miércoles, 17 de agosto de 2011

EL RÍO (J. Renoir, 1951) – A5

Con la aquiescencia de Alain Resnais, me apetece decir que Jean Renoir es el más importante director francés, el que ha hecho un mayor número de películas que pueden considerarse excelentes. Sólo John Ford, Akira Kurosawa, Roberto Rossellini y unos pocos más pueden mostrarnos tantas películas tan interesantes. Lo confirman, citándolas sin orden y señalando que algunas son de producción norteamericana, La fille de l’eau, Bajos fondos, Aguas pantanosas, Toni, La Marsellesa, Ésta es mi tierra (yo prefiero llamarla de esta forma y no Esta tierra es mía, porque creo que está más acorde con lo que es la película y para no confundirla con otra de Henry King), La bestia humana (años después Fritz Lang contó la misma historia en Deseos humanos), La carroza de oro, La golfa (años después Fritz Lang contó la misma historia en La mujer del cuadro)…

Creo que entre las que más me gustan puedo citar La gran ilusión, El hombre del sur, El testamento del Dr. Cordelier, La regla del juego y El río.

El testamento del Dr. Cordelier es la más libre y peculiar de las películas basadas en Dr. Jeckill y Mr. Hyde –junto con El profesor chiflado, de J. Lewis--. Empezando como si se tratara de una crónica de sucesos, nos habla de la profunda división en que puede sumergirse la psique del ser humano; por un lado, cuando se instala en la realidad, puede ser alguien serio y bondadoso, eminente incluso, mientras que, por otro, puede ser un monstruo ridículo cuando deja que afloren sus deseos más profundos.

Las reglas del juego es una dramática farsa que puede verse como un reflejo de una sociedad estúpida, más interesada en no aburrirse que en enfrentarse con los problemas, más interesada en pasar el rato –en fiestas, juegos amorosos o teatrales, etc. – que en abordar el presente o el futuro. Está compuesta por individuos sin valores, medio alocados, ricos o medio ricos inútiles y fracasados, a los que ni siquiera interesa la caza o los banquetes que organizan para pasar la vida. Los representantes de la misma son individuos procedentes de las clases altas –condes, nobles, artistas, héroes y militares, así como las mujeres que los acompañan-- y dedican la existencia, en un momento de crisis previo a una gran guerra, a reírse cuando alguien cuenta que un ascendiente de ellos le disparó a un hombre por equivocación y que éste murió tres días después, y que permanecen con una sonrisa en la boca, bebiendo, bailando y jugando a las cartas cuando ante sus ojos se produce un drama, cuando un marido supuestamente engañado persigue a su esposa con un revólver. En cuanto a los fieles criados… Son fiel reflejo de los señores.

Hay un instante en que una dama se entera de que su marido tiene una amante. Se siente entonces dolorida, no por el hecho en sí, sino por haber vivido durante tres años “sumergida en la mentira”. Auguste –personaje interpretado por Jean Renoir y aspirante él mismo a ser amante de la señora— le dice: “Ahora todo el mundo miente. Los folletos, los gobiernos, la radio, el cine, los periódicos... ¿Cómo pretendes que los particulares no mintamos?” Si podemos hacer una transposición y señalar que el juego estúpido del grupo es un reflejo de la sociedad y de las preocupaciones en 1939, también podríamos extrapolar para decir que es posible que en la actualidad ocurra algo parecido, en cuyo caso no nos quedaría más remedio que llorar en medio de la risa.

Si he elegido El río se debe a dos cuestiones: 1) porque es una joya, una obra de arte, un filme único, peculiar, no parecido a ningún otro; 2) porque me permite hacer dos digresiones que supongo pertinentes:

A) Muchas películas, preferentemente las norteamericanas actuales, de consumo semanal, pero no sólo ésas, pretenden impedir que el espectador piense, como si el principal papel de las imágenes, que pasan a la velocidad de un plano por segundo, fuese bloquear la razón o las conciencias. El río es una película tranquila, que da tiempo para la meditación, para pensar en otros mundos y en otras ideas, y que propone la mesura y la contemplación. B) Actualmente está de moda aplaudir el aspecto documental de ciertos filmes de ficción; hay quien considera que, por eso, algunas aburridas naderías son originales obras maestras, cuando el documental dentro de la ficción es algo casi tan antiguo como el cine. Lo demuestran Los proscritos (Victor Sjöström, Suecia, 1917), La montaña sagrada (Arnold Frank y Wilhem Pabst, Alemania, 1924), Tierra (Dovjenko, Rusia, 1930), Viking (Frissel y Meldford, 1934), etc. El río es uno de los antecedentes más gloriosos de lo que decimos, una película en la que junto a una sencilla historia se nos muestran diversos motivos de la realidad hindú, de tal modo que podemos decir que no es sólo una sencilla historia sino de la suma de la misma y de las costumbres y los rincones de la India, a los que hay que añadir el río y el fluir de la vida.

Como digo, la historia es sencilla: el Capitán John, un joven norteamericano mutilado de guerra, va a pasar unos días en la India con el primo John, el cual vive junto a una familia inglesa compuesta por el matrimonio, un hijo y cinco hijas, siendo una de ellas una adolescente. Tres muchachas se enamoran de él: Harriet, la narradora, hija de los ingleses, Mélanie, una muchacha mestiza, hija del primo John y de una hindú ya fallecida, y Valérie, hija de un rico vecino inglés. Mientras tanto, Bogey, el hijo varón del matrimonio, un niño de unos once años, muere, picado por una serpiente, a la que visitaba con frecuencia junto a Kanu, su amiguito hindú. Finalmente, John se va y la madre da a luz una nueva vida.

Pero eso no es todo. Hay que decir que arropados por la sencilla historia se abordan temas como el crecimiento, los primeros amores, la muerte, la relación entre personas de distinta raza... Hay que decir que, junto al amor, las adolescentes descubren el dolor y la renuncia. Hay que decir que Harriet también conoce la culpa y el renacimiento. Hay que decir que asistimos a la vida cotidiana y tranquila de una familia británica afincada en la India, concretamente en la región de Calcuta.
Hay que añadir que si lo dicho es importante no habla del tono de la película. Yo diría que ese tono es el de la serenidad y la ofrenda, al que contribuyen de manera esencial los perfectos encuadres y las digresiones visuales relacionadas con el aspecto documental del que hablaba antes. Unas imágenes tranquilas y hermosas, tomadas colocando la cámara en el mejor lugar posible, como suelen hacerlo los grandes directores, nos muestran las cosas, a las personas y algunos dones de la naturaleza.

De las digresiones de que hablo tenemos una buena muestra desde el comienzo. Éste podría ser la llegada del Capitán John. Lo hemos visto muchas veces en el cine: un forastero va a caballo hacia un poblado del Oeste, un policía llega a un lugar en el que se ha cometido un crimen o un periodista a otro en el que se ha producido un escándalo, un aventurero se dirige a tierras exóticas, un hombre desencantado alcanza altas montañas o bosques alejados de la civilización… Esta película, en la que es importante la llegada de un personaje al espacio en que se desarrollará la acción, comienza hablando de la India, no del capitán ni de la casa del matrimonio ingles. “En la India –dice la voz de Harriet--, en ocasiones especiales, las mujeres decoran el suelo de la casa con arroz, harina y agua”. Luego nos dice que va a hablar de su primer amor mientras vemos barcas, remeros, hombres preparando los aparejos… una especie de mini documental del gran río que nace en el Himalaya, fluye con parsimonia a través del barro y desemboca en la bahía de Bengala, así como de la gente que vive y muere en él.

Otra digresión estupenda está relacionada con el Diwali, la fiesta de las luces, la que celebra la llegada del invierno, caracterizada porque podemos ver miles de lamparitas consumiéndose por todas partes. Las mujeres las depositan con delicadeza en torno a los altares o a ciertos árboles, las transportan delicadamente en bandejas ad hoc, los niños deambulan con ellas por el mercado o las colocan sobre barquichuelas... Lo bueno de una digresión de este tipo es que está conectada con el transcurrir de la película, pues también la celebran en casa de los ingleses y será el día en que las tres muchachas conocen al Capitán. Por otro lado, todo eso aparece ante nosotros de “forma natural”, sin que Renoir opte por una interpretación, como si estuviéramos en la India y lo viéramos porque es así, no porque haya sido preparado.

A mitad de película hay otra maravillosa digresión visual. Mientras Bogey y Kanu juguetean con la serpiente, las muchachas continúan los acercamientos al Capitán John y éste da vueltas por los alrededores de la casa que lo ha acogido, volvemos a ver el río, las barcas que lo cruzan, a algunos pescadores, una boda, una danza e imágenes de la cotidianeidad del lugar.

El cuidadoso ojo de Renoir poseía una maravillosa sensibilidad para captar la realidad física de las personas, de los objetos y del medio en que se mueven unas y otros. A este respecto podríamos decir que son vívidos los árboles, las barcas, el mercado… los personajes y los actores que les dan vida. Una de las características que suele citarse al hablar del cine de Jean Renoir se refiere a éstos. Se ha dicho que en sus películas los actores se olvidan del envaramiento propio del oficio y las interpretaciones aparecen antes nuestros ojos como si fuesen sinceras. En el caso de El río esto es exacto, en parte porque prescindió en parte de profesionales. Las tres muchachas están interpretados por personas elegidas para la ocasión. Las vemos como si fueran gente normal desenvolviéndose normalmente. Es imposible no ver a un sencillo niño hindú en el amigo hindú de Bogey. El caso de Harriet es especial. La muchacha que la encarna consigue que durante hora y media se encuentre cerca de nosotros una joven vecina de catorce o quince años, dulce, sensata, razonable, agradable… una preciosidad.

“El río fluye, el mundo gira… El sol sigue al día; la noche, a las estrellas y la luna.”, escribió Harriet. Al invierno le sigue la primavera, con flores y cánticos. A la muerte de Bogey le sigue el nacimiento de otro niño. Jean Renoir había hecho bastantes películas antes que El río y realizará otras pocas después; en casi todas muestra, de forma vívida y hermosa, aspectos de alguna realidad y de las conductas humanas.

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