domingo, 27 de febrero de 2011

ESTRELLAS EN MI CORONA (J. Tourneur, 1950) – A 4’5

De este preciso y pulcro director se recuerdan especialmente las películas de terror que realizó para Val Lewton, tales como La mujer pantera, El hombre leopardo y Yo anduve con un zombie. (He de reconocer que la primera de las citadas ejerce sobre mí cierta fascinación, sobre todo en los momentos en que logra ponerme nervioso con la nada). También se recuerdan algunas muestras de cine negro, como Retorno al pasado y Al caer la noche. Yo prefiero Círculo de peligro (cine negro político), Cita en Honduras (aventuras reflexivas) y, sobre todas, la que suscita este comentario.

Dentro del amplio género que podríamos denominar drama, hay un subgénero muy interesante constituido por películas que abordan conflictos que atañen a una pequeña o mediana comunidad. He leído en algún lugar que podría denominarse género “americana”, en el que se incluyen, en primer lugar, El sol siempre brilla en Kentucky, una extraordinaria película de John Ford, Cuento de aldea, una irregular aportación de John Cromwell, La comedia humana (C. Brown), etc.

Estrellas de mi corona empieza con dos elementos muy atractivos en la narración cinematográfica: una voz que rememora un tiempo pasado, cuando el que habla en off era pequeño, y un hombre que llega a un lugar. El que habla es John Kenyon (Don Stockwell), que era un niño de unos diez o doce años cuando suceden los hechos que se cuentan. El que llega es Josiah Grey (Joel McCrea), un predicador que sabe usar las armas.

La historia gira en torno a dos conflictos y un a drama. No hay ningún crimen, aunque casi llega a haber uno, ni una pasión extrema aunque sí un sólido amor y una intensa ruindad. Los conflictos se refieren: a) al empeño que pone un blanco rico y racista por hacerse con las tierras de un negro pobre, libre y reflexivo, y b) al que se desencadena entre el pastor y el médico, es decir, entre la religión y la ciencia. El drama se produce cuando en la pequeña ciudad se desata una epidemia de tifus.

La historia se remonta a antes de que naciera el narrador, al día en que el Pastor llegó a Walesburg, en años inmediatamente posteriores a la Guerra de Secesión. Ya desde el comienzo la película tiene cierto aire fordiano. Cuando el Pastor llega, entra en el saloon, para dar el primer sermón en el lugar en que supone que están los hombres. Todos se ríen. Saca las armas y le escuchan. Entonces ve cómo uno de los parroquianos, con una jarra de cerveza en la mano, camina de puntillas hacia la puerta. Al ver que el Pastor lo mira se paraliza, hipa y retrocede.

Al igual que el pastor, el joven médico llega al lugar al comenzar la película. Los dos se enamoran, uno de Harriet, la tía del narrador, y el otro de la maestra. Los dos atienden a los miembros de la comunidad. Un hecho los separa: mientras uno se ocupa de las almas el otro ha de sanar el cuerpo, por lo que no es de extrañar que entre ellos haya permanentes conflictos.

Después del pastor y la tía Harriet, del médico y la maestra, conocemos a “el tío” Famous Prill y su perra. Poco después conoceremos a Jed Isbell, granjero de origen sueco, gran amigo del pastor, aunque no es creyente, desde que combatieron juntos en la guerra. Tiene seis hijos sanos, alborotadores y rubios. Vive por y para su granja pero siempre está dispuesto a hacer algo por los demás, bien sea un pastel para Harriett o una sopa para el viejo doctor; incluso está dispuesto a defender a tío Famous, con la armas si fuera preciso.

Es estupenda la claridad con que son presentados los personajes y los conflictos. Y es que esta película de Tourneur fluye plácidamente, como el río que baña a la pequeña ciudad. Claro que el río, después de los remansos, tiene unas turbulencias; así, esta sencilla y luminosa película tiene sus momentos oscuros. Podríamos decir que contiene en igual proporción momentos de placidez y serios inconvenientes, debidos principalmente a Lon Backett, el tendero que hace todo lo posible por apropiarse de unas tierras.

Cuando allá por el minutos ocho el niño va a pescar con Tío Famous, hay tres planos magníficos de corta duración. Los señalo, así como la continuación, porque creo que dirán algo de la precisión y el tono fordiano de la película y de la constante y sutil alternancia de alegría y desgracia. El niño se inclina sobre el río apoyándose en un leño en el que hay una rana. El animal salta antes de que el muchacho lo coja y éste, desilusionado, le tira agua al perro que miraba la operación. El perro va hasta donde el dueño pesca y dormita, y se sacude el agua, despertándolo y mojándole las ropas; el tío Famous abre los ojos y dice: “Chico, tienes que concentrarte”. En medio de la placidez de la pesca llega el Sr. Backett, el cual le habla a Famous de la veta de mica que está en sus tierras, por la que llega a ofrecerle una regular cantidad de dinero. “Tengo este pantalón que llevo puesto, un traje para los domingos, puedo comer tres veces al día y dormir en mi cama. ¿Para qué quiero dieciséis dólares?”, le contesta Famous.

Luego hay otra secuencia organizada de modo análogo. Están tan contentos el joven John Kenyon y el más pequeño de los Isbell, pescando, contemplando el cielo y hablando de sus cosas, cuando ven cómo unos hombres a caballo destrozan las cercas y los sembrados y queman las tierras del tío Famous, y le esparcen la harina en la tierra, y disparan para asustar a las gallinas y los cerdos. Todo en esta película está estupendamente concatenado. “Fluye con lógica”, podríamos decir. Cada secuencia da paso de “forma natural” a la siguiente, la cual contiene algo que no sabíamos hasta entonces, la cual añade un dato nuevo a esta historia de comprensión y odio. Eso quiere decir que es obra de un guionista cuidadoso, de un director con talento y de otros cuantos hacedores –el productor que reunió al grupo, el cámara que fotografió adecuadamente, el compositor que hizo la música que remarca los sentimientos pero que nunca aparece en primer plano, apabullando como un ruido.

La canción que da título al film habla de una ciudad de oro en el más allá, donde regalan estrellas para la corona siempre que se hayan hecho buenas obras. “Ahora sé que hay una ciudad de oro aquí mismo, la ciudad de nuestra juventud”, dice la voz en off. El Paraíso está en las tierras en que abrimos los ojos al mundo, aunque las historias que se vivan contengan dramas y desacuerdos. En este sentido Estrellas de mi corona tiene un punto en común con Qué verde era mi valle. Las cosas que se cuentan no eran como son las ahora, tampoco como realmente fueron sino como permanecen en el recuerdo de un muchacho que, durante el crecimiento, observa cómo es la vida y que por eso va haciéndose mayor.

Podríamos aludir a decenas de estupendos detalles, pero no podemos señalarlo todo. No podemos detenernos con la llegada a Wansburg del circo del Profesor Jones, ilusionista e hipnotizador; ni podemos señalar que es durante el regocijante espectáculo cuando el muchacho se siente mal debido a las fiebres. No podemos hablar de cómo durante la epidemia se recrudecen las desavenencias entre el médico y el pastor. No podemos hablar de… Pero no podemos olvidarnos de una de las últimas secuencias, cuando, dispuesto a todo, Backett, con su horda del KKK, va a por el tío Famous y sus tierras. Llegan con antorchas y disfraces. El pastor está presente. Los Isbell vigilan. El muchacho interviene y le suplica al pastor que no deje que ahorquen o quemen a Tío Famous. Los del KKK no se apiadan, siguen dispuestos a quemar lo que sea, incluyendo al hombre. Entonces el Pastor lee el supuesto testamento del Tío Famous:
No ha ahorrado mucho en la vida pero las cosas que tiene quiere que vayan a sus amigos. La casa se la deja a uno de los presentes porque su padre le dio la libertad; que sus cañas de pescar sean para otro de los que iban a asesinarlo, en recuerdo de que cuando era niño le enseñó a pesar percas doradas… La mica de la finca se la dona al Sr. Lon Backett, pues la quiere con desesperación… En vista de lo cual los encapuchados renuncian al linchamiento.

La primera vez que vi Estrellas de mi corona me pareció una película interesante, sin más. Como algo quedó resonando en mi mente --una secuencia especial, una frase oportuna, un carácter bien perfilado— enseguida decidí verla una segunda vez; entonces me di cuenta de que era una película estupenda. Cuando la vi por tercera vez pensé que era memorable. No le sobra ni le falta nada, cuenta una historia a través de la que conocemos mejor el mundo y a las personas, y toda ella está realizada a base de secuencias precisas y sensibles.

lunes, 7 de febrero de 2011

ORGULLO Y PREJUICIO (J. Wright, 2005) – A4

Después de George Eliot, Jane Austen es la escritora inglesa que más me gusta. La primera no ha sido muy visitada por las imágenes, aunque sé que existe una serie británica en torno a Middlemarch. Creo que se ha llevado al cine un extraordinario relato titulado Silas Marner, pero no tengo constancia del hecho. Jane Austen, en cambio, ha sido mimada por las cámaras. Emma, Sentido y sensibilidad, Persuasión, y Orgullo y prejuicio han sido llevadas al cine. Creo que incluso hay una cinta olvidable titulada Jane Austen recuerda y aun otra, no tan olvidable, La joven Jane Austen.

Tomando como base Pride and Prejudice hay una aceptable cinta de 1940 dirigida por R. Z. Leonard y titulada en España Más fuerte que el orgullo. A mí me gusta más ésta que comentamos, aunque no sea sino por el esplendor de sus imágenes, sobre todo cuando se ve en Blu-ray y en VOS. Las casas, los palacios, los jardines, los bosques, el mobiliario, los platos y las copas, los vestidos… Todo es hermoso y nítido. Todo es algo más nítido y hermoso que en la realidad. Uno tiene la tentación de quedarse embelesado mirando estas cosas, sin prestarle a la historia la atención debida.

El comienzo es estupendo. Una joven –luego sabremos que se trata de ella, de Elizabeth, como no podía ser menos a juzgar por el libro-- pasea por un jardín mientras lee. Pasa por un estanque con patos y por un patio con ropa tendida, y entra en la casa. Dentro está el resto de la familia. Una hermana toca el piano, otra arregla su ropa y otras dos juguetean entre sí. La madre habla y habla mientras el padre escucha. No estamos en un palacio sino en una casa grande aunque modesta y un tanto vulgar, tal como muestra el plano general con el que acaba la secuencia.

En la siguiente se nos presenta a él, a Darcy, con análogo acierto. Llega con un amigo a un palacete cuando el baile ya ha comenzado. Todos los que ocupan el salón los miran. Muchas los reverencian. La Sra. Bennet se apresura a presentar a sus hijas. Al cabo de un momento, le pregunta Elizabeth: “¿Baila usted, Sr. Darcy?”. “No, si puedo evitarlo”, contesta él. Nace así la primera antipatía mutua. Se ve que él es orgulloso y desagradable.

Ese carácter suyo, junto a unos equívocos difundidos por un caballerete metido a militar y a los dictados de Lady Catherine, consiguen que la antipatía inicial, convertida pronto en interés, desemboque en una distancia aparentemente insalvable.

La Sra. Bennet, una mujer vulgar y entrometida, tiene una preocupación prioritaria. Mientras el marido lee y se aleja del mundo, ella debe buscarles novio a sus cinco hijas. Si no se casan, en el futuro lo pasarán mal, pues ni siquiera heredarán la casa en que viven –estamos en Inglaterra, en los primeros años del siglo XIX--. Cuatro de dichas hijas se acomodan a las convenciones de la época y a las relaciones sentimentales que les salen al paso, aunque una de dichas relaciones venga primero envuelta en lágrimas y otra esté próxima al escándalo.

Cuatro de las hijas se acomodan, repetimos, pero no Elizabeth, la más inteligente y orgullosa de las Bennet. Ahora bien, para orgullo el del joven en quien fija sus ojos; para orgullo el de él (por los menos desde los prejuicios de Elizabetth), el del serio, culto, noble y rico Darcy de Pemberley, , lo que propicia, junto a los equívocos de que hemos hablado, varios momentos en los que están a punto de besarse o de separarse para siempre. Así, entre enamoramientos, palacios, bailes, música, lágrimas, inconvenientes y verdes praderas transcurre la historia, hasta que triunfan tres amores.

Pienso que Joe Wright ha utilizado un adecuado rasgo de estilo: nunca subraya las intenciones ni los hechos. Un ejemplo. Cerca del final, poco antes de que todo se arregle y Darcy vaya a hablar de la boda con el padre de Elizabeth, los dos pasean por separado en la penumbra de la campiña inglesa. Se ven. Van al encuentro el uno del otro. Se comunican que no podían dormir. Cada uno de ellos reconoce “sus culpas”. Se miran con amor y esperanza. Él le dice que la ama y que nada los separará. Podríamos esperar que cada uno de ellos se arroje con ardor en los brazos del otro. En lugar de esa obviedad, Elizabeth se acerca, le toma las manos a Darcy, se las besa y le dice que las tiene frías. La secuencia acaba con una imagen en la que los dos unen sus frentes.

Hay que añadir que los actores y las actrices están más que bien. El tranquilo y solitario padre está perfecto, la vulgar y entrometida madre así como las diversas hermanas están perfectas; Keira Knightley como Elizabeth Bennet está bien, Matthew Macfaadyen como el Sr. de Pemberley está más que bien, así como Judi Dench, en el papel de la engreída y antipática Lady Catherine, tía de Darcy y generala de la familia. Por otro lado, tengo la impresión de que la película tiene un espíritu próximo al de la novela de Jane Austen, aunque se dejen fuera algunos personajes y algunos episodios --no podría ser de otra forma--. Si exceptuamos la ironía, un aspecto que abunda en el libro, la película es una estupenda y entrañable recreación de una magnífica obra literaria.

EL ACORAZADO POTEMKIN (S. M. Eisenstein, 1925) – A’5

El ruso soviético Sergei M. Eisenstein contribuyó notablemente al lenguaje cinematográfico, aspecto del que nos ha dejado varios textos. Llevó hasta sus últimas consecuencias el montaje de atracciones, a través del cual no sólo mostraba sucesos sino que inducía en la mente del espectador ideas que iban más allá de lo visible. Hizo películas memorables, entre las que podemos citar El acorazado Potenkin, Octubre y Alexander Nevski, cada una de ellas con alguna secuencia de las que no se olvidan porque nunca más se han realizado otros igual de intensas.

Cuando en Octubre las tropas gubernamentales disparan sobre los manifestantes y éstos huyen despavoridos, comienza a elevarse un puente, para cortarles la retirada. Al mismo tiempo, un caballo blanco resbala, cae y queda enganchado, con la cabeza boca abajo, momio, muerto. Mientras el puente se eleva y los manifestantes huyen como pueden, varias tomas del caballo se intercalan entre las imágenes de la desbandada. Finalmente, el cadáver del animal cae en las aguas. A través de esas patéticas imágenes --tan potentes como El Guernica de Picasso-- se nos dice que, al acabar con el pujante animal, las tropas gubernamentales convierten en guiñapos a unos seres humanos hermosos y vitales.

La batalla de Alexander Nevski es la más solemne y grave de las que se han filmado. Se trata de un vasto y sobrecogedor lienzo en el que se alternan la espera, la tensión, el heroísmo y la crueldad. En las primeras tomas se nos muestran el vasto cielo y unas nubes muy blancas, y pequeñas siluetas de unos ejércitos; pensamos entonces que los hombres son poca cosa comparados con la inmensidad de la Tierra. Luego la franja enemiga avanza, se agranda y descompone. Se suceden primeros planos de caballos, estandartes, lanzas, gorros guerreros, formas agresivas... Los pequeños humanos pueden verse involucrados en momentos solemnes, definitivos para la historia.

El acorazado Potemkin da cuenta de un hecho acaecido en 1905, más de una década antes de que los soviets se hicieran con el poder: los marinos del Potenkin se amotinan cuando la oficialidad pretende fusilar a unos hombres que se niegan a comer carne agusanada. Hechos con el mando del barco, los marinos se dirigen a Odessa, donde los habitantes rezan a los muertos y los reciben con vítores. Las tropas del Zar acribillan a la multitud en la escalera de la ciudad. Al final, el Potenkin dispara sobre las tropas: simbólicamente, comienza la revolución.

La matanza en la escalera de Odessa es una de esas secuencias extraordinarias que hacen que El acorazado Potenkin haya sido considerada desde siempre como una de las más importantes películas de la historia. Tiene una honda expresividad y un intenso significado. Es una de las más terribles del cine. Consta de planos espectaculares de corta duración. Nunca se ha visto otra en la que se haya hecho uso del montaje con tanta maestría. Nos limitaremos a describirla.

Un plano muestra cómo una multitud baja por la amplia escalera de una ciudad. Le sigue otro plano con una fila de soldados vestidos de blanco, vistos de espalda, con los fusiles prestos. Y otro de tres personas que se agachan, intentando protegerse en un muro. Y otro en el que bajan por la escalera los manifestantes, entre los que se encuentran una madre y su hijo. Y otro en el que los fusiles descargan un humo pestilente y mortífero.

El niño cae. La madre continúa huyendo. En primer plano, el niño herido grita “¡Mamá!”; la película es muda y de ámbito no español, pero no cabe duda de lo que grita el niño. La madre se gira y grita a su vez. Hay un primer plano del niño en el que se le ve sangre en la cabeza. Le sigue otro en el que cae de bruces, al que le sigue otro en el que la madre se lleva las manos a la cabeza, en un gesto de desesperación.

En tres planos cortos y consecutivos, varios pares de botas pisan a los caídos, incluyendo al niño, el cual se gira y es pisoteado en el estómago. Vemos los ojos desesperados de la madre. Después de varios planos en los que la multitud huye despavorida, y mientras algunos caen muertos o heridos, la madre toma al niño, lo levanta y, con él en los brazos, camina hacia los soldados, a los que les muestra lo que han hecho con su hijo.

Los uniformados continúan avanzando. Tres mujeres caídas intentan levantarse. Un hombre con muletas huye como puede. Los fusiles disparan. La madre continúa subiendo, con el niño en los brazos. Los represores bajan, ordenados, marciales, impertérritos. La madre sigue subiendo por la escalera salpicada de muertos. “Mi niño está malherido”, suplica. Un oficial tiene el sable en alto. Lo baja. La madre cae muerta, con el niño encima.

“Los cosacos!”, grita la multitud. Mientras los soldados continúan bajando por la escalera con las armas prestas, los cosacos entran en acción, a caballo. Una mujer intenta huir, con su bebé en un carrito. Los soldados siguen bajando, los cosacos actúan. Primer plano de esta nueva madre. Se ven los disparos, el humo. La madre comienza a caer y abre la boca. Al caer del todo, toca el carrito de su bebé y éste comienza a deslizarse escaleras abajo. Los cosacos fustigan y matan a los manifestantes. El carrito con el bebé se desliza por las escaleras, entre heridos y muertos. Primerísimo plano de una mujer con gafas. Los sables y la fusilería rematan a los vivos. A la mujer con gafas le vacían un ojo.