Agnes Varda realizó en el año 2000 una estupenda película-documento titulada Los espigadores y la espigadora, en la que muestra su interés y comprensión por los que se alimentan con los desperdicios de la sociedad del bienestar –económico más que espiritual--. En 1991, un año después de que Demy muriera, había realizado otra titulada Jacquot de Nantes, un homenaje y una evocación del esposo amado y tal vez admirado.
Jacquot de Nantes es una película con partes documentales y partes de ficción. Empieza con el verdadero Jacques Demy estirado en la arena. Está mayor, enfermo, próximo a morir; sus manos, manchadas por la enfermedad y los años, acarician y sueltan un puñado de polvo. De la vejez pasa a la infancia. Nos muestra a un joven actor interpretando a Jacques, a Jacquot, un niño feliz, interesado por el taller del padre, los quehaceres de la madre y los juegos con los amigos. Le entusiasman el teatro de guiñol y el cine de dibujos animados. Para completar las imágenes sobre la infancia, Agnes Varda introduce en su película imágenes de películas de Jacques Demy, en las que tienen importancia la alegría, la fantasía y la música. Nos enteramos que ahí está el germen de Piel de asno o El flautista de Hamelín pero también que su padre era mecánico de coches, como lo sería el protagonista de Los paraguas de Cherburgo.
Luego el joven Demy consiguió una buena caja de cartón para construir su propio guiñol, luego logró conseguir una cámara de juguete con la que hizo sus primeros intentos cinematográficos y luego consiguió una cámara de verdad con la que iba a realizar Lola, La bahía de los ángeles, Piel de asno, El más grande acontecimiento después de que el hombre llegó a la luna, Lady Oscar, etc.
De entre todas hay que destacar Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort. Las dos son muy diferentes al resto de las películas francesas y aun del mundo. Comparadas entre sí son muy parecidas pero también muy diferentes. La primera es como una ópera u opereta moderna, toda ella cantada. Lo que la convierte en maravillosa son la música, el decorado y el tratamiento del color; y haber armonizado con arte y talento dos géneros aparentemente antagónicos, el musical y el melodrama.
Es probable que Los paraguas de Cherburgo sea más perfecta, pero yo siento una especial predilección por Las señoritas de Rochefort, tal vez porque me proporciona más regocijo. Ya desde los títulos de crédito nos alegramos con la llegada de un grupo de feriantes a una ciudad marítima. Llegan en motocicletas, caballos blancos y camiones azules, y uno de los conductores luce una camisa fucsia y tiene la cara de George Chakiris. Todavía no han llegado a la plaza, todavía van en el trasbordador, cuando se bajan de los camiones y comienzan a bailar, lentamente, como si despertaran, al son de una música ligera en la que sobresale un piano. Nos enteramos de que el guión y las letras de las canciones son de Jacques Demy y que la música ha sido escrita y dirigida por Michel Legrand. Es un viernes por la mañana. En un cartel situado a la entrada de la ciudad está escrito “Fête de la Mer”. Un marinero con la cara de Jacques Perrin masca chicle y observa.
La troupe llega a una plaza de la ciudad en fiestas. Es una plaza amplia, luminosa, flanqueada por edificios de poca altura, hermoseada por banderolas verdes y amarillas, en la que bailan mujeres de trajes multicolores y en la que los niños observan. Los componentes de la troupe comienzan a instalarse. Ahora danzan más ligeros, más rápidos. Unos pasos recuerdan a West Side Story. El hecho de que con ellos se mezclen grupos de marineros y de señoritas de la ciudad nos trae a la memoria el gran número del final de Un americano en París –aspecto reforzado porque sabemos que en la película actúa Gene Kelly.
La cámara, al abandonar la plaza, entra por una ventana. En la estancia vemos a dos gemelas encantadoras, las hermanas Garnier, interpretadas por dos hermanas encantadoras, Catherine Deneuve y François Dorleac. Despiden a sus alumnas y se presentan solfeando: son Delphine y Solange, rubia una y pelirroja la otra, profesoras de danza y canto. Su madre las tuvo en un descuido juvenil, cada una tiene un lunar cerca de los riñones, nacieron con doce segundos de diferencia y tienen el objetivo de encontrar el amor de su vida, abandonar la provincia y triunfar en París.
Lo que sigue es luminoso, azaroso, alegre, brillante, colorista, festivo y jovial; y en ocasiones deliciosamente cursi. A medida que transcurre la película, que pasamos del viernes al lunes, cuando conocemos a la madre, y a Monsieur Dame (un tímido Michel Piccoli) y su tienda de instrumentos musicales, y a Andrew Miller el músico triunfante y a Duprouz el descuartizador y a Maxence el marino pintor que busca por el mundo su ideal femenino… nos damos cuenta de que hay un fondo de tristeza, tal vez de desconsuelo en esta historia de fiesta y fin de semana.
Demy parece decirnos que él apuesta por la alegría pero que no siempre nos encontramos ante fenómenos reconfortantes, que no todos los días son días de fiesta, ya que incluso durante éstos los personajes han de tener en cuenta el pasado y las perspectivas. No todas las personas son lo que parecen ni a todas les salen las cosas como ellas quisieran. En este sentido, tal vez pueda decirse que Las señoritas de Rochefort es un antecedente de Amelie, donde la gracia, la solidaridad y las alegrías van quedando recubiertas, a medida que transcurre el tiempo, por capas de desánimo.
Se han hecho muchas películas que tratan de zoquetes y pocas de Premios Nobel, muchas de criminales y pocas de altruistas o santos, muchas de tonterías parapsicológicas y pocas de lógica, muchas de oscuridad, sangre y terror, y pocas de flores y luz. Por eso es una suerte para la humanidad que Jacques Demy haya hecho esta película. Las señoritas de Rochefort es como un vaso de agua cristalina, una bocanada de aire fresco, una sonrisa alegre, un jardín exquisito… Aunque en el agua haya un poco de limón o un escarabajo en las plantas.
Nos regocijamos cuando Maxence nos describe con una canción “su ideal femenino”. Gozamos con las peripecias que han de pasar Andrew Miller y Solange Garnier antes de encontrarse y amarse. Quisiéramos tomar una copa con Yvonne, la madre, interpretada tranquilamente por Danielle Darrieux, quisiéramos compartir su amabilidad en el bar de cristales, luminoso y abierto.
Nos regocijamos cuando Delphine abandona a un novio que no sabe que para ella vivir es el amor y el sol, el canto y la alegría, y que piensa que el que merezca ser su amado ha de tener espíritu democrático. Podemos ponernos pensativos cuando nos damos cuenta de que uno puede aburrirse en medio de la fiesta y que dentro de la comedia puede acechar el drama. Ni que decir tiene que después de la mucha alegría y junto a pequeñas dosis de tristeza y aburrimiento, triunfará el amor. La madre y una de las hermanas encuentran a sus amados, y la otra lo encontrará poco después de la palabra “Fin”.
Después podemos recapitular y llegar a la conclusión de que es una suerte que exista Las señoritas de Rochefort; o por lo menos es una suerte para los que preferimos las alegrías antes que las lágrimas, la amabilidad a los desplantes, la inteligencia antes que la idiotez; para los que nos encantan ciertas sensaciones que nos regala Jacques Demy: el sabor del vino, el olor del pan recién horneado, los suaves rayos del sol de la mañana, el resplandor nocturno de las plazas en fiesta, las caricias de un viento suave y fresco en los rostros recién lavados...
viernes, 19 de agosto de 2011
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