domingo, 15 de mayo de 2011

EL GATOPARDO (L. Visconti, 1963) – A5

Hay películas que sirven para pasar el rato. Uno se divierte con las interpretaciones de los actores, con un guión ingenioso, con situaciones insólitas o divertidas, etc. El cine de géneros del Hollywood clásico nos ha proporcionado muchos de esos buenos ratos. Otras nos enseñan cómo son las personas, qué piensan o cómo actúan ante hechos cotidianos o ante acontecimientos históricos.

Visconti realizó casi siempre películas de este segundo tipo; Senso, Ludwig y La caída de los dioses son ejemplos de lo que decimos. También mostró buen gusto por lo literario, adaptando novelas estupendas, tales como Noches blancas, El extranjero, Muerte en Venecia… Desde este punto de vista, El Gatopardo lo tiene todo: aborda un importante asunto histórico y está basada en una gran novela.

La acción se sitúa en torno a 1860, cuando Garibaldi, entre otros, lucha por la unificación de Italia, y se centra en las vivencias de don Fabrizio, Príncipe de Salina, un noble de la vieja estirpe que contempla con lucidez, aprovechamiento y resignación la instauración de la democracia, y cómo llega la muerte de su mundo y de él mismo. Cuando su sobrino Tancredi, al que quiere más que a ningún hijo, decide unirse a los garibaldinos, no le dice que no. Y cuando éste, en contra de la estirpe y a favor de los tiempos, decide casarse con una plebeya rica además de hermosa, no sólo no le dice que no sino que le envidia la juventud; ella se llama Angelica y es hija de Don Calogero, un hombre que llega a la cúspide de la nueva escala social, la relacionada con el dinero, y al que don Fabrizio acabará respetando y en honor del cual –y de su hija-- organiza una espléndida fiesta.

Si no aludiera a la frase de Tancredi "Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie ", podría pensarse que no he leído nada sobre esta película; y es verdad que la frase, además de sobradamente citada, es pertinente, pues alude al surgimiento de un nuevo orden social y a la actitud de las personas que tratan de acomodarse a él. Lo que pasa es que me gustaría ampliarla con otra, puesta por Lampedusa en boca de don Fabrizio y dirigida al padre Pirrone: “No somos ciegos, querido padre, sólo somos hombres. Vivimos en una realidad móvil a la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del mar. A la santa Iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad; a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que promete durar cien años equivale a la eternidad. Podremos acaso preocuparnos por nuestros hijos, tal vez por los nietos, pero no tenemos la obligación de esperar acariciar más lejos con estas manos. Y yo no puedo preocuparme de lo que serán mis eventuales descendientes en el año 1960”.

El Gatopardo es una película minuciosa y deslumbrante, en la que importan la historia y la política, y también las personas. Tomándose su tiempo, Visconti nos muestra asuntos familiares o sexuales del Príncipe, su trato con los sirvientes, las actitudes y las perspectivas de sus hijos, las preocupaciones mundanas o metafísicas del padre Pirrone… Todo ello con una melancolía velada por la lucidez; con una melancolía relacionada con el final de un mundo espléndido a la par que decrépito; y por la pérdida de la juventud y el final de la vida.

Habría que aludir también a la precisión, conjugada con la brillantez. Veamos un ejemplo entre los muchos posibles. Cuando Trancredi se despide de la casa de los Salina con el propósito de unirse a los garibaldinos, hay un grupo y una persona pendientes de su marcha. Son unos pocos planos de corta duración que, no obstante, hablan del cuidado con el que ha sido realizada esta singular película. En el grupo están el príncipe Fabrizio, su señora y varios hijos. Se ven desde abajo, al borde de una hermosa balaustrada, detrás de la que aparece una montaña. El plano nos indica la sensación de poder o al menos de nobleza que aún ostentan. La persona es Concceta. Está sola, delante del portón en que ha despedido al primo Tancredi. Se ve pequeña, desde arriba, lo que comunica la sensación de que se encuentra abatida por el amor.

La secuencia de las primeras escaramuzas en Palermo, aunque está bien, podría haberla realizado cualquier director con oficio. La de la fiesta con que el Príncipe presenta en sociedad a los nuevos familiares no la ha podido realizar sino Visconti. Es una gran secuencia, de más de media hora, en la que se muestran amores, deseos, convenciones, nobleza, recapitulaciones políticas, conversaciones en torno al estado de la nación… Todo es esplendoroso: el palacio, la llegada de los invitados, los trajes, la belleza de algunas muchachas, los candelabros, las alfombras... Si sólo se mostrara ese esplendor, la secuencia duraría cinco minutos y no habría más que decir. Pero es que es algo así como una representación de la sociedad en la que se inscribe la acción, y muestra la actitud vital y política del principal personaje de la película, un príncipe que ve cómo se derrumba su mundo para que nazca otro y que acepta los cambios porque, aunque piensa que los chacales están sustituyendo a los leones que eran él y los suyos, es consciente de que no queda otro remedio.

Curiosamente dicha secuencia comienza con una panorámica que nos muestra un pobre caserío y una ladera en la que trabajan unos labriegos, imágenes que dan paso, sin que haya fundido alguno, al esplendor del palacio. Llegan los invitados, entre ellos un coronel que ha derrotado a Garibaldi, así como un burgués enriquecido que aspira a la nobleza, y un joven sobrino del príncipe que ha intervenido en la lucha... Los bailes son esplendorosos, como ya se ha dicho, no sólo por lo suntuoso del escenario sino también por el despliegue de los asuntos que en torno a él se traman. Hay un momento muy significativo: cuando el maduro y elegante príncipe baila un vals con Angelica, la joven y hermosa plebeya. Entre danza y danza se habla del pasado y del futuro de esa sociedad y de esas gentes.

Al final de la fiesta, casi al final de la película, don Fabrizio, Príncipe de Salina, pasea solo por unas calles medio destruidas y le reza a la muerte.

SENDEROS DE GLORIA (S. Kubrick, 1957) - A4

Lo he dicho o insinuado varias veces. Los grandes directores no son los que han hecho siempre buenas películas, son aquéllos que entre su filmografía pueden destacarse un regular número de películas magníficas. No soporto a los comentaristas que dan por hecho que una película es buena por venir de quien viene. Soy un incondicional de John Ford y, sin embargo, no me gustan todas sus películas, algunas de las cuales me parecen francamente malas, aunque casi siempre tengan un momento glorioso. Eso quiere decir que no soy uno de los fans subrayados de Kubrick, para los que cualquiera de sus obras es una joya. No me interesan Atraco perfecto, un thriler sin mayor interés, ni 2001, a la que considero aburrida y pedante. En cambio, me gustan mucho Barry Lyndon y ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. También me gustan Espartaco y Senderos de gloria.

Esta última narra hasta donde puede llevar la obcecación del mando cuando se ejerce no en función de una causa sino por la conveniencia o el capricho. Durante la primera Guerra Mundial, el general francés Paul Mireau acepta tomar antes de tres días una colina inexpugnable defendida por los alemanes; no porque lo considere adecuado para ganar la guerra sino porque se lo insinúa el Estado Mayor mientras le señala que podría colgarse otra estrella.

Como “sus soldados” no avanzan, manda a disparar sobre ellos, orden que sus subordinados no cumplen. Y como todo le sale mal y necesita un chivo expiatorio, decide elegir a tres hombres, acusarlos de cobardía y someterlos a un juicio sumarísimo. Sin que el abogado defensor, el coronel Dax (Kirk Douglas) pueda hacer nada, puesto que su actuación es entorpecida constantemente, el juicio se celebra, declaran culpables a los tres inocentes, los condenan a muerte y los ejecutan.

Kubrick muestra esa sucia y terrible historia con una contundencia y una precisión ejemplares. En ella aparecen sus mejores rasgos: unas imágenes cuidadas y compactas, en las que no sobra nada de lo que se ve ni se echa en falta nada que esté fuera de cuadro; y una realización sin fisuras, directa y contundente. El paseo que el general Mireau realiza por las trincheras, para darles ánimos a sus hombres, está mostrado con unas imágenes que no se olvidan. Es un largo plano, un travelling de cien metros a través del que camina el general o se para ante algún soldado, mientras caen las bombas y redobla un tambor militar.

El final está realizado con talento y sensibilidad. Ha pasado lo que ha pasado. El Coronel Dax se para ante la puerta de una taberna y oye cómo sus soldados, borrachos y vulgares, se ríen como bestias mientras piropean a una joven alemana a la el dueño de la taberna obliga a salir a un escenario. Sin que medien palabras, nosotros sabemos que el coronel se asquea de la tropa. Cuando la joven canta, los soldados se ponen serios, cantan también, y lloran: entran en comunión con la joven. El coronel Dax entiende entonces que no todo es un asco. Un sargento llega hasta donde él está y le comunica que el mando ha dado la orden de entrar en batalla inmediatamente. “Déjelos un rato más”, dice.