martes, 23 de agosto de 2011

HEREDARÁS EL VIENTO (S. Kramer, 1960) – A4

Siempre me ha resultado curioso el que algunos comentaristas ligeros maldigan las películas “de ideas” –o “discursivas”, como suelen decir--. Son los mismos que abominan de las que se centran en un personaje real --lo que llaman “biopic”--. Prefieren cualquier película centrada en las andanzas de un asesino a otra que hable de Schumann, es decir, son capaces de asignarle un 8 a El estrangular de Boston (R. Fleischer) y un 4 a Pasión inmortal (C. Brown). Prefieren Manos peligrosas (S. Fuller), que habla de cómo un criminal le presta un servicio a la CIA a Heredarás el viento o La herencia del viento (S. Kramer).

Yo preferiré siempre una película que diga algo sobre algo –sobre la historia, las ideas, los personajes que en el mundo han sido, etc.— a otra en la que haya preferentemente disparos, crímenes, psicópatas o brujas. El caso es que Heredarás el viento dice algo sobre un caso ocurrido en Tennesse en 1925, cuando se enjuició a un profesor de secundaria por hablar en sus clases de Darwin y la teoría de la evolución. Tal suceso dio lugar a una obra de teatro y luego a la película que comentamos, en la que se abordan no tanto los sucesos reales como las ideas implícitas en ellos, y en la que se aboga claramente por la lógica y la libertad de pensamiento, y no por la religión o el macartismo.

Stanley Kramer no es un director de primera, pero nos dejó, aparte de la que comentamos, dos películas más que interesantes ¿Vencedores o vencidos? --extraño título español de Judgment at Nuremberg-- y Adivina quién viene a cenar. Ambas son parecidas a ésta, si nos atenemos al planteamiento y no al asunto.

Heredarás el viento comienza con una secuencia contundente. Estamos en una hora próxima a las 8 a.m. Van reuniéndose, a través de unos paseos y una planificación perfecta emparentada con el cine de suspense, uno, dos, tres, hasta cuatro hombres. La luz y la música señalan que van a acometer una acción importante. Se dirigen hacia Hillsboro School, donde constatan que un profesor habla de Darwin. Lo arrestan. Luego sabremos que los hombres son el sheriff, el clérigo, el alcalde…

Como el encarcelamiento da lugar a numerosos comentarios en los periódicos de todo el mundo, las fuerzas vivas de la localidad se encuentran preocupadas, incluyendo algunos que quieren dejar el caso. El hecho de que Matthew Harrison Brady –un político famoso-- ofrezca sus servicios como fiscal para el “juicio de los simios” acaba por decidirlos, porque, tal como dice el clérigo “El Señor nos lo ha enviado”. Un periódico de Baltimore envía a uno de sus periodistas y contrata para la defensa a un famoso abogado. Mientras tanto nos enteramos de que la hija del clérigo, el mayor enemigo de la evolución, es la novia del profesor que habla de Darwin.

Las llegadas a Hillsboro del fiscal y del abogado defensor son estupendas. El primero es recibido con cánticos patrióticos y religiosos, las multitudes montan un espectáculo del que no están ausentes carteles en los que puede leerse “We love Brady”, “Down with Darwin” y “The Bible and God”. Él sonríe, saluda y toma de la mano a su esposa. El público se desborda. El alcalde le da la bienvenida, le señala que él mismo y su pueblo se sienten orgullosos de su presencia, le recuerda que fue Secretario de Estado y lo nombra “Coronel honorario”. Brady, regocijado, risueño, triunfador, señala en un ardiente discurso que, como los jóvenes sigan al profesor, “nuestra ciudad se convertirá en Sodoma y Gomorra”. Ardiente y apocalíptico, Fredrich March, un magnífico actor generalmente contenido, muestra sus dotes histriónicas, hasta que es interrumpido por E. K. Hornbeck (Gene Kelly), “el periodista más preparado de América”, según dice él mismo.

El abogado defensor, H. Drummond (Spencer Tracy), llega solo, discretamente, en un autobús de línea, con las maletas en la mano. Y no es recibido por una multitud fervorosa sino por el cínico periodista. Un campesino bruto y amenazador le sale al paso: “No necesitamos forasteros que nos digan lo que debemos pensar”. Los alumnos del profesor inculpado también van a recibirlo; parecen amenazadores pero sólo vienen a decirle que esperan que lo defienda bien.

Así es toda la película: contundente e intencionada. No hay medias tintas ni ambigüedades. Desde el comienzo queda claro que Kramer toma partido por lo que representa H. Dummond y no por lo que defiende M. H. Brady. Después de que el clérigo le diga a su hija “Ese hombre no tiene otra cosa que ofrecerte sino pecado”, se señala que, llegados a ese punto, cada cual quiere sacar provecho del caso.

Los treinta minutos iniciales son magníficos. Nos dan cuenta de las psicologías y de las posiciones de los personajes, de las relaciones personales que hay entre ellos. Pero es que luego el juicio es igual de magnífico, aunque a mi parecer un poco largo. Transcurre como habíamos imaginado a juzgar por el planteamiento. Durante el mismo se contraponen creacionismo y evolucionismo, se enfrentan el dogma y la libertad de pensamiento. Hay momentos magníficos y esclarecedores; y también emotivos, relacionados con el conocimiento mutuo entre el fiscal y el abogado defensor; y algunos irónicos, como cuando nombran a Drummond, para que esté en igualdad de condiciones que Brady, “coronel honorario temporal”.

Finalmente, al profesor que habló de Darwin se le condena a pagar una multa de cien dólares. M. H. Brady queda fuera de sí. Cerrada la sesión, continúa hablando de la fe mientras la sala va quedando vacía. Le da un síncope. H. Drummond coge dos libros, La Biblia y La evolución de las especies, los junta y se los coloca bajo el brazo.

La herencia del viento no contiene misterios ni sugerencias. Podemos decir que las imágenes no nos llevan más allá del asunto que tratan. Esto no lo digo en detrimento de la película. A mí me disgusta que el inculpado sea el novio de la hija del predicador, lo que introduce un elemento melodramático innecesario, pero ese es poco reparo para una película clara, rotunda, directa y nos habla con eficacia de lo que se propone hablarnos. Es contundente, toma partido, y desde el punto de vista ideológico no debe gustar al sesenta por ciento de los creyentes pero sí al cien por cien de los librepensadores.

viernes, 19 de agosto de 2011

LAS SEÑORITAS DE ROCHEFORT (J. Demy, 1967) – A4

Agnes Varda realizó en el año 2000 una estupenda película-documento titulada Los espigadores y la espigadora, en la que muestra su interés y comprensión por los que se alimentan con los desperdicios de la sociedad del bienestar –económico más que espiritual--. En 1991, un año después de que Demy muriera, había realizado otra titulada Jacquot de Nantes, un homenaje y una evocación del esposo amado y tal vez admirado.

Jacquot de Nantes es una película con partes documentales y partes de ficción. Empieza con el verdadero Jacques Demy estirado en la arena. Está mayor, enfermo, próximo a morir; sus manos, manchadas por la enfermedad y los años, acarician y sueltan un puñado de polvo. De la vejez pasa a la infancia. Nos muestra a un joven actor interpretando a Jacques, a Jacquot, un niño feliz, interesado por el taller del padre, los quehaceres de la madre y los juegos con los amigos. Le entusiasman el teatro de guiñol y el cine de dibujos animados. Para completar las imágenes sobre la infancia, Agnes Varda introduce en su película imágenes de películas de Jacques Demy, en las que tienen importancia la alegría, la fantasía y la música. Nos enteramos que ahí está el germen de Piel de asno o El flautista de Hamelín pero también que su padre era mecánico de coches, como lo sería el protagonista de Los paraguas de Cherburgo.

Luego el joven Demy consiguió una buena caja de cartón para construir su propio guiñol, luego logró conseguir una cámara de juguete con la que hizo sus primeros intentos cinematográficos y luego consiguió una cámara de verdad con la que iba a realizar Lola, La bahía de los ángeles, Piel de asno, El más grande acontecimiento después de que el hombre llegó a la luna, Lady Oscar, etc.

De entre todas hay que destacar Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort. Las dos son muy diferentes al resto de las películas francesas y aun del mundo. Comparadas entre sí son muy parecidas pero también muy diferentes. La primera es como una ópera u opereta moderna, toda ella cantada. Lo que la convierte en maravillosa son la música, el decorado y el tratamiento del color; y haber armonizado con arte y talento dos géneros aparentemente antagónicos, el musical y el melodrama.

Es probable que Los paraguas de Cherburgo sea más perfecta, pero yo siento una especial predilección por Las señoritas de Rochefort, tal vez porque me proporciona más regocijo. Ya desde los títulos de crédito nos alegramos con la llegada de un grupo de feriantes a una ciudad marítima. Llegan en motocicletas, caballos blancos y camiones azules, y uno de los conductores luce una camisa fucsia y tiene la cara de George Chakiris. Todavía no han llegado a la plaza, todavía van en el trasbordador, cuando se bajan de los camiones y comienzan a bailar, lentamente, como si despertaran, al son de una música ligera en la que sobresale un piano. Nos enteramos de que el guión y las letras de las canciones son de Jacques Demy y que la música ha sido escrita y dirigida por Michel Legrand. Es un viernes por la mañana. En un cartel situado a la entrada de la ciudad está escrito “Fête de la Mer”. Un marinero con la cara de Jacques Perrin masca chicle y observa.

La troupe llega a una plaza de la ciudad en fiestas. Es una plaza amplia, luminosa, flanqueada por edificios de poca altura, hermoseada por banderolas verdes y amarillas, en la que bailan mujeres de trajes multicolores y en la que los niños observan. Los componentes de la troupe comienzan a instalarse. Ahora danzan más ligeros, más rápidos. Unos pasos recuerdan a West Side Story. El hecho de que con ellos se mezclen grupos de marineros y de señoritas de la ciudad nos trae a la memoria el gran número del final de Un americano en París –aspecto reforzado porque sabemos que en la película actúa Gene Kelly.

La cámara, al abandonar la plaza, entra por una ventana. En la estancia vemos a dos gemelas encantadoras, las hermanas Garnier, interpretadas por dos hermanas encantadoras, Catherine Deneuve y François Dorleac. Despiden a sus alumnas y se presentan solfeando: son Delphine y Solange, rubia una y pelirroja la otra, profesoras de danza y canto. Su madre las tuvo en un descuido juvenil, cada una tiene un lunar cerca de los riñones, nacieron con doce segundos de diferencia y tienen el objetivo de encontrar el amor de su vida, abandonar la provincia y triunfar en París.

Lo que sigue es luminoso, azaroso, alegre, brillante, colorista, festivo y jovial; y en ocasiones deliciosamente cursi. A medida que transcurre la película, que pasamos del viernes al lunes, cuando conocemos a la madre, y a Monsieur Dame (un tímido Michel Piccoli) y su tienda de instrumentos musicales, y a Andrew Miller el músico triunfante y a Duprouz el descuartizador y a Maxence el marino pintor que busca por el mundo su ideal femenino… nos damos cuenta de que hay un fondo de tristeza, tal vez de desconsuelo en esta historia de fiesta y fin de semana.

Demy parece decirnos que él apuesta por la alegría pero que no siempre nos encontramos ante fenómenos reconfortantes, que no todos los días son días de fiesta, ya que incluso durante éstos los personajes han de tener en cuenta el pasado y las perspectivas. No todas las personas son lo que parecen ni a todas les salen las cosas como ellas quisieran. En este sentido, tal vez pueda decirse que Las señoritas de Rochefort es un antecedente de Amelie, donde la gracia, la solidaridad y las alegrías van quedando recubiertas, a medida que transcurre el tiempo, por capas de desánimo.

Se han hecho muchas películas que tratan de zoquetes y pocas de Premios Nobel, muchas de criminales y pocas de altruistas o santos, muchas de tonterías parapsicológicas y pocas de lógica, muchas de oscuridad, sangre y terror, y pocas de flores y luz. Por eso es una suerte para la humanidad que Jacques Demy haya hecho esta película. Las señoritas de Rochefort es como un vaso de agua cristalina, una bocanada de aire fresco, una sonrisa alegre, un jardín exquisito… Aunque en el agua haya un poco de limón o un escarabajo en las plantas.

Nos regocijamos cuando Maxence nos describe con una canción “su ideal femenino”. Gozamos con las peripecias que han de pasar Andrew Miller y Solange Garnier antes de encontrarse y amarse. Quisiéramos tomar una copa con Yvonne, la madre, interpretada tranquilamente por Danielle Darrieux, quisiéramos compartir su amabilidad en el bar de cristales, luminoso y abierto.

Nos regocijamos cuando Delphine abandona a un novio que no sabe que para ella vivir es el amor y el sol, el canto y la alegría, y que piensa que el que merezca ser su amado ha de tener espíritu democrático. Podemos ponernos pensativos cuando nos damos cuenta de que uno puede aburrirse en medio de la fiesta y que dentro de la comedia puede acechar el drama. Ni que decir tiene que después de la mucha alegría y junto a pequeñas dosis de tristeza y aburrimiento, triunfará el amor. La madre y una de las hermanas encuentran a sus amados, y la otra lo encontrará poco después de la palabra “Fin”.

Después podemos recapitular y llegar a la conclusión de que es una suerte que exista Las señoritas de Rochefort; o por lo menos es una suerte para los que preferimos las alegrías antes que las lágrimas, la amabilidad a los desplantes, la inteligencia antes que la idiotez; para los que nos encantan ciertas sensaciones que nos regala Jacques Demy: el sabor del vino, el olor del pan recién horneado, los suaves rayos del sol de la mañana, el resplandor nocturno de las plazas en fiesta, las caricias de un viento suave y fresco en los rostros recién lavados...

jueves, 18 de agosto de 2011

SUNSHINE (I. Szabó, 1999) –A4

No es lo mismo La montaña mágica que una novelita policíaca, por muy bien que ésta esté dentro de su estilo, por más que sea una floritura del género. La amplitud de miras de la magna obra de Thomas Mann, el conjunto de asuntos y temas y preocupaciones que aborda o narra, hace que no sean comparables. Una puede que sea una gracia con estilo, la citada es una obra maestra. Lo mismo se puede decir cuando comparamos algunas películas. Algunos jueguecitos de W. Allen o de I. Allen no son comparables a Guerra y Paz de King Vidor. No es lo mismo Sunshine que cualquier fruslería de… (Me callo, para no citar a ese otro tan famoso).

El húngaro István Szabó comenzó, allá por los años sesenta, haciendo con poco dinero un cine más o menos arriesgado e intimista en el que tenían importancia las situaciones de la colectividad. Tal es el caso de Padre o de Confianza, dos películas más que interesantes. Después de que Mephisto triunfara en Berlín, recibió ofertas norteamericanas y realizó, entre otras, Cita con Venus, una película más o menos famosa que a mí no me interesa. En 1999 realizó, con dinero de cuatro países, una película cara y estupenda, Sunshine, en la que da cuenta de tres generaciones que se mueven a través de la historia, y cuya autoría es enteramente suya, pues suya es la idea original y colaboró en el guión.

Aunque tiene una envoltura distinta, Sunshine se parece al primer cine de Szabó, en el sentido de que aborda conjuntamente asuntos individuales y hechos colectivos; pero también es diferente, aunque no sea sino en amplitud. Narra el devenir de los Sonnenschein a través tres generaciones, desde que uno de los miembros, llevando un libro de recetas, se traslada del campo a la ciudad. Allí Ignatz, que ha llegado a ser un juez de prestigio, cambiará el apellido por el de Sors, para acceder a un alto puesto en el juzgado central.

Adam, el hijo de Ignatz y de la prima Valerie, seguirá apellidándose Sors, entre otras cosas porque le conviene para poder entrar en el club de oficiales, lugar al que es requerido debido a su alto domino de la esgrima; hasta tal punto que formará parte del equipo nacional húngaro y ganará la medalla de oro en la olimpiadas de Berlín. Ivan, el hijo de Adam, verá morir a su padre a manos de los nazis, se alista en el partido comunista con afán de venganza, volverá a apellidarse Sonneschein y nos cuenta la historia.

Aunque ésta narra la evolución de la rama masculina de la familia, la prima, la madre y la abuela Valerie tiene una importancia fundamental. Ella es la que no se atiene a los credos ni a las convicciones, la que se le declara a Ignatz, la longeva que enmarca con su vida la historia de Sunshine, una película cuya narración posee ritmo y nervio, cuyas imágenes son hermosas y significativas, y en la que no faltan momentos emocionantes ni secuencias inolvidables.

LA FIERA DE MI NIÑA, (H. Hawks, 1938) - B5

Nadie le niega a Howard Hawks su condición de clásico pero cuesta darse cuenta de sus peculiaridades. ¿Dónde reside su estilo, qué tienen en común las películas de alguien que nos dejó obras estupendas en el western, la comedia, el drama y el cine negro? Algunas de las mejores (Río Rojo, Sólo los ángeles tienen alas, Río Bravo, ¡Hatari!) se refieren a un grupo; a un grupo de profesionales que deben realizar un trabajo o cumplir una misión, y en el que se dan relaciones de amistad y se presenta algún problema con alguno de los componentes. Para que la situación sea del todo hawksiana, siempre hay una mujer de fuerte personalidad que viene a complicar las cosas.

Alguno de esos fuertes personajes femeninos los encontramos también en las comedias, en las que es habitual que ella y él sean muy diferentes; es el caso de Bola de fuego o de Su juego favorito. En La fiera de mi niña, el Dr. David Huxley (Cary Grant) es un científico serio y despistado, es de suponer que pertenece a la clase media, está a punto de casarse, le preocupa un hueso intercostal… Susan Vance (Katharine Hepburn) es desinhibida y rica, y no tiene preocupaciones; no tiene preocupaciones hasta que lo conoce y lo desquicia y se propone conquistarlo.

La primera secuencia es digna de estudio. En el primer plano vemos un edificio, en el segundo un letrero: “Museo de Historia Natural”. En el tercero vemos un amplio espacio interior en el que destaca el esqueleto de un dinosaurio y cómo un hombre camina hacia una mujer. El hombre dice algo y ella lo manda a callar y le dice que el doctor está meditando. La cámara sigue los ojos del hombre y nos muestra a David con una mano en la barbilla, desde una regular distancia. Luego la cámara hace un movimiento análogo al anterior y lo deja en primer plano, mostrando su bata blanca y sus gafas, y detalles de su capacidad de abstracción y de torpeza física. Todo ha durado apenas unos segundos, pero son suficientes para que nos hagamos cargo de la situación. En algo como eso consiste el estilo de Howard Hawks, del que podríamos decir que su principal característica es la “naturalidad”, el que las cosas suceden de la mejor manera posible sin que nos demos cuenta de cómo suceden.

En la segunda secuencia el chico y la chica se conocen. Él está jugando al golf con el señor Peabody, con el propósito de conseguir un millón de dólares, necesario para continuar con sus investigaciones en el Museo. Ella se “apodera” de una pelota y cuando él va a reclamarla tiene lugar uno de esos diálogos insustanciales de las comedias de Howard Hawks, en los que cada frase es un poco graciosa y un poco absurda, sin que ninguno de los interlocutores pretenda pasar por absurdo o gracioso. Para más desgracia, cuando ella se empeña en sacar el coche del aparcamiento… Para mayor gracia, a continuación se encuentran por casualidad en un restaurante, a donde el Dr. Huxley ha ido con el propósito de hablar por fin con el Sr. Peabody. Una inocente aceituna da lugar a una cadena de ligeros desastres: ella sale con el traje roto y él sale detrás, con el traje roto también y sin haber podido hablar con el señor Peabody.

Esas gracias y esas situaciones ligeramente absurdas son mostradas con naturalidad, como ya hemos dicho, pero eso no es todo. Además, tienen ritmo, fluyen sin interrupciones y como si una fuera la lógica consecuencia de la anterior. Tal vez ésa sea otra de las características del estilo Hawks.

Ese día, el Dr. Huxley acaba en la casa de Susan, para que ella le cosa el frac. A partir de entonces, en un ritmo que podríamos calificar de vertiginoso si no fuera perfecto, se suceden una serie de situaciones a cual más divertida, en las que él “sufre” o hace el ridículo mientras ella toma las riendas y lo lía todo; lo lía a él hasta el punto de que, guiados por el “impulso amoroso”, y al margen del leopardo “Baby”, del famoso hueso intercostal que completará el brontosauro, del millón de dólares que necesita pedirle a la tía Randon, de los bestiales sonidos y las cacerías del Mayor Appeglate, él acaba enamorado y la mitad del tiempo por el suelo, a pesar de que es un hombre digno (a juzgar por la profesión y por lo que piensa Alice, la novia con la que iba a casarse).

La secuencia final tiene lugar en una comisaría, en la que bastantes personajes se interesan por “Baby” y otro leopardo, éste sí que fiero. Con la misma naturalidad que las anteriores, fluye esa secuencia de muchos planos. Esta es una de las maravillas del cine: para que todo parezca que sucede naturalmente, la realidad física ha de ser descompuesta según una intención. Si nos ponen la cámara en un lugar y nos muestran un bautizo o una boda, el evento parece artificial y carente de interés; y no digamos nada si la cámara la mueve uno de los familiares. Como la secuencia aludida es mostrada por Howard Hawks, los enredos parecen reales y como si las cosas no pudieran ser de otra forma.

Según sus palabras, el misterio estriba en poner la cámara a la altura del ojo. Exceptuando algún detalle de montaje, no vemos en sus películas travellings ni zooms, ni otros alardes estilísticos o técnicos. Por lo que podemos creer que vemos la realidad cuando en verdad todo es producto del artificio y de la precisión, del arte. Con arte y naturalidad la arrasadora Susan acabará “cazando” al Doctor Huxley; y si al cazarlo le destroza el traje, la boda y el sosiego, le proporcionará mucha alegría y es de suponer que algo de felicidad.


miércoles, 17 de agosto de 2011

EL RÍO (J. Renoir, 1951) – A5

Con la aquiescencia de Alain Resnais, me apetece decir que Jean Renoir es el más importante director francés, el que ha hecho un mayor número de películas que pueden considerarse excelentes. Sólo John Ford, Akira Kurosawa, Roberto Rossellini y unos pocos más pueden mostrarnos tantas películas tan interesantes. Lo confirman, citándolas sin orden y señalando que algunas son de producción norteamericana, La fille de l’eau, Bajos fondos, Aguas pantanosas, Toni, La Marsellesa, Ésta es mi tierra (yo prefiero llamarla de esta forma y no Esta tierra es mía, porque creo que está más acorde con lo que es la película y para no confundirla con otra de Henry King), La bestia humana (años después Fritz Lang contó la misma historia en Deseos humanos), La carroza de oro, La golfa (años después Fritz Lang contó la misma historia en La mujer del cuadro)…

Creo que entre las que más me gustan puedo citar La gran ilusión, El hombre del sur, El testamento del Dr. Cordelier, La regla del juego y El río.

El testamento del Dr. Cordelier es la más libre y peculiar de las películas basadas en Dr. Jeckill y Mr. Hyde –junto con El profesor chiflado, de J. Lewis--. Empezando como si se tratara de una crónica de sucesos, nos habla de la profunda división en que puede sumergirse la psique del ser humano; por un lado, cuando se instala en la realidad, puede ser alguien serio y bondadoso, eminente incluso, mientras que, por otro, puede ser un monstruo ridículo cuando deja que afloren sus deseos más profundos.

Las reglas del juego es una dramática farsa que puede verse como un reflejo de una sociedad estúpida, más interesada en no aburrirse que en enfrentarse con los problemas, más interesada en pasar el rato –en fiestas, juegos amorosos o teatrales, etc. – que en abordar el presente o el futuro. Está compuesta por individuos sin valores, medio alocados, ricos o medio ricos inútiles y fracasados, a los que ni siquiera interesa la caza o los banquetes que organizan para pasar la vida. Los representantes de la misma son individuos procedentes de las clases altas –condes, nobles, artistas, héroes y militares, así como las mujeres que los acompañan-- y dedican la existencia, en un momento de crisis previo a una gran guerra, a reírse cuando alguien cuenta que un ascendiente de ellos le disparó a un hombre por equivocación y que éste murió tres días después, y que permanecen con una sonrisa en la boca, bebiendo, bailando y jugando a las cartas cuando ante sus ojos se produce un drama, cuando un marido supuestamente engañado persigue a su esposa con un revólver. En cuanto a los fieles criados… Son fiel reflejo de los señores.

Hay un instante en que una dama se entera de que su marido tiene una amante. Se siente entonces dolorida, no por el hecho en sí, sino por haber vivido durante tres años “sumergida en la mentira”. Auguste –personaje interpretado por Jean Renoir y aspirante él mismo a ser amante de la señora— le dice: “Ahora todo el mundo miente. Los folletos, los gobiernos, la radio, el cine, los periódicos... ¿Cómo pretendes que los particulares no mintamos?” Si podemos hacer una transposición y señalar que el juego estúpido del grupo es un reflejo de la sociedad y de las preocupaciones en 1939, también podríamos extrapolar para decir que es posible que en la actualidad ocurra algo parecido, en cuyo caso no nos quedaría más remedio que llorar en medio de la risa.

Si he elegido El río se debe a dos cuestiones: 1) porque es una joya, una obra de arte, un filme único, peculiar, no parecido a ningún otro; 2) porque me permite hacer dos digresiones que supongo pertinentes:

A) Muchas películas, preferentemente las norteamericanas actuales, de consumo semanal, pero no sólo ésas, pretenden impedir que el espectador piense, como si el principal papel de las imágenes, que pasan a la velocidad de un plano por segundo, fuese bloquear la razón o las conciencias. El río es una película tranquila, que da tiempo para la meditación, para pensar en otros mundos y en otras ideas, y que propone la mesura y la contemplación. B) Actualmente está de moda aplaudir el aspecto documental de ciertos filmes de ficción; hay quien considera que, por eso, algunas aburridas naderías son originales obras maestras, cuando el documental dentro de la ficción es algo casi tan antiguo como el cine. Lo demuestran Los proscritos (Victor Sjöström, Suecia, 1917), La montaña sagrada (Arnold Frank y Wilhem Pabst, Alemania, 1924), Tierra (Dovjenko, Rusia, 1930), Viking (Frissel y Meldford, 1934), etc. El río es uno de los antecedentes más gloriosos de lo que decimos, una película en la que junto a una sencilla historia se nos muestran diversos motivos de la realidad hindú, de tal modo que podemos decir que no es sólo una sencilla historia sino de la suma de la misma y de las costumbres y los rincones de la India, a los que hay que añadir el río y el fluir de la vida.

Como digo, la historia es sencilla: el Capitán John, un joven norteamericano mutilado de guerra, va a pasar unos días en la India con el primo John, el cual vive junto a una familia inglesa compuesta por el matrimonio, un hijo y cinco hijas, siendo una de ellas una adolescente. Tres muchachas se enamoran de él: Harriet, la narradora, hija de los ingleses, Mélanie, una muchacha mestiza, hija del primo John y de una hindú ya fallecida, y Valérie, hija de un rico vecino inglés. Mientras tanto, Bogey, el hijo varón del matrimonio, un niño de unos once años, muere, picado por una serpiente, a la que visitaba con frecuencia junto a Kanu, su amiguito hindú. Finalmente, John se va y la madre da a luz una nueva vida.

Pero eso no es todo. Hay que decir que arropados por la sencilla historia se abordan temas como el crecimiento, los primeros amores, la muerte, la relación entre personas de distinta raza... Hay que decir que, junto al amor, las adolescentes descubren el dolor y la renuncia. Hay que decir que Harriet también conoce la culpa y el renacimiento. Hay que decir que asistimos a la vida cotidiana y tranquila de una familia británica afincada en la India, concretamente en la región de Calcuta.
Hay que añadir que si lo dicho es importante no habla del tono de la película. Yo diría que ese tono es el de la serenidad y la ofrenda, al que contribuyen de manera esencial los perfectos encuadres y las digresiones visuales relacionadas con el aspecto documental del que hablaba antes. Unas imágenes tranquilas y hermosas, tomadas colocando la cámara en el mejor lugar posible, como suelen hacerlo los grandes directores, nos muestran las cosas, a las personas y algunos dones de la naturaleza.

De las digresiones de que hablo tenemos una buena muestra desde el comienzo. Éste podría ser la llegada del Capitán John. Lo hemos visto muchas veces en el cine: un forastero va a caballo hacia un poblado del Oeste, un policía llega a un lugar en el que se ha cometido un crimen o un periodista a otro en el que se ha producido un escándalo, un aventurero se dirige a tierras exóticas, un hombre desencantado alcanza altas montañas o bosques alejados de la civilización… Esta película, en la que es importante la llegada de un personaje al espacio en que se desarrollará la acción, comienza hablando de la India, no del capitán ni de la casa del matrimonio ingles. “En la India –dice la voz de Harriet--, en ocasiones especiales, las mujeres decoran el suelo de la casa con arroz, harina y agua”. Luego nos dice que va a hablar de su primer amor mientras vemos barcas, remeros, hombres preparando los aparejos… una especie de mini documental del gran río que nace en el Himalaya, fluye con parsimonia a través del barro y desemboca en la bahía de Bengala, así como de la gente que vive y muere en él.

Otra digresión estupenda está relacionada con el Diwali, la fiesta de las luces, la que celebra la llegada del invierno, caracterizada porque podemos ver miles de lamparitas consumiéndose por todas partes. Las mujeres las depositan con delicadeza en torno a los altares o a ciertos árboles, las transportan delicadamente en bandejas ad hoc, los niños deambulan con ellas por el mercado o las colocan sobre barquichuelas... Lo bueno de una digresión de este tipo es que está conectada con el transcurrir de la película, pues también la celebran en casa de los ingleses y será el día en que las tres muchachas conocen al Capitán. Por otro lado, todo eso aparece ante nosotros de “forma natural”, sin que Renoir opte por una interpretación, como si estuviéramos en la India y lo viéramos porque es así, no porque haya sido preparado.

A mitad de película hay otra maravillosa digresión visual. Mientras Bogey y Kanu juguetean con la serpiente, las muchachas continúan los acercamientos al Capitán John y éste da vueltas por los alrededores de la casa que lo ha acogido, volvemos a ver el río, las barcas que lo cruzan, a algunos pescadores, una boda, una danza e imágenes de la cotidianeidad del lugar.

El cuidadoso ojo de Renoir poseía una maravillosa sensibilidad para captar la realidad física de las personas, de los objetos y del medio en que se mueven unas y otros. A este respecto podríamos decir que son vívidos los árboles, las barcas, el mercado… los personajes y los actores que les dan vida. Una de las características que suele citarse al hablar del cine de Jean Renoir se refiere a éstos. Se ha dicho que en sus películas los actores se olvidan del envaramiento propio del oficio y las interpretaciones aparecen antes nuestros ojos como si fuesen sinceras. En el caso de El río esto es exacto, en parte porque prescindió en parte de profesionales. Las tres muchachas están interpretados por personas elegidas para la ocasión. Las vemos como si fueran gente normal desenvolviéndose normalmente. Es imposible no ver a un sencillo niño hindú en el amigo hindú de Bogey. El caso de Harriet es especial. La muchacha que la encarna consigue que durante hora y media se encuentre cerca de nosotros una joven vecina de catorce o quince años, dulce, sensata, razonable, agradable… una preciosidad.

“El río fluye, el mundo gira… El sol sigue al día; la noche, a las estrellas y la luna.”, escribió Harriet. Al invierno le sigue la primavera, con flores y cánticos. A la muerte de Bogey le sigue el nacimiento de otro niño. Jean Renoir había hecho bastantes películas antes que El río y realizará otras pocas después; en casi todas muestra, de forma vívida y hermosa, aspectos de alguna realidad y de las conductas humanas.