martes, 24 de enero de 2012

DIARIO DE UN CURA RURAL (R. Bresson, 1950) - A5

Bresson, Robert Bresson… ¿Qué decir de este francés dostoievskiano, católico austero y jansenista, autor de Notas sobre el cinematógrafo, un libro de sentencias en las que vierte sus ideas a contracorriente, su desprecio por la mayoría del cine? ¿Qué decir de aquél que dirigió trece películas, casi todas relacionadas con la culpa y el perdón, y al que la historia le ha dado multitud de adoradores y exégetas? Si yo fuese uno de sus devotos, diría que hizo un cine trascendental y único, tocado por la gracia del vacío, detrás de cuyas coordenadas está la presencia inefable del alma. Si fuese un detractor diría que su cine carece de gracia. Como no soy uno ni lo otro intentaré decir algo sobre Diario de un cura rural, una película que me fascina a pesar de que no soy creyente.

Si yo fuese uno de sus devotos hablaría de su estilo trascendental, alejado del espectáculo. Si fuese uno de sus devotos menospreciaría las películas interpretadas por actores cuando no por estrellas, y vería en ellas reminiscencias de “la terrible costumbre del teatro”. Si fuese uno de sus detractores diría que él cayó en lo teatral al evitar los benditos recursos de la novela, al eliminar la historia, la progresión dramática. Como no soy lo uno ni lo otro diré que lo peor de Bresson no es Bresson mismo, son sus exégetas, aquellos que quieren convertir sus modos e ideas en la esencia del cine y en la pura verdad. Como no soy lo uno ni lo otro diré que sus ideas y sus modos pueden explicar su cine pero que en absoluto pueden aplicarse al de los demás. Él hizo películas estupendas y peculiares, pero eso no quiere decir que todas tengan que ser así. Estoy por decir que un Bresson es una maravilla. Dos serían dramáticos. Cinco o seis son un desastre; cinco o seis personificados en esos discípulos que muestran, durante un cuarto de hora, cómo un individuo sin mayor importancia se bebe un vaso de agua de la llave.

Una película puede ser un espectáculo. Muchas de las que vemos los domingos a las seis son eso, una función pública que nos asombra a través de los ojos. Al abominar de este tipo de cine, ¿Bresson quiso mandar a los infiernos a Cantando bajo la lluvia y Un americano en París? Al negar a los actores profesionales, ¿quiso decir que no le gusta la interpretación de Ronald Colman en El mundo de George Apley? El cine de Bresson es lo contrario de un espectáculo, de acuerdo. Sus películas son visiones meticulosas de algún momento de la vida de alguien, sobre una preocupación fundamental de una persona, sea ésta una monja, una santa, un cura, un preso, una dama, un ladrón o un caballero medieval, de acuerdo; pero, ¿todo el cine tiene que ser así?

Después de Un condenado a muerte se ha escapado y de Pickpocket su cine se va haciendo cada vez más frío, más distante. Yo prefiero sus primeras películas, aquéllas que contienen algo de anécdota, las que casi narran, a aquellas otras que dedican sus imágenes a mostrar un único, repetitivo hecho. Dejando a un lado El proceso de Juana de Arco, una película que me encanta a pesar de que podría ser un paradigma de su estética radical, mis preferidas son Diario de un cura rural y Les dames du Bois de Boulogne.

Si quisiéramos hablar de alguna característica general de las películas de Bresson desde el punto de vista “argumental”, tal vez podríamos decir que sus personajes se encuentran solos con sus conciencias, con sus dilemas religiosos o morales, anhelando la utilidad social, la libertad o la gracia. En Un condenado a muerte se ha escapado el protagonista no tiene otra cosa que hacer que buscar la libertad… En El proceso de Juana de Arco la santa espera ser ejecutada… En Diario de un cura rural es un joven atrapado por las miserias de un pueblo, incapaz de ser útil, que anhela la gracia que no se le concede. En Al azar, Baltasar es un burro el que se encuentra preso de la gente, y es él, el burro, el verdadero protagonista, el que pasa de mano en mano y va de violencia en violencia, sin comprender por qué, pero haciéndonos ver que algo parecido le ocurre a Marie, su primera, su verdadera dueña.

Al comienzo del Diario… vemos cómo el que llega, el cura de Ambricourt se limpia con un pañuelo el rostro cansado; después de un plano en el que el dueño de la mansión y una mujer se abrazan, vemos al cura tras las rejas del jardín. Lo normal es que se nos mostraran tras las rejas a los que se encuentran en la mansión. Bresson, por el contrario, nos muestra tras las rejas al que está fuera, al cura, en un plano inusual. Luego entra en una casa pobre. No hay nada más en esa mini secuencia. No hay ningún estruendo, ninguna prisa, ningún truco narrativo… Las imágenes son hermosas, y recrean la mirada y el intelecto porque son serenas y nos muestran el tono de la película y el espíritu del protagonista. No ocurre así sólo en el comienzo. Toda ella consta de pequeñas secuencias del mismo tono, de la misma perfección, en las que más que fuegos de artífico visual importan el tono sosegado y triste, correspondiente al espíritu de ese cura joven, apocado, sin experiencia, incapaz de enfrentarse a su enfermedad o a las miserias de la pequeña ciudad que es su primer destino.

No es un asunto de creencias el que me lleva a sentir una profunda fascinación por esta película. El protagonista es un joven enfermo cuyo diario existir nos parte el alma, seamos católicos o no; porque aparte de referirse a un cura que llega a su primera parroquia, lo que se nos muestra es el tortuoso drama de alguien que no encuentra el modo de vencer las dificultades que se le presentan durante el primer contacto con el mundo, con el trabajo, con los demás, y al que le resulta imposible conseguir lo que desea: ayudar a sus feligreses y el estado de gracia.

En un blanco y negro sombrío, podemos verlo por los caminos o las calles embarradas yendo a ninguna parte; o a la mansión de los condes, donde se alberga el drama más intenso, exceptuando el de él. Podemos verlo con la mirada perdida en el vacío, escribiendo un diario en el que anota las penas que lo afligen, y que Bresson, siguiendo a Bernanos, nos lo muestra a través de imágenes precisas y una abundante voz en off. Podemos ver cómo baja por unos oscuros escalones de la casa, con la derecha tocándose el cuello y con la izquierda sosteniendo un quinqué; y luego podemos ver cómo sopla y apaga la luz y se dice: “Dios me ha abandonado”.

Todo le sale mal. Cuando piensa hacer algo por los jóvenes, no lo consigue. Un anónimo le indica que pida el traslado. Detrás de él no hay una vida familiar que lo sustente (incluso se insinúa que la tendencia a beber se debe a los progenitores, los cuales, además, lo criaron malnutrido); delante ve un muro negro. Cuando acude al cura de Torcy, un hombre mayor y experimentado, y le pide consejo, éste le señala que no debe buscar el amor entre los feligreses, sino exigirles respeto y obediencia, algo para lo que no está capacitado. Cuando acude a un médico ateo, amigo de dicho cura, el diagnóstico es descorazonador.

Hay un momento en que sonríe. Cuando se aleja de Ambricourt definitivamente, lo recoge un sobrino del conde y lo lleva en moto. Experimenta entonces, por primera vez, el vértigo del riesgo, lo que le causa cierta alegría. Al final se refugia en la casa de un condiscípulo, de alguien que había conocido en el seminario pero que ahora vive en una pobre casa con una pobre y buena mujer. Parece ser que allí, en el último instante, experimenta el placer de “la gracia”.

La realización es sencilla, de esa sencillez que se apoya en la meditación; e intensa, con esa intensidad que sólo da el talento. Con la pureza fílmica y la austeridad que lo caracteriza, sin vanaglorias ni guiños, este director francés nos muestra a un joven solitario, pusilánime, insomne, incapaz, desesperanzado, necesitado de compasión y ternura, enfermo del estómago y que duda de su fe y de él mismo; y que en cada frase y en cada mirada pone ante nosotros su sufrimiento moral y físico, a través de lo que podríamos denominar miniaturas de las desolación.