viernes, 25 de mayo de 2012

SE NECESITA CHICO (A. Mercero, 1963) – B3


Las ingeniosas películas de Jacques Tati funcionan como un mecanismo en el que se ajustan a la perfección los elementos que las componen: los ruidos y la música, los movimientos y los gestos de los personajes, la colocación de los objetos, etc. Tienen poco diálogo y las gracias vienen sugeridas a través de los elementos que señalamos, administrados minuciosamente.
            Uno de los pocos discípulos de Tati es Pierre Etaix, un hombre de cine, teatro y circo que tuvo poca suerte con el Séptimo Arte. Y es una pena, porque Le soupirant (1962) no desmerece de las del maestro, de entre las que yo destacaría Las vacaciones de Monsieur Hulot (1953) y Mi tío (1958).

También es una pena que Antonio Mercero no haya seguido por ese camino. Su primera película, Se necesita chico, consta de una sucesión de suaves azares que tuercen los acontecimientos provocando una leve sonrisa, al modo de Tati y de Etaix, y es tan simpática como alguna de los directores citados.
            En principio nos interesa resaltar la pertinencia de los ruidos y gestos. Nada más empezar vemos un cartel en una floristería con el título de la película y poco después a una mujer que hace unos graciosos movimientos en la acera, como si mirara algo que espera encontrar, mientras oímos unos silbidos que llaman la atención sobre lo que está buscando, y que se vuelven rítmicos cuando ella se aleja sin encontrar nada; luego aparece un ciego en sentido contrario que sí encuentra lo que parece ser una moneda que se le ha caído a la mujer. Hay que oír los sonidos que acompañan a un muchacho que pasa por delante de la floristería, a la llegada de la dueña, a unos hombres, etc., sin que la cámara cambie de ubicación. No es que sea un gran descubrimiento pero es ingenioso y exacto; la película casi no ha empezado y ya nos damos cuenta de que ha sido hecha con intención.

Después de los títulos de crédito, el chico y su madre aparecen en la calle. Mientras ella le dice que ha de hacerse un hombre, que ahora que no vive su padre hay que ponerse a trabajar… el chico saca la lengua, silba, ladea el cuello, camina a saltitos, le da patadas a una lata… La banda sonora nos indica que todo ese discurso le entra por un oído y le sale por el otro.

Un poco después madre e hijo entran en una boca de metro. La cámara se queda allí a regular distancia. Luego, en el momento más inesperado, aparece el chico, le da una patada a una lata y vuelve a entrar. Todo es así, ingenioso y suave. La visión se convierte en una delicia. Cuando llegan a la floristería en que la madre quiere colocarlo, tiene lugar un diálogo musical entre la madre y la dueña, por el que deducimos que sí, que el muchacho es adecuado para cubrir la plaza a que alude “Se necesita chico”.

Luego la película se estructura en torno a los diversos cometidos que le encargan: llevar, sucesivamente, un ramo de novia, una corona mortuoria y otro ramo para una estrella del cine y la canción. No es necesario decir que el chico no cumple a la perfección ninguno de los cometidos.

Ahí va el chico a hacerse un hombre. Sale de la floristería con su nuevo uniforme y un ramo de flores, silba, se contonea con una mano en el bolsillo o balanceándola como un militar, pasa por debajo de una escalera (mal asunto), cae al tropezar con alguien que sale de una tienda, entra en el metro al compás de una música ritmada, etc. Baja por escaleras pobladísimas con el ramo en alto, lo estrujan en un vagón mientras redoblan unos tambores, camina detrás de un espejo y silva con arrogancia al ver lo guapo que está con su uniforme de muchos botones.

Ni que decir tiene que no lleva el ramo al sitio adecuado a la hora prevista. La novia ya ha salido para la iglesia. Durante la ceremonia tiene lugar uno de los mejores momentos. Lo que pasa no se pueden contar, hay que verlo. Todo es inesperado y simpático. Los gestos, las actitudes de los novios, del chico y de los invitados, del cura y del monaguillo, los equívocos, las pillerías… ¡Y los avatares del ramo y del gorro!

Luego, como se ha dicho, ha de llevar una corona mortuoria. Claro que, como se le ponen delante magníficos espectáculos cotidianos, el chico no puede resistirse y los contempla y goza con ellos. Resulta que un hombre está ahogándose, observado por más de cien personas, y al chico “no le queda más remedio” que contemplar también. Un violinista ameniza el momento con una música adecuada. El chico lanza la corona, a modo de salvavidas. Naturalmente, el hombre no de ahoga, en ese caso estaríamos antes un drama y estamos ante una comedia.

Recoge la corona estropeada y, al ir a donde ha de llevarla, la suelta un momento para arreglarse los zapatos. Como la calle es pendiente, la corona rueda en busca del entierro no sin antes perseguir a un soldado que pasaba por allí. Ahora viene el drama, un toque de negrura: otro muchacho corre desesperado y solo en dirección al ataúd, gritando a pleno pulmón: “Papá, papá, llévame contigo”. Mas el drama y la negrura no deben ser intensos porque luego sabremos que este muchacho no se dirige al muerto sino al conductor del coche mortuorio.

Etcétera.

Cuando por fin llega a la floristería al final de la jornada, se encuentra con la cara larga de la dueña. Entra y se quita el uniforme. Llega la madre, pregunta por el hijo, la dueña le habla y la madre queda estupefacta. A través de una música grave y nostálgica, mira el uniforme manchado. El chico se pone su verdadera chaqueta. Así acaba el día y el empleo. Al final, en la misma puerta del principio podemos ver el mismo cartel: “Se necesita chico”.

La vida continúa. Mientras tanto hemos asistido a casi hora y media de buen gusto, sonrisas e ingenio.

jueves, 17 de mayo de 2012

DESFILE DE PASCUA (Ch. Walters, 1948) – B3


              Los camareros del cine aparecen sólo un instante pero  muchas veces éste es inolvidable. Blake Edwards lo sabe muy bien. ¿Quién no recuerda al de ¿Víctor o Victoria? ¿Y a uno de los que aparecen en El guateque? Desfile de Pascua no es una película muy renombrada aunque sí suficientemente nombrada, pues se trata de un musical en el que el protagonista baila en una juguetería; además, en ella habla un camarero que además de inolvidable es “filósofo”. 

             Contiene una secuencia que no se graba en la memoria por la complejidad de los planteamientos ni por la insólita hermosura de la imagen ni por la sutil realización, ni siquiera por los aéreos pasos de Fred Astaire. Lo que la hace inolvidable es la gracia de la situación, la chispa del diálogo.  El protagonista, al que acaba de abandonar su pareja --de baile y tal vez de algo más--, está en  la barra y habla con el camarero. Le pregunta: “¿Tienes algo que me haga olvidar?”.  “¿Cómo es ella?”, replica el camarero. Fred Astaire le dice que muy guapa. El camarero le llena el vaso.

             Refiriéndose a ella, el chico de la película le dice al camarero: “Dice que no quiere ir a Chicago”. El camarero le replica: “Se va más deprisa viajando solo”. El chico: “Apuesto a que sabes mucho de mujeres”. El camarero: “Naturalmente, llevo soltero todo la vida”. Llega el amigo del chico, con cara de disgusto. El camarero le pregunta: “¿Qué le sirvo, rubia o morena?”.  El chico le dice al amigo que puede lograr que una cualquiera de las chicas que bailan y cantan en el bar llegue a ser tan buena como Nadine, la mujer que lo ha abandonado. El amigo lo duda.

             El chico le da su tarjeta a la que luego será la chica, nada menos que Judy Garland, le dice que le pagará diez veces más de lo que cobra y que vaya a verlo al día siguiente. La secuencia finaliza con una canción. Poco antes hay otra intervención del camarero. Fred Astaire pregunta: “¿La necesito?”. El camarero le contesta: “Nadie es una isla, cada hombre es parte del continente, parte importante”.

martes, 8 de mayo de 2012

DESAPARECIDO (C. Costa-Gavras, 1982) – A4


             Hay unas cuantas películas que muestran la situación de un país en una época conflictiva o desgraciada. Peter Weir mostró la Indonesia de Sukarno en El año que vivimos peligrosamente, Roger Spottiswoode la Nicaragua de Somoza en  Bajo el fuego, John Boorman los excesos de la dictadura militar birmana en Más allá de Rangún... Una gran película de este tipo es Desaparecido, de Constantin Costa-Gavras, un director que ha hecho verdaderas joyas del cine de denuncia política, entre las que se encuentran Z y La caja de música, por citar dos realizadas en países distintos y con varios décadas de distancia.

             Desaparecido cuenta la verdadera desaparición de Charles, un joven norteamericano, durante los primeros días del Golpe de Pinochet, así como las tribulaciones del padre, Ed Horman,  cuando decide ir a Chile a buscarlo. Como todo lo que se nos cuenta es cierto, nos acongojan intensamente tanto el estado de indefensión en que se halla la joven esposa como la situación que se vive en las calles o el estado de terror en que se encuentran los ciudadanos.

             El comienzo es perfecto. Vemos lo absurdo de aquella violencia, la iniquidad de aquel estado de sitio, en el que las personas pueden seguir viviendo o ser asesinadas dependiendo de que puedan o no puedan coger la guagua a la hora prevista.  Luego, cuando llega el padre en busca del hijo, la película se estructura en torno a las indagaciones que ha de hacer Ed por su cuenta, una vez que comprende que en la Embajada no lo van a ayudar y que su nuera no es tan inconsciente como él creía. “Si se hubiera quedado donde estaba, nada de esto hubiera ocurrido”, había dicho antes.

             Ed comprende que debe indagar por su cuenta –en el Estadio Nacional, en los hospitales, en las morgues,  preguntando a  las  personas que lo vieron por última vez--. Pasa por estados de indefensión y de desesperación hasta que se da cuenta de que a su hijo lo “desaparecieron” sólo porque preguntó, que lo mataron los chilenos de Pinochet, con la aprobación norteamericana, sólo porque era algo fisgón, porque una vez en Viña del Mar unos tipos supusieron que él supuso la verdad: que los norteamericanos estaban implicados en el Golpe. “¿En qué mundo vivimos?”, se pregunta entonces.

             Al final, cuando regresa a su país llevando consigo a su nuera, después de que en la Embajada le prometan que le enviarán el cadáver, le dice a uno que va a demandar a once funcionarios norteamericanos, entre ellos a Henry Kissinger. “Ése es su privilegio”, le contesta aquél. “No, ése es mi derecho”, replica Ed Horman.

lunes, 12 de marzo de 2012

TRES CAMARADAS (F. Borzage, 1938) – A 4’5

Viendo, por este orden, Adiós a las armas (1932) ¿Y ahora qué? (1934), Tres camaradas (1938) y Tormenta mortal (1940) extraña que Frank Borzage, un norteamericano nacido en Utah en 1893, se ocupara en sus películas, reiteradamente, de la situación moral y política de Europa y más concretamente de Alemania, tomando en ocasiones como base libros de Rainer María Remarque o Hans Fallada. La extrañeza queda paliada en parte cuando nos enteramos de que su madre era suizo-alemana y su padre italiano.

De las citadas, me interesan especialmente Tres camaradas y Tormenta mortal, películas con más de un punto en común. Las dos, como hemos dicho, se ocupan de la situación moral y política de Alemania, poco después de finalizada la Primera Guerra Mundial o un poco antes de comenzar la Segunda. También podríamos decir que son historias sentimentales, en ambos casos con dificultades debido a la situación por la que atraviesa el país y por algún elemento individual, social o familiar que se opone a que sea fácil el camino que conduce al amor; triunfante en cualquier caso, aunque en uno de ellos acabe con una especie de liberación y en el otro acabe con la muerte.

Si finalmente he elegido "Tres camaradas", supongo que se debe a que desde siempre he sentido una especial predilección por esta película, mucho más que por "Adiós a las armas", por ejemplo; no obstante, he de añadir que Tormenta mortal es una película estupenda y que está a la misma altura que la elegida.

Lo primero que me gustaría destacar es que "Tres camaradas" no contiene escenas explosivas ni secuencias espectaculares, no contiene picados y contrapicados ni raudos movimientos de cámara… La historia fluye y se muestra de “modo natural”. Está realizada con precisión, tacto, delicadeza y autenticidad, de modo que uno no puede sino admirar el talento de quien así ha
operado. Tomemos como ejemplo el momento en que se conocen Erich (Robert Taylor) y Patricia (Margaret Sullavan).

Es el cumpleaños de Erich y sus amigos, Gottfried y Otto, le han regalado unas botellas de ron. Deciden ir al campo, a comer en una posada, pues se han dado cuenta de que la atmósfera política de la ciudad es cuando menos desagradable. Durante el camino entablan una carrera con otro coche. Cuando llegan a la posada, ésta y un pequeño molino quedan enmarcados por unos árboles en un plano hermoso, preludio del instante en que Pat se baja del coche y encuentra la mirada
de Erich. Así nace el amor. Poco después, en la misma secuencia, mientras comen, tendremos lo moral-político. El acompañante de Pat es de la opinión de que Alemania necesita orden y mano dura. Friedrich aboga por la razón y la paz. A punto están de llegar a las manos.

Eso en lo que respecta al modo en que se presentan los hechos. Lo mismo podría decirse de su estructura. Es de una espléndida sencillez. No hay alusiones a sueños ni a pesadillas. No hay saltos en el tiempo ni en el espacio. Sucede linealmente, en la misma ciudad y durante pocos años. Y sin embargo, todo es tan vívido, tan verdadero, que podemos extasiarnos contemplando cómo unos amigos y una enamorada toman unas copas en el bar de un personaje amigable, coleccionista de música coral, de la que tiene más de docientos discos.

"Tres camaradas" es una historia de amor y amistad. Y de dificultades. Pero tanto el amor como la
amistad están por encima de dichas dificultades. Pat y Erich vienen de mundos distintos y tienen diferentes perspectivas de futuro; no obstante, se amarán intensamente, ayudados por Otto y Gottfried. En cuanto a la amistad…

Los tres son distintos. Erich es joven e ingenuo y se define como alguien para el que no hay nada más grande ni más importante que Pat. Gottfried (Robert Young) es un idealista, un hombre que está dispuesto a meterse en luchas clandestinas y a morir por una causa, en la que pueden brillar las palabras razón y libertad. Otto (Franchot Tone), el mayor de los tres, es un profesional desencantado, que se ocupa fundamentalmente de coches, del taller o del taxi que comparten. Ahora bien, siendo tan distintos, tienen algo en común: “la pobreza y las dificultades”, según Erich; “el orgullo”, según Pat; “la amistad y la entereza”, decimos nosotros.

Lo bueno de las buenas películas de narración y estructura clásicas es que los elementos que las constituyen están engarzados de tal forma que se complementan. Cada uno da cuenta de la totalidad. Así, ya desde los primeros momentos se muestra la amistad de los tres y nos enteramos sutilmente de la diferencia de caracteres de los amigos. Estamos en 1918 y acaba de finalizar la Primera Guerra Mundial. Después de un plano general, se ve una cantina donde numerosos
militares beben y festejan. Un soldado se dirige a un superior: “Mayor –le dice-, ahora que la guerra ha terminado, ¿podría volver a llamarle padre?” No los veremos más, pero mientras tanto el mayor brinda por los camaradas vivos y muertos, y por los franceses, los italianos, los ingleses, los norteamericanos… por los camaradas vivos y muertos de todos los hombres. Esos son los detalles que hacen grande a una película. Dentro de abundantes planos, varias veces vemos a tres, entre los que se encuentra el trío protagonista, cuyos componentes brindan: por el amor (Erich), por el futuro (Gottfried) y por la paz (Otto).

Luego estamos en 1920. Unos “radicales” pre-nazis destrozan unos escaparates. “Luchamos por éstos”, se lamenta Gottfried. “No es asunto nuestro, dirigimos un taller de reparaciones, no un país”, dice Otto. Le replica el idealista: “Habrá que reparar muchas cosas, miles de almas, conciencias, corazones rotos…” Esto es lo que dicen entonces, pero Otto estará dispuesto, por Gottfried, a buscar por calles y tugurios, durante días, al tipo que, por asuntos ideológicos, lo asesinó por la espalda. Gottfried, por su parte, ha estado dispuesto a abandonar la organización en la que cree para no causar problemas a los amigos.

Hay un momento emotivo que me gustaría resaltar, para resaltar así mismo dos elementos, uno relacionado con la interpretación y el otro con la banda sonora. Pat y Erich se citan para ir a la ópera, junto a unos amigos ricos de ella. Él debe buscarse un atuendo adecuado, un frac. Consigue uno apolillado. Después van a una de esas fastuosas salas en las que se come, se bebe y se baila. A él le rompen el frac. Los ricos se ríen a carcajadas. Erich sale muy disgustado y va a un bar. Ella se queda. Cuando Erich regresa a su casa, Pat lo está esperando, adormilada, a la intemperie, en un plano magnífico, acompañado de una música deliciosa, suave y romántica. Pues bien, ése es uno de los elementos que quería resaltar. La música de Franz Waxman acompaña a las imágenes cuando tiene que hacerlo, sin sobresalir por encima de los magníficos diálogos pero dejándose oír en ocasiones, hermosa y adecuada. La otra es que nadie lo haría mejor Margaret Sullavan, no sólo en esta escena sino en toda película, expresando preocupación, desdicha, normalidad, amor…

Podríamos escribir unas cuantas páginas más acerca de las sutilezas y precisiones de esta película. Pero hemos de finalizar. Acabaremos con una pregunta, no tanto fílmica cuanto metafísica, tomada de Rainer María Remarque: ¿cómo es posible que entre la pareja se sitúen la enfermedad y la muerte, siendo Erich y Pat jóvenes, amándose tiernamente y teniendo unos amigos que están dispuestos a todo con tal de contribuir a su felicidad?

martes, 6 de marzo de 2012

EL ÁNGEL EXTERMINADOR (L. Buñuel, 1962) - A'4

Exceptuando el prólogo y el epílogo, la película es una secuencia constituida por momentos curiosos, extraños, arbitrarios, memorables. El espacio es siempre el mismo aunque los personajes pasan del regocijo a la estupefacción, del confort a imperiosas necesidades. Estamos en una mansión situada en la Calle de la Providencia. Los sirvientes deciden marcharse, salir, tal vez huir, aunque los despidan por ello. Los invitados --músicos, arquitectos, médicos, etc.– se ríen cuando se cae uno de los tres camareros que se han quedado. Ya llorarán. Puede suceder cualquier cosa en una casa en la que hay un oso y varios corderos.

Una mujer a la que llaman “La Walkiria” lanza una copa contra un cristal, hacia afuera. Mientras otra invitada toca el piano, uno se persigna y otra saca del bolso unas patas de gallina. La conversación consta de frases ingeniosas y absurdas. Suceden muchas cosas sin importancia, todas ellas raras. Una invitada desea salir pero no lo hace. ¿Qué se lo impide, algo intangible?

A las 4 de la noche o de la madrugada, los anfitriones comienzan a preocuparse. Apagan las luces con el propósito de que los invitados abandonen la casa. Pero éstos se desprenden de las chaquetas, se desabrochan algunos botones y se tienden sobre los sillones o la alfombra. Para atenuar la incorrección, los anfitriones los imitan.

Amanece. Aumenta la confusión. Nadie sale. Con voz destemplada, una de las invitadas dice: “¿En esta casa no se desayuna?”. Otra habla de irse. Otra dice que no tiene nada que hacer en la calle a esas horas.

Todos se dan cuenta de la situación y de que ésta es cada vez más insostenible, más inverosímil. Llevan 24 horas allí y nadie ha aparecido, ni el lechero. Uno de los invitados razona: “La actitud de los de fuera me inquieta más que nuestra propia situación. ¿Por qué no vienen a buscarnos?”. Entonces se oye el grito de una invitada. Ese grito es como la película, contiene una mezcla de terror, misterio, sarcasmo y trascendencia. Los espectadores no alcanzan a ver qué hay más allá.

Aludimos, naturalmente, a El ángel exterminador, dirigida por L. Buñuel.

EL INTENDENTE SANSHO (K. Mizoguchi, 1954) -A4

En esta película hay una pequeña secuencia que consta de cuatro planos. Dura minuto y medio. El fondo sonoro de los tres primeros está constituido por los pasos de la joven a que nos vamos a referir, el canto de los pájaros y una triste canción emitida por una voz femenina. En el cuarto sólo se oye el sonido del agua.

En el plano situado en primer lugar vemos cómo una joven japonesa camina por el borde de un lago. El agua es resplandeciente, hermosa. El blanco ocupa dos tercios de la pantalla. Los oscuros árboles de la orilla resaltan la importancia del instante, la figura de la mujer y la superficie del lago.

En el plano situado en segundo lugar, la cámara se ha acercado con discreción para mostrar cómo la joven se introduce en el agua. Avanza con lentitud, sin darnos la cara. Su cuerpo se oculta poco a poco. El plano finaliza cuando la cintura de ella aún está por encima de la superficie.

El tercer plano hace de contrapunto. En él vemos cómo una mujer mayor mira hacia donde ocurren los hechos, hinca las rodillas en el bosque y junta las manos. Al contrario que en los otros, en éste el negro ocupa dos tercios de la pantalla.

En el cuarto y último plano vemos cómo surge un blanco borbotón del seno del agua y cómo por la superficie avanzan unas ondas concéntricas, todo lo que al mundo le queda de la joven. Al espectador se le ha evitado ver el instante mismo del suicido, como si el director quisiera dejar bien claro que ése es un acto individual, un acto privado, en el que debe prevalecer la intimidad, el recato.

Tal vez convenga aclarar que este acto no está motivado por un desengaño amoroso ni por ningún otro asunto estrictamente personal, a pesar de que la joven japonesa ha sufrido lo suyo.
Estamos en una época de avatares constantes. En un momento se puede estar en lo más alto y en otro en lo más bajo de la escala social. La joven se suicida para proteger a su hermano, para preservar la estirpe.

Estamos aludiendo, natualmente, a El intendente Sansho, una magnífica película dirigida por Mizoguchi.

lunes, 13 de febrero de 2012

CRISTO SE PARÓ EN ÉBOLI (F. Rosi, 1978) – A 4’5

Una interesante estructura narrativa es la que enmarca la acción entre el instante en que un personaje llega a un lugar y el instante en que lo abandona. Tal es el caso de esta magnífica película, la que prefiero de Francesco Rosi, en la que los dos viajes vienen precedidos de una rememoración. El que rememora es…

Antes hay que decir que el título no tiene connotación religiosa alguna. Alude a que el personaje llega a un lugar al que no llegó ni Cristo, pues éste se quedó en Éboli, un lugar situado antes en el mapa o en la carretera que va desde Turín. El lugar al que llega es Gagliano (o Aliano), un pueblo perdido y pobre del Sur de Italia, un lugar al que tampoco llegaron los árboles ni la razón, ni el emparejamiento causa-efecto, ni el tiempo ni la historia.

El que llega es el Dr. Carlo Levi, al que las autoridades fascistas confinan durante 1935 en el pueblo citado. En torno a él se mueve la acción y se contempla el espacio y a sus pobladores, y representa al verdadero Dr. Carlo Levi, un intelectual de origen judío, médico, pintor y escritor, autor de la novela que sustenta la película.

Llega, como hemos dicho, a Gagliano, segundo personaje importante, del que se muestra minuciosa y certeramente tanto a los pobladores como las casas, las calles, los alrededores, el cementerio, elementos del folklore local… Un pueblo del Sur situado en los altos, en el que nieva, en el que la niebla lo recubre en ocasiones, en el que la lluvia enloda los caminos… Pocas veces hemos visto en el cine, con tanta precisión y belleza como en este caso, un lugar y a sus pobladores. Sólo por esto vale la pena ver la película.

Con unas imágenes pausadas, pertinentes, llegamos a la comarca por una carretera desde la que se ubica el pueblo, luego llegamos a la entrada de éste, recorremos la callejuela en la que se enclava la miserable casa en donde va a vivir Carlo Levi, visitamos la plaza, en la que conocemos a Don Luisino (alcalde, maestro y jefe local del fascio), a los dos médicos con que cuenta la población y a don Traiela, el cura borracho que pasa cerca de ellos como una sombra. Luego conoceremos otras partes de la zona y a otros personajes. Sólo por esto vale la pena ver la película.

Claro que un lugar habitado no consta sólo de casas y calles. Hay que saber además algo del conjunto de los pobladores, de sus costumbres, rituales, supersticiones, creencias, modos de vida, actitudes ante las autoridades, etc. Todo eso nos lo muestra Rosi como si no se lo propusiera, como si fuese inevitable o natural. Pero es que además de la población en conjunto, hay un buen número de personajes secundarios o episódicos, tan bien tratados cinematográficamente que apenas los vemos unos minutos y ya los conocemos para siempre.

Los diálogos son precisos y llenos de sentido. Las imágenes son magníficas, como si la cámara se ubicara en cada momento en el lugar exacto; y son siempre hermosas, tanto cuando muestran la comarca como el pueblo como los interiores de las casas, aun dentro de la miseria de éstas. Pero es que, además, la película contiene ideas, situadas pertinentemente, sobre la historia y el arte, sobre la religión y el estado… Y se señalan actitudes. Unas, como las de don Luisino, son de desprecio hacia los pueblerinos (“Los campesinos son supersticiosos e ignorantes”, dice); otras, como la de Don Carlo, van desde un frío mirar hasta el acercamiento primero y la comprensión después, hasta el punto de llegar a atenderlos como médico a pesar de la reticencia de los dos médicos oficiales o ante las negativas de “el jefe”.

Dicha comprensión se extiende desde el cura Traiela hasta los niños, a los que intenta enseñarles a pintar, señalándoles que “hay que aprender a mirar hasta ver el aire”. Y llega a ser recíproca, pues todos lo buscan como médico, aunque no pueda ejercer, convencidos de que sólo él puede salvar al familiar enfermo. Y llega hasta los espectadores, cuando contemplan los lamentos de las mujeres ante una muerte, la revuelta que una de esas muertes puede causar; y hasta don Luisino y su esposa, cuando también quieren que a su hijo enfermo lo trate don Carlo.

Y finalmente llega hasta los espectadores, pues respiramos aliviados cuando Carlo Levi abandona Cagliano, a pesar de la comprensión que tanto él como nosotros llegamos a experimentar.