a la situación por la que atraviesa el país y por algún elemento individual, social o familiar que se opone a que sea fácil el camino que conduce al amor; triunfante en cualquier caso, aunque en uno de ellos acabe con una especie de liberación y en el otro acabe con la muerte.

Si finalmente he elegido "Tres camaradas", supongo que se debe a que desde siempre he sentido una especial predilección por esta película, mucho más que por "Adiós a las armas", por ejemplo; no obstante, he de añadir que Tormenta mortal es una película estupenda y que está a la misma altura que la elegida.

Lo primero que me gustaría destacar es que "Tres camaradas" no contiene escenas explosivas ni secuencias espectaculares, no contiene picados y contrapicados ni raudos movimientos de cámara… La historia fluye y se muestra de “modo natural”. Está realizada con precisión, tacto, delicadeza y autenticidad, de modo que uno no puede sino admirar el talento de quien así ha
operado. Tomemos como ejemplo el momento en que se conocen Erich (Robert Taylor) y Patricia (Margaret Sullavan).

Es el cumpleaños de Erich y sus amigos, Gottfried y Otto, le han regalado unas botellas de ron. Deciden ir al campo, a comer en una posada, pues se han dado cuenta de que la atmósfera política de la ciudad es cuando menos desagradable. Durante el camino entablan una carrera con otro coche. Cuando llegan a la posada, ésta y un pequeño molino quedan enmarcados por unos árboles en un plano hermoso, preludio del instante en que Pat se baja del coche y encuentra la mirada
de Erich. Así nace el amor. Poco después, en la misma secuencia, mientras comen, tendremos lo moral-político. El acompañante de Pat es de la opinión de que Alemania necesita orden y mano dura. Friedrich aboga por la razón y la paz. A punto están de llegar a las manos.

Eso en lo que respecta al modo en que se presentan los hechos. Lo mismo podría decirse de su estructura. Es de una espléndida sencillez. No hay alusiones a sueños ni a pesadillas. No hay saltos en el tiempo ni en el espacio. Sucede linealmente, en la misma ciudad y durante pocos años. Y sin embargo, todo es tan vívido, tan verdadero, que podemos extasiarnos contemplando cómo unos amigos y una enamorada toman unas copas en el bar de un personaje amigable, coleccionista de música coral, de la que tiene más de docientos discos.

"Tres camaradas" es una historia de amor y amistad. Y de dificultades. Pero tanto el amor como la
amistad están por encima de dichas dificultades. Pat y Erich vienen de mundos distintos y tienen diferentes perspectivas de futuro; no obstante, se amarán intensamente, ayudados por Otto y Gottfried. En cuanto a la amistad…

Los tres son distintos. Erich es joven e ingenuo y se define como alguien para el que no hay nada más grande ni más importante que Pat. Gottfried (Robert Young) es un idealista, un hombre que está dispuesto a meterse en luchas clandestinas y a morir por una causa, en la que pueden brillar las palabras razón y libertad. Otto (Franchot Tone), el mayor de los tres, es un profesional desencantado, que se ocupa fundamentalmente de coches, del taller o del taxi que comparten. Ahora bien, siendo tan distintos, tienen algo en común: “la pobreza y las dificultades”, según Erich; “el orgullo”, según Pat; “la amistad y la entereza”, decimos nosotros.

Lo bueno de las buenas películas de narración y estructura clásicas es que los elementos que las constituyen están engarzados de tal forma que se complementan. Cada uno da cuenta de la totalidad. Así, ya desde los primeros momentos se muestra la amistad de los tres y nos enteramos sutilmente de la diferencia de caracteres de los amigos. Estamos en 1918 y acaba de finalizar la Primera Guerra Mundial. Después de un plano general, se ve una cantina donde numerosos
militares beben y festejan. Un soldado se dirige a un superior: “Mayor –le dice-, ahora que la guerra ha terminado, ¿podría volver a llamarle padre?” No los veremos más, pero mientras tanto el mayor brinda por los camaradas vivos y muertos, y por los franceses, los italianos, los ingleses, los norteamericanos… por los camaradas vivos y muertos de todos los hombres. Esos son los detalles que hacen grande a una película. Dentro de abundantes planos, varias veces vemos a tres, entre los que se encuentra el trío protagonista, cuyos componentes brindan: por el amor (Erich), por el futuro (Gottfried) y por la paz (Otto).

Luego estamos en 1920. Unos “radicales” pre-nazis destrozan unos escaparates. “Luchamos por éstos”, se lamenta Gottfried. “No es asunto nuestro, dirigimos un taller de reparaciones, no un país”, dice Otto. Le replica el idealista: “Habrá que reparar muchas cosas, miles de almas, conciencias, corazones rotos…” Esto es lo que dicen entonces, pero Otto estará dispuesto, por Gottfried, a buscar por calles y tugurios, durante días, al tipo que, por asuntos ideológicos, lo asesinó por la espalda. Gottfried, por su parte, ha estado dispuesto a abandonar la organización en la que cree para no causar problemas a los amigos.

Hay un momento emotivo que me gustaría resaltar, para resaltar así mismo dos elementos, uno relacionado con la interpretación y el otro con la banda sonora. Pat y Erich se citan para ir a la ópera, junto a unos amigos ricos de ella. Él debe buscarse un atuendo adecuado, un frac. Consigue uno apolillado. Después van a una de esas fastuosas salas en las que se come, se bebe y se baila. A él le rompen el frac. Los ricos se ríen a carcajadas. Erich sale muy disgustado y va a un bar. Ella se queda. Cuando Erich regresa a su casa, Pat lo está esperando, adormilada, a la intemperie, en un plano magnífico, acompañado de una música deliciosa, suave y romántica. Pues bien, ése es uno de los elementos que quería resaltar. La música de Franz Waxman acompaña a las imágenes cuando tiene que hacerlo, sin sobresalir por encima de los magníficos diálogos pero dejándose oír en ocasiones, hermosa y adecuada. La otra es que nadie lo haría mejor Margaret Sullavan, no sólo en esta escena sino en toda película, expresando preocupación, desdicha, normalidad, amor…

Podríamos escribir unas cuantas páginas más acerca de las sutilezas y precisiones de esta película. Pero hemos de finalizar. Acabaremos con una pregunta, no tanto fílmica cuanto metafísica, tomada de Rainer María Remarque: ¿cómo es posible que entre la pareja se sitúen la enfermedad y la muerte, siendo Erich y Pat jóvenes, amándose tiernamente y teniendo unos amigos que están dispuestos a todo con tal de contribuir a su felicidad?

martes, 6 de marzo de 2012

EL ÁNGEL EXTERMINADOR (L. Buñuel, 1962) - A'4

Exceptuando el prólogo y el epílogo, la película es una secuencia constituida por momentos curiosos, extraños, arbitrarios, memorables. El espacio es siempre el mismo aunque los personajes pasan del regocijo a la estupefacción, del confort a imperiosas necesidades. Estamos en una mansión situada en la Calle de la Providencia. Los sirvientes deciden marcharse, salir, tal vez huir, aunque los despidan por ello. Los invitados --músicos, arquitectos, médicos, etc.– se ríen cuando se cae uno de los tres camareros que se han quedado. Ya llorarán. Puede suceder cualquier cosa en una casa en la que hay un oso y varios corderos.

Una mujer a la que llaman “La Walkiria” lanza una copa contra un cristal, hacia afuera. Mientras otra invitada toca el piano, uno se persigna y otra saca del bolso unas patas de gallina. La conversación consta de frases ingeniosas y absurdas. Suceden muchas cosas sin importancia, todas ellas raras. Una invitada desea salir pero no lo hace. ¿Qué se lo impide, algo intangible?

A las 4 de la noche o de la madrugada, los anfitriones comienzan a preocuparse. Apagan las luces con el propósito de que los invitados abandonen la casa. Pero éstos se desprenden de las chaquetas, se desabrochan algunos botones y se tienden sobre los sillones o la alfombra. Para atenuar la incorrección, los anfitriones los imitan.

Amanece. Aumenta la confusión. Nadie sale. Con voz destemplada, una de las invitadas dice: “¿En esta casa no se desayuna?”. Otra habla de irse. Otra dice que no tiene nada que hacer en la calle a esas horas.

Todos se dan cuenta de la situación y de que ésta es cada vez más insostenible, más inverosímil. Llevan 24 horas allí y nadie ha aparecido, ni el lechero. Uno de los invitados razona: “La actitud de los de fuera me inquieta más que nuestra propia situación. ¿Por qué no vienen a buscarnos?”. Entonces se oye el grito de una invitada. Ese grito es como la película, contiene una mezcla de terror, misterio, sarcasmo y trascendencia. Los espectadores no alcanzan a ver qué hay más allá.

Aludimos, naturalmente, a El ángel exterminador, dirigida por L. Buñuel.

EL INTENDENTE SANSHO (K. Mizoguchi, 1954) -A4

En esta película hay una pequeña secuencia que consta de cuatro planos. Dura minuto y medio. El fondo sonoro de los tres primeros está constituido por los pasos de la joven a que nos vamos a referir, el canto de los pájaros y una triste canción emitida por una voz femenina. En el cuarto sólo se oye el sonido del agua.

En el plano situado en primer lugar vemos cómo una joven japonesa camina por el borde de un lago. El agua es resplandeciente, hermosa. El blanco ocupa dos tercios de la pantalla. Los oscuros árboles de la orilla resaltan la importancia del instante, la figura de la mujer y la superficie del lago.

En el plano situado en segundo lugar, la cámara se ha acercado con discreción para mostrar cómo la joven se introduce en el agua. Avanza con lentitud, sin darnos la cara. Su cuerpo se oculta poco a poco. El plano finaliza cuando la cintura de ella aún está por encima de la superficie.

El tercer plano hace de contrapunto. En él vemos cómo una mujer mayor mira hacia donde ocurren los hechos, hinca las rodillas en el bosque y junta las manos. Al contrario que en los otros, en éste el negro ocupa dos tercios de la pantalla.

En el cuarto y último plano vemos cómo surge un blanco borbotón del seno del agua y cómo por la superficie avanzan unas ondas concéntricas, todo lo que al mundo le queda de la joven. Al espectador se le ha evitado ver el instante mismo del suicido, como si el director quisiera dejar bien claro que ése es un acto individual, un acto privado, en el que debe prevalecer la intimidad, el recato.

Tal vez convenga aclarar que este acto no está motivado por un desengaño amoroso ni por ningún otro asunto estrictamente personal, a pesar de que la joven japonesa ha sufrido lo suyo.
Estamos en una época de avatares constantes. En un momento se puede estar en lo más alto y en otro en lo más bajo de la escala social. La joven se suicida para proteger a su hermano, para preservar la estirpe.

Estamos aludiendo, natualmente, a El intendente Sansho, una magnífica película dirigida por Mizoguchi.