miércoles, 14 de septiembre de 2011

EL ERIZO (M. Achache, 2009) –A3’5

Hay veces en los que se da la maravillosa confluencia de esencia, arte y popularidad. Algunas películas del cine clásico norteamericano albergan esa triple condición. Sin ir más lejos, y por citar algunas, podríamos poner los ejemplos de El hombre que mató a Liberty Valance (J. Ford), Estrellas de mi corona (J. Tourneur), El pistolero (H. King), y un largo, larguísimo etcétera. Es casi seguro que a cualquier espectador atento le interesan esos relatos aunque no se detenga a rastrear los contenidos históricos, políticos, míticos o morales que tales filmes contienen. Algo parecido podría decirse de La elegancia del erizo, una novela de Muriel Barbery, repleta de reflexiones en torno a la filosofía, el arte, la literatura o la existencia que, no obstante, ha alcanzado el millón de lectores. Sin saber nada de su biografía, me atrevo a decir, basándome en el libro, que la autora es una mujer inteligente, culta, de izquierdas y dotada de un fino sentido del humor.

Basándose en esa novela, Mona Achache realizó la película que comentamos. Sin saber nada acerca de su filmografía, puedo suponer que la directora es una mujer francesa, culta, inteligente y dotada de un fino sentido del humor.

Los erizos son una subfamilia de pequeños mamíferos, una de cuyas principales características es que están recubiertos de púas. Dichas púas no son venenosas, son pelos huecos repletos de queratina, lo que les concede rigidez, y cuyo único objetivo es ahuyentar a los enemigos. Cuando se ven amenazados, los erizos son capaces de enrollarse sobre sí mismos formando una bola amenazante que disuade a los otros seres a acercarse.

La protagonista de esta película, Renée, portera de una casa de pisos en un barrio residencial de París, es el personaje que sustenta la metáfora que da título al filme. Es probable que no sea real pero sí que es ideal, estupendamente ideal. Rara vez es amable pero siempre es cortés. Tras la apariencia de mujer fea, gorda y sin gracia que limpia la entrada, recoge el correo y saca la basura, se esconde un ser sensible y culto, que lee libros a todas horas y de todos los géneros, mientras devora tabletas de chocolate negro y pone la televisión para engañar a los vecinos y para que se divierta su gato.

Los únicos seres del entorno que son capaces de ver al ser culto y sensible que se esconde bajo una apariencia vulgar son: una entrañable limpiadora portuguesa, amiga de la portera, un enigmático y aristocrático japonés jubilado que acaba de instalase en el cuarto piso, y una pre-adolescente superdotada, medio frikie y medio existencialista que está planeando su suicidio, lo que llevará a cabo –dice-- cuando finalice el curso. (Éste es tal vez el personaje que peor parado sale de la transposición cinematográfica de La elegancia del erizo. Mientras que la novela está narrada a través de dos voces de análoga importancia, la de Renée y la de la pre-adolescente, y “vemos” perfectamente cómo cambian las perspectivas de ésta -- a medida que reflexiona y anota en su diario “ideas profundas”--, en la película deambula por la casa o por el vecindario dotada de una cámara, sin que lleguemos a saber qué sucede en su interior).

No obstante, y dejando aparte la novela, la película se nos presenta como un espacio de reflexión sobre la existencia y la muerte, sobre la amistad y el desapego, sobre lo importante y lo superficial. No contiene discursos, apologías o predicamentos, muestra acciones, interacciones, miradas, actitudes, palabras… lo necesario para que el espectador suspenda su vida cotidiana y se interese por lo que ocurre en esa casa de vecinos, en ese microcosmos fílmico.

Todas las buenas películas que muestran, sugieren y abordan temas importantes y sutiles requieren de actores no histriónicos. Todos y cada uno de los que intervienen en El erizo, incluidos los secundarios, hacen lo que tienen que hacer. Seguro que hay otros que lo harían igual de bien pero nunca mejor que ellos.

La película alcanza la categoría de excelente por su capacidad de combinar lo complejo de la reflexión filosófica --¿se puede ser feliz?, ¿se pueden tener amigos?, ¿hay algo por lo que merezca la pena vivir?-- con la simplicidad de unos seres que viven “una vida normal”, en el sentido de que no son héroes ni personajes trágicos, ni están sometidos a catástrofes naturales o a desamores insoportables. Aun teniendo en cuenta sus curiosas peculiaridades, podemos verlos en su cotidianeidad, como personas con las mismas miserias y encantos que nuestros vecinos de enfrente.

Si tuviera que ponerle una pega sólo diré que no me gustó el final, pero no porque sea inverosímil, falso o desagradable, no; es estupendo y emotivo; pero es que en este tipo de historias me gustan más los finales al estilo de Frank Capra. Por cierto, todo el mundo debería leer la novela, antes o después de ver la película, no importa cuándo. Ésta sí que enseña divirtiendo.


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