domingo, 27 de marzo de 2011

FRESAS SALVAJES (I. Bergman, 1957) – A5

Bergman es uno de los grandes, no porque todas sus películas sean magníficas, como sugieren sus exégetas, sino porque realizó siete u ocho que son obras de arte. Algunas otras, en cambio, creo que son insufribles. De entre las primeras yo destacaría Los comulgantes, Gritos y susurros, Persona, El séptimo sello…. y Fresas salvajes (“silvestres” sería preferible). De entre las segundas… No las cito, para no ofender. Bien, sí, sola una: Esas mujeres.

Ha realizado siempre un cine muy suyo, muy original, en el que aborda temas que le interesan, y que algunas veces no interesan a mucha gente. No obstante, por las obras de arte, por esas películas personales y maravillosas, habría que colocarlo en la cima, junto a Ford, Renoir, King, Resnais, Visconti, Rossellini, Buñuel, Ozu, Kurosawa... Lo que lo hace grande es que, abordando asuntos muy suyos, como ya se ha dicho, tiene capacidad para mostrarlos a través de personajes creíbles, objetivos, a través de personajes que no se mueven según los caprichos del director sino de acuerdo con sus personalidades; y por hacerlo a través de un ojo original, concentrado, a veces despiadado, a veces terrible.

En Fresas salvajes, una película perfecta, aborda relaciones interpersonales, la preocupación por la muerte, el paso del tiempo, la recapitulación acerca de una vida… Y lo hace a través de un personaje rico y complejo, maravillosamente interpretado por Viktor Sjöström, uno de los pioneros del cine sueco. El tiempo narrativo es muy simple, muy corto: un día, el que media entre un despertar y un acostarse, entre un sueño y el próximo sueño. Se trata del día señalado en que el profesor Isak Borg sale de su casa y se traslada en coche hasta la ciudad de Lund, donde lo nombran doctor "honoris causa".

En ese día especial, el profesor, un anciano de ochenta años, sueña y piensa y ve e imagina a través de tres o cuatro generaciones. Piensa en la muerte y en la juventud, sueña con un antiguo amor, habla con su nuera Marianne, recoge a unos jóvenes, ve a su muy anciana madre… De modo que ese día contiene un siglo, el que va desde los tiempos de su abuela hasta los tiempos de su hijo, o tal vez hasta los tiempos del futuro hijo de su hijo.

En ese tiempo, en ese día o en ese siglo que media entre dos sueños, el doctor recapitula sobre su existencia, sobre el papel que ha jugado en su relación con otras personas. Y se da cuenta de que si bien lo ha dado todo a la comunidad, y si bien es verdad que ésta se lo reconoce nombrándolo doctor honoris causa y no cobrándole la gasolina, no puede decir lo mismo de su vida privada. En ésta, tal como le reprocha Marianne, no deja de ser un viejo egoísta, centrado en sí mismo, incapaz de perdonarle una deuda al hijo, aunque comienza a dudar durante el viaje de su rígido código moral, que es como decir de toda su vida.

Al final del día, Bergman, y nosotros con él, comenzamos a sentir cariño por ese ser egoísta al que podemos admirar. El gran director sueco lo indica cuando muestra a los padres del profesor Borg tal como él los ve a los diez o a los ochenta años: seres jóvenes, alegres y luminosos. Y cuando muestra el homenaje de despedida que le tributan los jóvenes que ha recogido en autostop. Y cuando Sara, la joven que se llama como la amada de su juventud, le señala que volverá a verlo. Y cuando su nuera, la misma que le ha dicho cuatro amargas verdades, se acerca a la cama en la que el profesor va a dormir y le dice que lo quiere.

CASI UN ÁNGEL (H. Koster, 1941) - B4

Hay actores que, por el hecho de encarnar un personaje prototípico, constituyen todo un género. Así, hablamos de melodramas, westerns, comedias, películas de Jerry Lewis… Algo parecido podría decirse de Deanne Durbin. Entre que cantaba, que casi siempre era una soltera joven e inteligente, y en ocasiones algo listilla, sus películas fueron famosas y no son desdeñables, aunque ninguna llegue a la cumbre.

Casi un ángel (It started with Eve) es debida a Henry Koster, un director que nos legó, aparte de dos famosos péplums religiosos, comedias de elegante factura, como Tres diablillos, El inspector general y Mr. Belvedere llama a la puerta, así como una película única e inclasificable titulada Navajo. Podemos decir que no fue un director de primera fila pero sí un hombre de cine por el que debemos sentir curiosidad, pues el conjunto de su filmografía es en verdad curioso.

En la que suscita este comentario, la historia comienza con varias personas preocupadas por la inminente muerte de un hombre famoso y muy rico, Jonathan Reynolds, interpretado por Charles Laughton, el cual, como es lógico, está más que bien. Varias personas rezan para se muera de una vez, entre ellos el director del New York Press, periódico en el que ya han escrito la esquela y el panegírico. “Se morirá para mí, no para el Herald”, dice. También esperan esa muerte dos hombres serios y enlutados, encargados de tomarle la mascarilla mortuoria destinada a un museo. Llega Johnny (Robert Cummings), su hijo, que estaba de vacaciones con su prometida.

Antes de morir, Reynolds quiere conocer a la que va a ser su nuera, y le impone al hijo que vaya a buscarla. Éste va al hotel en que se hospeda su prometida y, como no la encuentra, le propone a una chica del guardarropa llamada Anne Terry que la suplante. Todo con tal de que el padre pueda conocerla… y morir tranquilo… si es que el hijo, por una vez en la vida, ha elegido bien. Empiezan las dificultades, los enredos, las gracias, una vez que a Jonathan Reynolds le encanta la supuesta prometida, a la que le quiere regalar inmediatamente las joyas de la familia, entre ellas un valiosísimo collar de diamantes.

Es tanta la simpatía que el moribundo siente por Anne, que está dispuesto a vivir con tal verla y oírla cantar. Está dispuesto a vivir y a desayunar chuletas y a quejarse de lo flaco que está y a fumar enormes puros y a bailar como un joven. Por supuesto que la verdadera prometida y su madre quedan estupefactas ante la falta de arrojo de Johnny, que no acaba de presentárselas al padre. Por supuesto que Anne (Deanne Durbin) se propone ser una cantante considerada y que canta algunas canciones con su estupenda voz. Por supuesto que el que enferma es el médico que cuida al Sr. Reynolds. Por supuesto que hay momentos sentimentales, de los que en lugar de hacernos reír están a punto de hacernos llorar, como cuando Anne decide abandonar Nueva York y regresar a Shelbyville (Ohio), aunque para ello tengo que renunciar a la música. Y por supuesto que… que el Sr. Reynolds finalmente podrá morir tranquilo.

Había dicho que Charles Laughton está más que bien, Deanne Durbin actúa y canta como los ángeles, Robert Cumming no desmerece. Cada secuencia tiene gracia, los diálogos son chispeantes e ingeniosos, el ritmo es perfecto… Todo lo cual contribuye a que Casi un ángel sea una maravilla que si no nos muestra cómo son las personas y el mundo, sí que nos alegra la vida y nos hace pasar hora y media agradable.