miércoles, 28 de diciembre de 2011

NAVIDADES BLANCAS (M. Curtiz, 1954) - B2’5

En Navidad no conviene acercarse a películas de terror pánico o de acción trepidante. Es mejor para el espíritu, e incluso para el cuerpo, abandonarse a una historia sin complicaciones, de ésas en las que, desde el primer momento, sabemos que nos vamos a encontrar con algún ligero inconveniente que se resolverá antes del final; de ésas que son casi tan gratificantes como recibir regalos por nada, porque sí, por nuestra cara bonita y no por nuestros méritos.

El de Michael Curtiz es un caso curioso. Son pocas las páginas que se ocupan de él y en cambio son muchas las que se ocupan de una de sus obras, concretamente de Casablanca. De todas formas, podemos suponer que es algo más que un artesano con talento, como demuestra el hecho de que sea el director, entre otras, de La avalancha (cuando aún se llamaba M. Kertesz), El capitán Blood, La carga de la brigada ligera, Punto de ruptura, Los comancheros…

Navidades blancas no es de las mejores, pero no vamos a exigirle a Curtiz que hiciera en este caso una obra maestra, pues de lo que se trata es de presentar una película navideña. La cosa empieza en el ejército, en 1944, durante la guerra, en la que se hacen amigos Wallace y Davis, dos bailarines y cantantes que formarán un famoso dúo musical, a la par que serán empresarios teatrales de éxito.

Davis está empeñado en encontrarle compañía femenina a Wallace, para que alcance la felicidad, pues se ha dado cuenta de que está absorbido por el trabajo. Por eso “lo obliga” a ir con él hasta Vermont, en pos de Betty y Judy Heynes, una pareja de hermanas inseparables. Las chicas tienen contrato para actuar en un hotel pero éste se encuentra vacío por falta de nieve. Dicho hotel es propiedad de un general al que Wallace y Davis conocieron durante la guerra. El general ha invertido todo su dinero en el establecimiento, pero… No tiene ni un huésped, a pesar de los cual el buen hombre mantiene su palabra, considerando que sigue en vigor el contrato que firmó con las hermanas Heynes, aunque éstas tengan que actuar sólo para él, su hija y el ama de llaves.

Lo bueno es que para salvar la situación a Wallace y Davis se les ocurre montar en el hotel el espectáculo que tenían pensado para Broadway. Lo malo es que una de las hermanas se enfada y se va. Ni que decir tiene que hay historias de amor y que ocurren pequeñas desavenencia, para que todos nos regocijemos cuando las cosas se arreglen. Ni que decir tiene, así mismo, que podemos ver coreografías gratificantes. Para que la felicidad sea completa, por fin nieva en Vermont. Está todo blanco y precioso para la Navidad. También hay que señalar que la película está salpicada de simpáticas gracias, tales como: “Eso es una gran idea… Bueno, la mitad de una gran idea”. O: “Para ser una chica honrada hay que tener algún aliciente”.

Vista durante estas fechas, en casa, con la ayuda de un buen DVD, Navidades blancas tiene un atractivo indudable: cualquiera puede levantarse con el objeto de servir una bandeja de turrón y mazapanes sin perderse nada importante, pues mientras tanto puede oír una de las numerosas y estupendas canciones de Irving Berlin.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

EL COLOR DE LA GRANADA (S. Pajaranov, 1968) – A’ 4

Es una suerte que en España se hayan editado en DVD, que yo sepa, cuatro películas de Parajanov (Los corceles de fuego, La leyenda de la fortaleza de Suram, Ashik-Kerib y la que suscita este comentario), un director del que se puede decir que es singular, muy singular. Dicha singularidad estriba en que por lo general toma como referencia un asunto para organizar una serie de imágenes, escenas y secuencias crípticas o simbólicas, no muy cercanas al asunto tratado.

En El color de la granada, mi preferida, toma como base al poeta Soyat Nova, pero no se detiene o se centra en contarnos su vida, ni aun algunos aspectos de la misma, sino que ordena una serie de imágenes sin diálogo, acompañadas de la música pertinente y de las palabras del poeta, y construye una película más cercana a la poesía que a la prosa, más próxima a la pintura que al teatro.

(En este punto no me puedo callar que me gusta más Pirosmani (1969), de Giorgi Shenghelaya, película que tiene más de un punto en común con la que comentamos. Los directores que las hicieron son rusos –aunque uno haya nacido en Georgia y el otro en Moscú-- y vivieron en la misma época; las dos abordan de manera tangencial la vida o las vivencias de un artista, poeta en un caso y pintor en otro; a las dos las conforman imágenes especialmente cuidadas; aunque Pirosmani es “más normal, más biográfica”, las dos le tienen poco aprecio al diálogo, etc.)

Lo primero que causa extrañeza en El color de la granada es ver cómo en cada imagen o en cada secuencia nada está presente porque sí, por azar o por naturalidad. No hay ningún hombre normal caminando por la calle, la montaña o la estepa; no vemos a ningún grupo de personas manteniendo una conversación… Todo ha sido organizado por el realizador, en un esfuerzo de producción que debió ser enorme; lo que ocupa el cuadro --los objetos, los colores, los gestos, las pinturas, los bajorrelieves, las alfombras, los movimientos-- ha sido preparado para entregarnos una película no narrativa, yo diría que hermosa, realizada con talento y mucha imaginación.

La película está organizada en capítulos: prólogo (“Soy un hombre con una vida y un alma torturadas” dice Soyat Nova), la infancia del poeta, de caza con el rey, en el monasterio… la muerte, después de la muerte; o en retablos, podríamos decir, si tenemos en cuenta el estatismo y la disposición de las imágenes. Diríamos que más que ante un director estamos ante “un artista”. (“Hemos intentado crear, a partir del cine, el mundo de imágenes de la poesía”, dice en algún momento Sergei Parajanov). También podríamos decir que “su ritmo” es perfecto; las imágenes duran lo que tienen que durar, ni tan poco como para que no podamos verlas, y aun extasiarnos o asombrarnos con su visión, ni tanto como para que su sucesión nos resulte tediosa.

Para hacernos una idea de cómo opera S. Parajanov podríamos decir que por lo general el cuadro está lleno de colores y de cosas y de personas estáticas, de entre las que destaca un leve movimiento. Por ejemplo, durante la infancia del poeta, el niño mira unas velas situadas en una hornacina, mientras vemos u oímos truenos y lluvia sobre unos bajorrelieves. Unos monjes apilan libros en el exterior de un convento y elevan los brazos al cielo o leen de rodillas. El niño, con un libro muy grande, sube por una escalera. Sólo se mueve el que sube, y que luego pone el libro sobre el tejado de una construcción religiosa, junto a otros que ya están allí. Luego está en el suelo rodeado de libros, de muchos libros, los cuales también ocupan las paredes del monasterio o la iglesia, incluyendo las verticales.

Al final de la película, aparte de la belleza de las imágenes ideadas por Parajanov, ¿sabe uno algo de Soyat Nova? Se sabe, entre otras cuestiones, que tenía el alma atormentada, que algo tuvo que ver con un rey y con unos monjes, que amó carnal y espiritualmente, que le alegraba cantar alabanzas a la belleza, que era muy de su tierra y que su obra no murió con él.

domingo, 18 de diciembre de 2011

LA LETRA ESCARLATA (V. Sjöström, 1926) – A4

Será porque siempre me ha interesado la escritura de N. Hawthorne, será porque había visto con anterioridad otras películas posteriores que no estaban a la altura de su novela, será porque en otra ocasión me encantó El viento… El caso es que sentí una intensa emoción cuando por fin comencé a ver la estupenda película que comentamos. Aparte de la citada y La letra escarlata, dos películas de producción norteamericana, V. Sjöström, uno de los padres del cine sueco, nos ha dejado algunas otras más que interesantes, entre las que cabría destacar Los proscritos, Terje Vigen y Lágrimas de clown. En cuanto a la renombrada La carreta fantasma… ¿Qué puedo decir? No me van los hechos misteriosos relacionados con la muerte, enmarcados en complejas estructuras narrativas, en las que finalmente uno no sabe muy bien qué se nos está contando o qué se quiere señalar.

Hay películas mudas construidas a base de la repetición de planos análogos, en las que la invención y la narratividad quedan en nada. No es el caso de La letra escarlata. Ésta comienza de manera variada, singular y significativa. Sobre la imagen de un arbusto, la cámara realiza un leve giro vertical para subir hasta una ventana enrejada detrás de la que se halla una mujer. Luego vemos unas campanas. Un ligero movimiento hacia abajo nos señala a un hombre preso tras unos maderos y nos deja en la plaza del pueblo. Pequeños grupos caminan hacia determinado lugar. Van rígidos, altaneros, vestidos de oscuro. La cámara pasa por delante de la iglesia, que es el lugar al que van las personas, y nos enseña la especie de cárcel o cadalso que se alza en el centro de la plaza, donde se castiga a los infractores. Otra vez oímos las campanas y luego vemos a otros grupos dirigiéndose a la iglesia, con sombreros grandes y rectos, y semblantes adustos.

Ya dentro de la iglesia, el joven y muy amado pastor Arthur Dimmensdale se prepara para los oficios. Entran a un impío, el cual lleva colgando del cuello el cártel que señala su fea condición, lo que provoca que se aparten de él unos venerables puritanos con barba. Sólo se le acerca el pastor, el cual lo consuela y le dice que rezará por él.

Luego veremos a Hester Prynn, la costurera, interpretada por Lillian Gish, cuya actitud contrasta con lo que hemos visto hasta entonces. Ella viste de blanco, se preocupa de qué prenda ponerse, se mira en el espejo y sonríe. Quita la tela que tapaba una jaula, y un pájaro se pone a cantar, lo que causa la consternación de los puritanos que observan el fenómeno. “¡El pájaro de Hester Prynn canta en domingo! ¿A dónde vamos a llegar?”, se dicen. Uno de los presentes señala la puerta con una tachadura, con una cruz de San Andrés. Ella saca al pájaro de la jaula. Se le escapa. Corre tras él, hacia el campo, atravesando una verja y dejando que se le caiga la toca.

Es acusada ante el pastor y se señala que debe ser castigada. Mientras en la lúgubre iglesia tiene lugar ese episodio, Hester está en el campo, al lado de un luminoso arroyo, entre árboles emblanquecidos por la luz y la cámara, sonriendo, alegre y contenta… En vez de estar con los demás, y vestida de oscuro y con la cabeza tapada, está sin nada en la cabeza, un domingo… hasta que oye de nuevo las campanas y se da cuenta de que no está donde debe estar.

Por fin Hester llega a la iglesia. La comunidad reza y canta himnos de alabanza. La señala el dedo acusador del joven pastor. Todos la miran. El pastor la acusa de haber profanado el santo día del Señor. Ante la insistencia de éste, que la recrimina una y una vez con el dedo rígido, ella levanta los ojos y lo mira abiertamente. Entonces nosotros captamos que en la columna vertebral de él se produce un rotundo cambio.

Son diez minutos extraordinarios, durante lo que se nos muestra el espíritu de una comunidad puritana en lo moral y en lo religioso, así como el carácter alegre de la mujer y, de manera sutil y breve, casi imperceptible, la extraña disposición que el pastor va a tener con esa feligresa.

Luego la película sigue con la misma perfección. Los planos se suceden con rigor, variedad, imaginación y estilo. Vemos a Hester en la plaza, atada de pies y manos, “por haber corrido y jugado el día del Señor”. Como las prendas femeninas son consideras impúdicas pero necesarias, deben ser lavadas lejos de los ojos de los hombres. Ella deja la prenda que está lavando, va tras el pastor y le dice que es agradable que le señale los pecados… Se cogen de la mano y se internan en el bosque. La cámara realiza un leve movimiento para dejarlos solos y reposa sobre la prenda que ella había tirado sobre unos arbustos.

Lo bueno de los grupos humanos es que evitan la soledad, al permitir que los individuos que los conforman compartan costumbres, normas, cuchillos, edificios... Lo malo de algunos grupos, como el de La letra escarlata, es que están dispuestos a pelear con cualquier otro grupo que no tenga sus mismas normas y a marcar a los individuos que las incumplan. Lo bueno de los grupos humanos es que escriben historias que no serían posibles con individuos aislados. Sabremos que Hester tiene un marido que está lejos --en Londres, supuestamente--. Sabremos que ella se casó sin amor. Sabremos que en un atardecer helado, ella se puso la mano en el corazón y pensó abandonar al pastor pero… finalmente corrió tras él. Sabremos que el pastor optó por olvidarla, rezó para que ello fuera posible, pero no pudo, y que estuvo todo el tiempo deseando confesar su pecado, pagar por él. Sabremos que Hester le ruega a Dimmensdale que no confiese, que ella pagará por los dos. Sabremos que los sentimientos pueden ser más fuertes que las convicciones y la fe.

Hay una secuencia especialmente significativa, de ésas que logran que uno se quede largo rato meditando en los comportamientos y en las magníficas imágenes mediante las que el director nos los muestra. Ella ha tenido una hija. La juzgan por eso. Durante el juicio el pastor está presente, con el remordimiento en el rostro. Ella, con el bebé en los brazos, camina hacia “el cadalso”, con orgullo, abriéndose paso a través de la comunidad. Es él mismo, el guía espiritual, el padre, el que la exhorta a que diga quién es su cómplice en el grave pecado. La mirada de Lilliam Gish es celestial en su expresividad. El pastor insiste en que diga el nombre. La mirada de Lilliam Gish vale una película. Si ella no lo rebela, su remordimiento durará toda su vida, dice el pastor. “No lo traicionaré, le amo y le amaré siempre”, dice ella.

Siete años después, Perla, la hija de Hester y Dimmensdale, es rechazada por los de su edad, como la madre, y escribe en la arena la letra A, de “adúltera”. El pastor pasa por delante de la casa de Hester y se pone la mano en el pecho, arrepentido del secreto pero pensando en el sujeto de su amor. El marido de ella regresa, después de estar prisionero de los indios, una vez que naufragó el barco en el que venía desde Inglaterra. Allá era un médico reputado. La niña enferma y ella le ruega que vaya a hablar con el pastor y le diga que la niña se está muriendo. El médico se lleva las manos a la cabeza. Hester piensa por un instante que el marido puede envenenarla con las medicinas, por venganza, porque no es de él.

En el último instante, el pastor se sube a la tarima y confiesa: hace años que se entiende con Hester Prynne. Mientras ella corre a decirle que no lo haga, él enseña la letra que se ha hecho grabar en el pecho, símbolo de su pecado y de su arrepentimiento. No ha podido sobrellevar solo el secreto y la culpa. Esta historia sucedió en Boston, en el seno de los Puritanos, una comunidad cerrada y rígida. Sjöström nos la contó en 1926, a través de una película memorable.