sábado, 30 de julio de 2011

EL DULCE PORVENIR, (Atom Egoyan, 1997) - A4

Creo que nadie discutirá que los grandes reservas son bebidas cualitativamente mejores que la Coca-Cola y la Pepsi-Cola juntas. Son más variados, el color es más hermoso, tienen más sutiles y complejos aromas… Sin embargo, hay más expendedurías de una cualquiera de las colas que de los grandes vinos. Con el cine pasa lo mismo. A pesar de tener un pasado glorioso, la norteamericana es la más vulgar de las cinematografías actuales, y la más condenable desde el punto de vista ético, aunque sea la que más vende, tal vez porque es la más simple, la que más se promociona, la que más violencia proporciona... En la mayor parte de las películas que la constituyen, una vida vale menos que una hamburguesa, y un acorde de cualquier zoquete parece más importante que la obra completa de Beethoven.

Menos mal que desde “las orillas” siguen llegándonos películas estupendas: de China, Italia, Irán, Canadá, Alemania, Francia… Atom Egoyan es un canadiense de origen armenio dotado de una extraña sensibilidad, puesta de manifiesto también en Exótica y Ararat.

Si decimos que El dulce porvenir gira en torno a las indagaciones que realiza un abogado sobre el accidente de un autobús escolar… Si añadimos que trata de las perturbaciones que ese grave suceso produce en las perspectivas vitales de unos seres… Si añadimos que el abogado que pretende sacar dinero del accidente es un ser triste, tal vez resentido, que habla por teléfono con su hija mientras recuerda que la que fue hace no muchos años su preciosa niñita es ahora una drogadicta… Si añadimos que cada minuto de película es intenso, y que hasta un cuento como “El flautista de Hamelín” cobra nuevos significados… Si decimos todo eso nos estaremos acercando al esqueleto pero no daremos cuenta de la complejidad fílmica y existencial que el filme revela. (También Exótica habla de una tragedia y de las consecuencias que produce en un ser humano. También en ésta, aunque afecte a un hombre y no a una comunidad, se nos muestran dichas consecuencias a través de imágenes sin una clara relación temporal).

Vemos a los niños sonrientes y a los alegres padres en el momento de llevarlos al autobús. Estamos en un pueblo sombrío, tanto porque está cubierto de nieve como por el recelo que unos vecinos muestran hacia los otros. Una pareja feliz despide a la niña adoptada; luego ella y él están lentos y tristes, como si les hubieran arrebatado parte de la vida. “No nos metemos con su dolor, sólo queremos encausar su ira”, dice el abogado. Grupos de 3 ó 4 niños, como preciosas bayas al decir de la conductora, toman el autobús una mañana cualquiera del curso escolar. Durante un vuelo, el abogado habla largamente con una ex amiga de su hija; esta muchacha tiene una vida bien encausada, lo que acrecienta el dolor del padre.
Los niños van alegres y juguetones mientras el autobús toma una curva, se sale de la carretera y se hunde en el hielo. Sólo se salvan la conductora y la muchacha que cuidaba a los niños, la cual miente y señala que la culpa es de la conductora, pues afirma que tomó la curva a gran velocidad. El abogado piensa que todo lo que puede hacer en conseguir dinero para los padres. Éstos se quedarán con su pena y su rencor, en una pequeña ciudad que vive o vivía en “el dulce porvenir, donde brotaba el agua y crecían los frutales”.

Por si no ha quedado claro, hay que señalar que en la película se nos presentan sin orden temporal fenómenos que sucedieron antes o después del accidente. Casi sincrónicamente vemos a los niños jugando y alborotando en el autobús y las apenadas caras de los habitantes del pueblo después del suceso. Pero no estamos ante constantes flash backs. El aparente desorden temporal muestra un riguroso orden fílmico. Y es que El dulce porvenir se nos presenta como un todo en presente, en el que no es necesario distinguir qué está antes y qué después, pues lo fundamental es dar cuenta de la tragedia y sus consecuencias. Egoyan dota de una implacable coherencia a los fragmentos su narración. La alegría y la desesperación forman un todo perfectamente engarzado. La belleza de las frías imágenes interioriza e intensifica la pena; ésta se acrecienta porque se evitan los subrayados, tales como gritos o llantos, dándole a la cinta el tono de lo que podría ser una silenciosa tragedia cotidiana. El dolor de la pérdida es profundo, y está implícito en el vivir. Una sedosa tela envuelve o desvela la hiriente tranquilidad de esas personas, de ese pueblo nevado del Canadá.