viernes, 25 de mayo de 2012

SE NECESITA CHICO (A. Mercero, 1963) – B3


Las ingeniosas películas de Jacques Tati funcionan como un mecanismo en el que se ajustan a la perfección los elementos que las componen: los ruidos y la música, los movimientos y los gestos de los personajes, la colocación de los objetos, etc. Tienen poco diálogo y las gracias vienen sugeridas a través de los elementos que señalamos, administrados minuciosamente.
            Uno de los pocos discípulos de Tati es Pierre Etaix, un hombre de cine, teatro y circo que tuvo poca suerte con el Séptimo Arte. Y es una pena, porque Le soupirant (1962) no desmerece de las del maestro, de entre las que yo destacaría Las vacaciones de Monsieur Hulot (1953) y Mi tío (1958).

También es una pena que Antonio Mercero no haya seguido por ese camino. Su primera película, Se necesita chico, consta de una sucesión de suaves azares que tuercen los acontecimientos provocando una leve sonrisa, al modo de Tati y de Etaix, y es tan simpática como alguna de los directores citados.
            En principio nos interesa resaltar la pertinencia de los ruidos y gestos. Nada más empezar vemos un cartel en una floristería con el título de la película y poco después a una mujer que hace unos graciosos movimientos en la acera, como si mirara algo que espera encontrar, mientras oímos unos silbidos que llaman la atención sobre lo que está buscando, y que se vuelven rítmicos cuando ella se aleja sin encontrar nada; luego aparece un ciego en sentido contrario que sí encuentra lo que parece ser una moneda que se le ha caído a la mujer. Hay que oír los sonidos que acompañan a un muchacho que pasa por delante de la floristería, a la llegada de la dueña, a unos hombres, etc., sin que la cámara cambie de ubicación. No es que sea un gran descubrimiento pero es ingenioso y exacto; la película casi no ha empezado y ya nos damos cuenta de que ha sido hecha con intención.

Después de los títulos de crédito, el chico y su madre aparecen en la calle. Mientras ella le dice que ha de hacerse un hombre, que ahora que no vive su padre hay que ponerse a trabajar… el chico saca la lengua, silba, ladea el cuello, camina a saltitos, le da patadas a una lata… La banda sonora nos indica que todo ese discurso le entra por un oído y le sale por el otro.

Un poco después madre e hijo entran en una boca de metro. La cámara se queda allí a regular distancia. Luego, en el momento más inesperado, aparece el chico, le da una patada a una lata y vuelve a entrar. Todo es así, ingenioso y suave. La visión se convierte en una delicia. Cuando llegan a la floristería en que la madre quiere colocarlo, tiene lugar un diálogo musical entre la madre y la dueña, por el que deducimos que sí, que el muchacho es adecuado para cubrir la plaza a que alude “Se necesita chico”.

Luego la película se estructura en torno a los diversos cometidos que le encargan: llevar, sucesivamente, un ramo de novia, una corona mortuoria y otro ramo para una estrella del cine y la canción. No es necesario decir que el chico no cumple a la perfección ninguno de los cometidos.

Ahí va el chico a hacerse un hombre. Sale de la floristería con su nuevo uniforme y un ramo de flores, silba, se contonea con una mano en el bolsillo o balanceándola como un militar, pasa por debajo de una escalera (mal asunto), cae al tropezar con alguien que sale de una tienda, entra en el metro al compás de una música ritmada, etc. Baja por escaleras pobladísimas con el ramo en alto, lo estrujan en un vagón mientras redoblan unos tambores, camina detrás de un espejo y silva con arrogancia al ver lo guapo que está con su uniforme de muchos botones.

Ni que decir tiene que no lleva el ramo al sitio adecuado a la hora prevista. La novia ya ha salido para la iglesia. Durante la ceremonia tiene lugar uno de los mejores momentos. Lo que pasa no se pueden contar, hay que verlo. Todo es inesperado y simpático. Los gestos, las actitudes de los novios, del chico y de los invitados, del cura y del monaguillo, los equívocos, las pillerías… ¡Y los avatares del ramo y del gorro!

Luego, como se ha dicho, ha de llevar una corona mortuoria. Claro que, como se le ponen delante magníficos espectáculos cotidianos, el chico no puede resistirse y los contempla y goza con ellos. Resulta que un hombre está ahogándose, observado por más de cien personas, y al chico “no le queda más remedio” que contemplar también. Un violinista ameniza el momento con una música adecuada. El chico lanza la corona, a modo de salvavidas. Naturalmente, el hombre no de ahoga, en ese caso estaríamos antes un drama y estamos ante una comedia.

Recoge la corona estropeada y, al ir a donde ha de llevarla, la suelta un momento para arreglarse los zapatos. Como la calle es pendiente, la corona rueda en busca del entierro no sin antes perseguir a un soldado que pasaba por allí. Ahora viene el drama, un toque de negrura: otro muchacho corre desesperado y solo en dirección al ataúd, gritando a pleno pulmón: “Papá, papá, llévame contigo”. Mas el drama y la negrura no deben ser intensos porque luego sabremos que este muchacho no se dirige al muerto sino al conductor del coche mortuorio.

Etcétera.

Cuando por fin llega a la floristería al final de la jornada, se encuentra con la cara larga de la dueña. Entra y se quita el uniforme. Llega la madre, pregunta por el hijo, la dueña le habla y la madre queda estupefacta. A través de una música grave y nostálgica, mira el uniforme manchado. El chico se pone su verdadera chaqueta. Así acaba el día y el empleo. Al final, en la misma puerta del principio podemos ver el mismo cartel: “Se necesita chico”.

La vida continúa. Mientras tanto hemos asistido a casi hora y media de buen gusto, sonrisas e ingenio.

jueves, 17 de mayo de 2012

DESFILE DE PASCUA (Ch. Walters, 1948) – B3


              Los camareros del cine aparecen sólo un instante pero  muchas veces éste es inolvidable. Blake Edwards lo sabe muy bien. ¿Quién no recuerda al de ¿Víctor o Victoria? ¿Y a uno de los que aparecen en El guateque? Desfile de Pascua no es una película muy renombrada aunque sí suficientemente nombrada, pues se trata de un musical en el que el protagonista baila en una juguetería; además, en ella habla un camarero que además de inolvidable es “filósofo”. 

             Contiene una secuencia que no se graba en la memoria por la complejidad de los planteamientos ni por la insólita hermosura de la imagen ni por la sutil realización, ni siquiera por los aéreos pasos de Fred Astaire. Lo que la hace inolvidable es la gracia de la situación, la chispa del diálogo.  El protagonista, al que acaba de abandonar su pareja --de baile y tal vez de algo más--, está en  la barra y habla con el camarero. Le pregunta: “¿Tienes algo que me haga olvidar?”.  “¿Cómo es ella?”, replica el camarero. Fred Astaire le dice que muy guapa. El camarero le llena el vaso.

             Refiriéndose a ella, el chico de la película le dice al camarero: “Dice que no quiere ir a Chicago”. El camarero le replica: “Se va más deprisa viajando solo”. El chico: “Apuesto a que sabes mucho de mujeres”. El camarero: “Naturalmente, llevo soltero todo la vida”. Llega el amigo del chico, con cara de disgusto. El camarero le pregunta: “¿Qué le sirvo, rubia o morena?”.  El chico le dice al amigo que puede lograr que una cualquiera de las chicas que bailan y cantan en el bar llegue a ser tan buena como Nadine, la mujer que lo ha abandonado. El amigo lo duda.

             El chico le da su tarjeta a la que luego será la chica, nada menos que Judy Garland, le dice que le pagará diez veces más de lo que cobra y que vaya a verlo al día siguiente. La secuencia finaliza con una canción. Poco antes hay otra intervención del camarero. Fred Astaire pregunta: “¿La necesito?”. El camarero le contesta: “Nadie es una isla, cada hombre es parte del continente, parte importante”.

martes, 8 de mayo de 2012

DESAPARECIDO (C. Costa-Gavras, 1982) – A4


             Hay unas cuantas películas que muestran la situación de un país en una época conflictiva o desgraciada. Peter Weir mostró la Indonesia de Sukarno en El año que vivimos peligrosamente, Roger Spottiswoode la Nicaragua de Somoza en  Bajo el fuego, John Boorman los excesos de la dictadura militar birmana en Más allá de Rangún... Una gran película de este tipo es Desaparecido, de Constantin Costa-Gavras, un director que ha hecho verdaderas joyas del cine de denuncia política, entre las que se encuentran Z y La caja de música, por citar dos realizadas en países distintos y con varios décadas de distancia.

             Desaparecido cuenta la verdadera desaparición de Charles, un joven norteamericano, durante los primeros días del Golpe de Pinochet, así como las tribulaciones del padre, Ed Horman,  cuando decide ir a Chile a buscarlo. Como todo lo que se nos cuenta es cierto, nos acongojan intensamente tanto el estado de indefensión en que se halla la joven esposa como la situación que se vive en las calles o el estado de terror en que se encuentran los ciudadanos.

             El comienzo es perfecto. Vemos lo absurdo de aquella violencia, la iniquidad de aquel estado de sitio, en el que las personas pueden seguir viviendo o ser asesinadas dependiendo de que puedan o no puedan coger la guagua a la hora prevista.  Luego, cuando llega el padre en busca del hijo, la película se estructura en torno a las indagaciones que ha de hacer Ed por su cuenta, una vez que comprende que en la Embajada no lo van a ayudar y que su nuera no es tan inconsciente como él creía. “Si se hubiera quedado donde estaba, nada de esto hubiera ocurrido”, había dicho antes.

             Ed comprende que debe indagar por su cuenta –en el Estadio Nacional, en los hospitales, en las morgues,  preguntando a  las  personas que lo vieron por última vez--. Pasa por estados de indefensión y de desesperación hasta que se da cuenta de que a su hijo lo “desaparecieron” sólo porque preguntó, que lo mataron los chilenos de Pinochet, con la aprobación norteamericana, sólo porque era algo fisgón, porque una vez en Viña del Mar unos tipos supusieron que él supuso la verdad: que los norteamericanos estaban implicados en el Golpe. “¿En qué mundo vivimos?”, se pregunta entonces.

             Al final, cuando regresa a su país llevando consigo a su nuera, después de que en la Embajada le prometan que le enviarán el cadáver, le dice a uno que va a demandar a once funcionarios norteamericanos, entre ellos a Henry Kissinger. “Ése es su privilegio”, le contesta aquél. “No, ése es mi derecho”, replica Ed Horman.