miércoles, 18 de agosto de 2010

CAPRA Y LOS BUENOS SENTIMIENTOS

Creo que fue André Gide el que dijo que la literatura no se hace con buenos sentimientos, frase que se ha repetido hasta la saciedad, dándola por cierta. Le faltó decir que la literatura no se hace con malos sentimientos; ni el cine tampoco. Así como no nos resultan gratas las imágenes almibaradas, a mí me disgustan intensamente las películas que sólo muestran lo malo del sentir, generalmente protagonizadas por estúpidos o criminales de varios pelajes. De todas formas, lo que yo quiero hacer aquí es llevarle la contraria a Gide, basándome en Frank Capra.

Hay una película del italo norteamericano titulada Aquí llega el novio, cuya primera parte es una maravilla de buenos sentimientos, los que manifiestan, recíprocamente, un periodista norteamericano que reside momentáneamente en París y un par de huérfanos de guerra –un niño de unos diez años y una niña mucho más pequeña--. La forma en que se saludan, haciendo un gesto circular con la mano, los disgustos el niño cuando piensa que el periodista no lo va a llevar consigo cuando regrese a Estados Unidos, cómo trata a la niña, protegiéndola siempre pero mandándola a callar en ocasiones… Una maravilla de buenos sentimientos relacionados con la camaradería, la protección, el cariño, el buen entendimiento, etc. Todo ello realizado a base de sutilezas y detalles, aspectos en los que Frank Capra fue un maestro.

Con todo, la secuencia que yo prefiero de esta primera parte de esta película es el aria que canta una huérfana ciega. El asombro que muestran el matrimonio melómano que se propone adoptarla, la cara de los pequeños compañeros, asombrados ante la música y el talento, Bing Crosby al piano, dándole ánimos a la joven intérprete, la cara de ésta, completamente enfrascada en su quehacer, la belleza de la música… Es un monumento al canto y al talento, al reconocimiento y al cariño, un magnífico cúmulo de buenos sentimientos

NOSFERATU – A’4

Hay directores que tienen un ojo especial. La apariencia de realidad organizada en que consiste el cine, vista por ellos adquiere una presencia especial, una presencia que no tiene cuando la vemos a través de otros ojos. Entre dichos directores podemos citar a S. M. Eisenstein, John Ford, Y. Ozu... Y a F. W. Murnau.

Murnau dirigió varias joyas del cine como El otro, Fausto y Amanecer. En 1922, con Nosferatu, sacó al expresionismo alemán de los estudios y lo llevó a la calle. Digamos que lo extraordinario o lo sobrenatural ya no tiene la apariencia de lo inventado sino de lo que puede pasarle a cualquiera. Ese “realismo” a través del cual se muestra lo extraordinario no hace que las cosas parezcan cotidianas, consigue mostrar con intensidad el lado patético o malvado de la existencia.

El asunto de la película que comentamos se ha utilizado en otras y es de sobra conocido: la avaricia de unos agentes inmobiliarios introduce el mal en una ciudad. Uno de ellos, Hutter, el más joven, viaja hasta Transilvania, una tierra temible y misteriosa, haciendo caso omiso de las advertencias, con tal de venderle una casa al conde Orlok, también llamado Nosferatu, el pájaro de la muerte, un vampiro.

Una vez hecha la transacción, Hutter y Nosferatu se encaminan a Wisborg por caminos distintos. Cuando Nosferatu llega, el mal y la peste asolan la ciudad. Los habitantes enloquecen y mueren. Sólo pueden ser salvados por una joven pura por la que el vampiro se sienta tan fascinado como para permanecer junto a ella hasta después de que cante el gallo. Ellen, la novia de Hutter, es la elegida, la que está dispuesta a que el vampiro le chupe la sangre con tal de que su sacrificio constituya la salvación de los demás.

La llegada de Nosferatur a Wisborg está entre las imágenes más perturbadoras que nos ha dado el cine. Son sólo seis planos del vampiro deslizándose a hurtadillas por las calles desiertas, pero hay algo pavoroso e indefinible en ese deslizamiento del mal. Y hay algo pavoroso y triste en la espera del solitario y feo vampiro ante la ventana que le permite ver a Ellen.

Afortunadamente, y antes de que el horror o la pena nos paralice, la sombra del pájaro negro se desvanece ante los victoriosos rayos del sol. El amor y la solidaridad han vencido a la muerte.

miércoles, 11 de agosto de 2010

ANNIE HALL - A1

Hay directores que, por alguna extraña querencia del destino, se hacen más famosos que las estrellas, casi tanto como las estrellas de fútbol. Salen en las primeras páginas de las revistas y los periódicos tanto cuando inician un rodaje como cuando se toman un vaso de agua –con o sin gas. Es el caso de Woody Allen. Hay quien dice incluso que es un genio. A los que así digan yo les haría ver Annie Hall cada mes –o cada año, para no pecar de crueldad--. Como ésta es una de sus célebres películas, podrían extasiarse con las posturitas de la chica de cuello y corbata y constante puño en la cintura, poner los ojos en blanco con unas imágenes planas entre las que el gran gracioso mete sus chistes…

Si yo acabara aquí, estaría haciendo lo mismo que hacen sus adoradores, que dan por hecho que es un genio como yo estoy dando por hecho que es una célebre mediocridad. Así pues, me veo en la obligación de argumentar. Annie Hall me parece una película horrible al menos por dos razones, centradas: a) en los personajes, y b) en la realización. (Por no hablar de lo narrado, de la historia ni de las anécdotas).

En lo que a los personajes respecta puedo decir que sólo he visto un ego y una caricatura. El ego es el del protagonista principal, preocupado siempre por su psicoanalista, sus gracias, sus orígenes, sus complejos, sus ligues, sus medicamentos, su... He de decir que a mí no me interesaría una película que tratara de si a mi vecina le sale bien o mal la comida, de si el novio la quiere o no la quiere, de si le gusta el café fuerte o flojo, etc. Lo mismo me pasa con Woody Allen, no me interesan sus problemas personales, sus neurastenias, su relación con el judaísmo, ni sus langostas. La caricatura se refiere a la chica, interpretada por una mujer que en este caso no muestra ninguna cualidad de actriz. Sólo sabemos de ella, como ya hemos dicho, que viste con cuello y corbata y que se coloca constantemente los puños en la cintura. Poca cosa para considerarla un personaje.

En lo que respecta a la realización, no se puede decir que Woody Allen sea un estilista ni que le preocupen las imágenes ni su concatenación. Opta por el camino fácil de hacer una especie de telefilme plano, sin sombras ni resplandores, sin composición ni montaje; las caras están siempre a la misma distancia y las vemos con la misma iluminación. No alberga una pizca de la belleza de la Tierra, ni de la grandeza o la miseria de la gente. En Annie Hall no hay montañas ni ríos ni mar, ni personas ni multitudes, ni luces y sombras, ni un encuadre del que podamos admirar su belleza; las cosas se ven siempre desde la misma perspectiva, a través de un ojo neutro, semicerrado, de una aburrida claridad.

AMELIE - A3

Al comienzo, cuando Amelie es aún una niña, su madre muere accidentalmente. Sería para llorar. El accidente consiste en que sobre ella cae una turista, desde lo alto de Nôtre-Dame. La escena está narrada a base de planos cortos, coloristas y luminosos. Es para sonreír. La película sigue con una sucesión de contratiempos e inconvenientes presentados bajo una dulce apariencia.

Los personajes no son seres felices pero tampoco son tan infelices como para que nos hagan llorar. Amelie es una joven desposeída que trabaja como camarera y que no obstante es sensible al discreto encanto de las cosas; por otra parte están un padre poco comunicativo, la dueña de la cafetería --la cual recuerda y bebe--, una estanquera hipocondríaca, un escritor fracasado, un novio celosísimo, un ventero desconsiderado, una vecina predestinada al llanto, un vecino misántropo... Todos tienen algún problema o algún defecto pero ninguno piensa en suicidarse.

La noche del 30 de agosto de 1997 se produce un acontecimiento crucial: Amelie descubre “un tesoro”, una cajita oxidada que perteneció a un tal Bredoteau, perdón, Bretodeau. Entonces pone todo su empeño en devolverlo y tal vez en encontrar el amor. Pero Bretodeau, perdón, Bredoteau resulta ser un triste cincuentón al que le gusta el pollo asado y que no ha hablado con su hijo desde hace mucho tiempo. Amelie lo olvida y se fija en un muchacho que colecciona fotografías de carnets desechadas y rotas, y que ha coleccionado, en otros momentos de su vida, sonrisas y huellas en el cemento fresco. Como ella tiene buen corazón y se ha hecho con las fotografías, se empeñará en devolvérselas al dueño y encontrar el amor.

Es posible que la original dulzura que emana de la película de Jean-Pierre Jeunet esté relacionada con el hecho de que los constantes contratiempos estén mostrados en un estilo ligero, indiferente, a base de muchos planos cortos y sin tensión, del mismo nivel expresivo, sin que ninguno tenga la duración ni la densidad de los clásicos. Al final Bretodeau invita a comer a su hijo, el padre de Amelie sale de casa con las maletas en la mano, ésta encuentra a su amor y los espectadores brindamos con champán.