viernes, 22 de abril de 2011

LOS OLVIDADOS (L. Buñuel, 1950) – A5

Pocas películas me gustan más que una comedia ingeniosa y bien construida. Pero el cine no puede pasarse la vida haciéndonos reír. A veces es necesario que nos haga llorar o que nos golpee el estómago, para que seamos conscientes de que no todo es de color de rosa. Pocas películas me han golpeado el estómago con tanta contundencia como Los olvidados, tanto la primera, como la segunda como la tercera vez que la vi.

La mitad de la películas de Luis Buñuel pueden considerarse comedias, claro que muy suyas, muy peculiares, de ésas que cuando nos hacen sonreír ya nos están dejando en la boca un regusto a hiel y vinagre. Me he divertido mucho con El gran calavera, una broma ligera en la que un personaje muy rico se hace pasar por pobre para darles una lección a los familiares que viven a su sombra. Otras son bromas pesadas, tales como Ensayo de un crimen, Simón del desierto, El ángel exterminador, El discreto encanto de la burguesía, etc. En Los olvidados Buñuel no se permite una sonrisa. No podía ser de otra forma. No se prestan a la comedia los niños y los adolescentes de un barrio marginal de México DF, que podrían ser los niños y los adolescentes desgraciados de cualquier ciudad populosa. La existencia es demasiado dura y las circunstancias demasiado adversas como para que podamos divertirnos con ellos.

Pedro, El Jaibo, Ojitos, Meche, Cacarizo, Pelón… Niños o muchachos tirados en la calles, abandonados por la sociedad y por los padres, sin futuro ni esperanza. La madre de Pedro, el padre de Cacarizo, el abuelo de Meche, el ciego, el manco… adultos sin tiempo ni modales ni ganas para ocuparse de los jóvenes.

Hay un par de momentos emocionantes más que terribles, cuando alguno, olvidándose de las miserias propias, se apiada de algún otro. Ojitos, abandonado y hambriento, conoce a Pedro y le entrega las únicas monedas que posee; y Pedro, en lugar de robárselas, tal como esperamos al verlo desaparecer por las calles sombrías, le trae un bocadillo. Por otro lado, la sociedad le proporciona a alguno el empleo que podría salvarlo. Pero el mal, encarnado en la luciferina figura de El Jaibo, no deja lugar a la esperanza.

Hay muy poca piedad en esta película del mejor Buñuel. Ni los padres ni los ciegos ni los paralíticos escapan de la quema. También ellos, sin necesidad de quitarse las máscaras, dejan al descubierto la crueldad del medio. Cuando un señor al que le faltan las dos piernas es rodeado por una panda de muchachos mal encarados, y éstos le piden unos cigarrillos, aquél no se los concede; con toda la soberbia de la lucha por la vida, les dice: “Trabajen, vagos”. Cuando el ciego desea cruzar una calle no lo pide humildemente, lo exige. Y cuando los vecinos encuentran a un muchacho malherido, lejos de socorrerlo, y ante el temor de que indague la policía, lo tiran a un basurero y se acabó.

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