viernes, 25 de mayo de 2012

SE NECESITA CHICO (A. Mercero, 1963) – B3


Las ingeniosas películas de Jacques Tati funcionan como un mecanismo en el que se ajustan a la perfección los elementos que las componen: los ruidos y la música, los movimientos y los gestos de los personajes, la colocación de los objetos, etc. Tienen poco diálogo y las gracias vienen sugeridas a través de los elementos que señalamos, administrados minuciosamente.
            Uno de los pocos discípulos de Tati es Pierre Etaix, un hombre de cine, teatro y circo que tuvo poca suerte con el Séptimo Arte. Y es una pena, porque Le soupirant (1962) no desmerece de las del maestro, de entre las que yo destacaría Las vacaciones de Monsieur Hulot (1953) y Mi tío (1958).

También es una pena que Antonio Mercero no haya seguido por ese camino. Su primera película, Se necesita chico, consta de una sucesión de suaves azares que tuercen los acontecimientos provocando una leve sonrisa, al modo de Tati y de Etaix, y es tan simpática como alguna de los directores citados.
            En principio nos interesa resaltar la pertinencia de los ruidos y gestos. Nada más empezar vemos un cartel en una floristería con el título de la película y poco después a una mujer que hace unos graciosos movimientos en la acera, como si mirara algo que espera encontrar, mientras oímos unos silbidos que llaman la atención sobre lo que está buscando, y que se vuelven rítmicos cuando ella se aleja sin encontrar nada; luego aparece un ciego en sentido contrario que sí encuentra lo que parece ser una moneda que se le ha caído a la mujer. Hay que oír los sonidos que acompañan a un muchacho que pasa por delante de la floristería, a la llegada de la dueña, a unos hombres, etc., sin que la cámara cambie de ubicación. No es que sea un gran descubrimiento pero es ingenioso y exacto; la película casi no ha empezado y ya nos damos cuenta de que ha sido hecha con intención.

Después de los títulos de crédito, el chico y su madre aparecen en la calle. Mientras ella le dice que ha de hacerse un hombre, que ahora que no vive su padre hay que ponerse a trabajar… el chico saca la lengua, silba, ladea el cuello, camina a saltitos, le da patadas a una lata… La banda sonora nos indica que todo ese discurso le entra por un oído y le sale por el otro.

Un poco después madre e hijo entran en una boca de metro. La cámara se queda allí a regular distancia. Luego, en el momento más inesperado, aparece el chico, le da una patada a una lata y vuelve a entrar. Todo es así, ingenioso y suave. La visión se convierte en una delicia. Cuando llegan a la floristería en que la madre quiere colocarlo, tiene lugar un diálogo musical entre la madre y la dueña, por el que deducimos que sí, que el muchacho es adecuado para cubrir la plaza a que alude “Se necesita chico”.

Luego la película se estructura en torno a los diversos cometidos que le encargan: llevar, sucesivamente, un ramo de novia, una corona mortuoria y otro ramo para una estrella del cine y la canción. No es necesario decir que el chico no cumple a la perfección ninguno de los cometidos.

Ahí va el chico a hacerse un hombre. Sale de la floristería con su nuevo uniforme y un ramo de flores, silba, se contonea con una mano en el bolsillo o balanceándola como un militar, pasa por debajo de una escalera (mal asunto), cae al tropezar con alguien que sale de una tienda, entra en el metro al compás de una música ritmada, etc. Baja por escaleras pobladísimas con el ramo en alto, lo estrujan en un vagón mientras redoblan unos tambores, camina detrás de un espejo y silva con arrogancia al ver lo guapo que está con su uniforme de muchos botones.

Ni que decir tiene que no lleva el ramo al sitio adecuado a la hora prevista. La novia ya ha salido para la iglesia. Durante la ceremonia tiene lugar uno de los mejores momentos. Lo que pasa no se pueden contar, hay que verlo. Todo es inesperado y simpático. Los gestos, las actitudes de los novios, del chico y de los invitados, del cura y del monaguillo, los equívocos, las pillerías… ¡Y los avatares del ramo y del gorro!

Luego, como se ha dicho, ha de llevar una corona mortuoria. Claro que, como se le ponen delante magníficos espectáculos cotidianos, el chico no puede resistirse y los contempla y goza con ellos. Resulta que un hombre está ahogándose, observado por más de cien personas, y al chico “no le queda más remedio” que contemplar también. Un violinista ameniza el momento con una música adecuada. El chico lanza la corona, a modo de salvavidas. Naturalmente, el hombre no de ahoga, en ese caso estaríamos antes un drama y estamos ante una comedia.

Recoge la corona estropeada y, al ir a donde ha de llevarla, la suelta un momento para arreglarse los zapatos. Como la calle es pendiente, la corona rueda en busca del entierro no sin antes perseguir a un soldado que pasaba por allí. Ahora viene el drama, un toque de negrura: otro muchacho corre desesperado y solo en dirección al ataúd, gritando a pleno pulmón: “Papá, papá, llévame contigo”. Mas el drama y la negrura no deben ser intensos porque luego sabremos que este muchacho no se dirige al muerto sino al conductor del coche mortuorio.

Etcétera.

Cuando por fin llega a la floristería al final de la jornada, se encuentra con la cara larga de la dueña. Entra y se quita el uniforme. Llega la madre, pregunta por el hijo, la dueña le habla y la madre queda estupefacta. A través de una música grave y nostálgica, mira el uniforme manchado. El chico se pone su verdadera chaqueta. Así acaba el día y el empleo. Al final, en la misma puerta del principio podemos ver el mismo cartel: “Se necesita chico”.

La vida continúa. Mientras tanto hemos asistido a casi hora y media de buen gusto, sonrisas e ingenio.

jueves, 17 de mayo de 2012

DESFILE DE PASCUA (Ch. Walters, 1948) – B3


              Los camareros del cine aparecen sólo un instante pero  muchas veces éste es inolvidable. Blake Edwards lo sabe muy bien. ¿Quién no recuerda al de ¿Víctor o Victoria? ¿Y a uno de los que aparecen en El guateque? Desfile de Pascua no es una película muy renombrada aunque sí suficientemente nombrada, pues se trata de un musical en el que el protagonista baila en una juguetería; además, en ella habla un camarero que además de inolvidable es “filósofo”. 

             Contiene una secuencia que no se graba en la memoria por la complejidad de los planteamientos ni por la insólita hermosura de la imagen ni por la sutil realización, ni siquiera por los aéreos pasos de Fred Astaire. Lo que la hace inolvidable es la gracia de la situación, la chispa del diálogo.  El protagonista, al que acaba de abandonar su pareja --de baile y tal vez de algo más--, está en  la barra y habla con el camarero. Le pregunta: “¿Tienes algo que me haga olvidar?”.  “¿Cómo es ella?”, replica el camarero. Fred Astaire le dice que muy guapa. El camarero le llena el vaso.

             Refiriéndose a ella, el chico de la película le dice al camarero: “Dice que no quiere ir a Chicago”. El camarero le replica: “Se va más deprisa viajando solo”. El chico: “Apuesto a que sabes mucho de mujeres”. El camarero: “Naturalmente, llevo soltero todo la vida”. Llega el amigo del chico, con cara de disgusto. El camarero le pregunta: “¿Qué le sirvo, rubia o morena?”.  El chico le dice al amigo que puede lograr que una cualquiera de las chicas que bailan y cantan en el bar llegue a ser tan buena como Nadine, la mujer que lo ha abandonado. El amigo lo duda.

             El chico le da su tarjeta a la que luego será la chica, nada menos que Judy Garland, le dice que le pagará diez veces más de lo que cobra y que vaya a verlo al día siguiente. La secuencia finaliza con una canción. Poco antes hay otra intervención del camarero. Fred Astaire pregunta: “¿La necesito?”. El camarero le contesta: “Nadie es una isla, cada hombre es parte del continente, parte importante”.

martes, 8 de mayo de 2012

DESAPARECIDO (C. Costa-Gavras, 1982) – A4


             Hay unas cuantas películas que muestran la situación de un país en una época conflictiva o desgraciada. Peter Weir mostró la Indonesia de Sukarno en El año que vivimos peligrosamente, Roger Spottiswoode la Nicaragua de Somoza en  Bajo el fuego, John Boorman los excesos de la dictadura militar birmana en Más allá de Rangún... Una gran película de este tipo es Desaparecido, de Constantin Costa-Gavras, un director que ha hecho verdaderas joyas del cine de denuncia política, entre las que se encuentran Z y La caja de música, por citar dos realizadas en países distintos y con varios décadas de distancia.

             Desaparecido cuenta la verdadera desaparición de Charles, un joven norteamericano, durante los primeros días del Golpe de Pinochet, así como las tribulaciones del padre, Ed Horman,  cuando decide ir a Chile a buscarlo. Como todo lo que se nos cuenta es cierto, nos acongojan intensamente tanto el estado de indefensión en que se halla la joven esposa como la situación que se vive en las calles o el estado de terror en que se encuentran los ciudadanos.

             El comienzo es perfecto. Vemos lo absurdo de aquella violencia, la iniquidad de aquel estado de sitio, en el que las personas pueden seguir viviendo o ser asesinadas dependiendo de que puedan o no puedan coger la guagua a la hora prevista.  Luego, cuando llega el padre en busca del hijo, la película se estructura en torno a las indagaciones que ha de hacer Ed por su cuenta, una vez que comprende que en la Embajada no lo van a ayudar y que su nuera no es tan inconsciente como él creía. “Si se hubiera quedado donde estaba, nada de esto hubiera ocurrido”, había dicho antes.

             Ed comprende que debe indagar por su cuenta –en el Estadio Nacional, en los hospitales, en las morgues,  preguntando a  las  personas que lo vieron por última vez--. Pasa por estados de indefensión y de desesperación hasta que se da cuenta de que a su hijo lo “desaparecieron” sólo porque preguntó, que lo mataron los chilenos de Pinochet, con la aprobación norteamericana, sólo porque era algo fisgón, porque una vez en Viña del Mar unos tipos supusieron que él supuso la verdad: que los norteamericanos estaban implicados en el Golpe. “¿En qué mundo vivimos?”, se pregunta entonces.

             Al final, cuando regresa a su país llevando consigo a su nuera, después de que en la Embajada le prometan que le enviarán el cadáver, le dice a uno que va a demandar a once funcionarios norteamericanos, entre ellos a Henry Kissinger. “Ése es su privilegio”, le contesta aquél. “No, ése es mi derecho”, replica Ed Horman.

lunes, 12 de marzo de 2012

TRES CAMARADAS (F. Borzage, 1938) – A 4’5

Viendo, por este orden, Adiós a las armas (1932) ¿Y ahora qué? (1934), Tres camaradas (1938) y Tormenta mortal (1940) extraña que Frank Borzage, un norteamericano nacido en Utah en 1893, se ocupara en sus películas, reiteradamente, de la situación moral y política de Europa y más concretamente de Alemania, tomando en ocasiones como base libros de Rainer María Remarque o Hans Fallada. La extrañeza queda paliada en parte cuando nos enteramos de que su madre era suizo-alemana y su padre italiano.

De las citadas, me interesan especialmente Tres camaradas y Tormenta mortal, películas con más de un punto en común. Las dos, como hemos dicho, se ocupan de la situación moral y política de Alemania, poco después de finalizada la Primera Guerra Mundial o un poco antes de comenzar la Segunda. También podríamos decir que son historias sentimentales, en ambos casos con dificultades debido a la situación por la que atraviesa el país y por algún elemento individual, social o familiar que se opone a que sea fácil el camino que conduce al amor; triunfante en cualquier caso, aunque en uno de ellos acabe con una especie de liberación y en el otro acabe con la muerte.

Si finalmente he elegido "Tres camaradas", supongo que se debe a que desde siempre he sentido una especial predilección por esta película, mucho más que por "Adiós a las armas", por ejemplo; no obstante, he de añadir que Tormenta mortal es una película estupenda y que está a la misma altura que la elegida.

Lo primero que me gustaría destacar es que "Tres camaradas" no contiene escenas explosivas ni secuencias espectaculares, no contiene picados y contrapicados ni raudos movimientos de cámara… La historia fluye y se muestra de “modo natural”. Está realizada con precisión, tacto, delicadeza y autenticidad, de modo que uno no puede sino admirar el talento de quien así ha
operado. Tomemos como ejemplo el momento en que se conocen Erich (Robert Taylor) y Patricia (Margaret Sullavan).

Es el cumpleaños de Erich y sus amigos, Gottfried y Otto, le han regalado unas botellas de ron. Deciden ir al campo, a comer en una posada, pues se han dado cuenta de que la atmósfera política de la ciudad es cuando menos desagradable. Durante el camino entablan una carrera con otro coche. Cuando llegan a la posada, ésta y un pequeño molino quedan enmarcados por unos árboles en un plano hermoso, preludio del instante en que Pat se baja del coche y encuentra la mirada
de Erich. Así nace el amor. Poco después, en la misma secuencia, mientras comen, tendremos lo moral-político. El acompañante de Pat es de la opinión de que Alemania necesita orden y mano dura. Friedrich aboga por la razón y la paz. A punto están de llegar a las manos.

Eso en lo que respecta al modo en que se presentan los hechos. Lo mismo podría decirse de su estructura. Es de una espléndida sencillez. No hay alusiones a sueños ni a pesadillas. No hay saltos en el tiempo ni en el espacio. Sucede linealmente, en la misma ciudad y durante pocos años. Y sin embargo, todo es tan vívido, tan verdadero, que podemos extasiarnos contemplando cómo unos amigos y una enamorada toman unas copas en el bar de un personaje amigable, coleccionista de música coral, de la que tiene más de docientos discos.

"Tres camaradas" es una historia de amor y amistad. Y de dificultades. Pero tanto el amor como la
amistad están por encima de dichas dificultades. Pat y Erich vienen de mundos distintos y tienen diferentes perspectivas de futuro; no obstante, se amarán intensamente, ayudados por Otto y Gottfried. En cuanto a la amistad…

Los tres son distintos. Erich es joven e ingenuo y se define como alguien para el que no hay nada más grande ni más importante que Pat. Gottfried (Robert Young) es un idealista, un hombre que está dispuesto a meterse en luchas clandestinas y a morir por una causa, en la que pueden brillar las palabras razón y libertad. Otto (Franchot Tone), el mayor de los tres, es un profesional desencantado, que se ocupa fundamentalmente de coches, del taller o del taxi que comparten. Ahora bien, siendo tan distintos, tienen algo en común: “la pobreza y las dificultades”, según Erich; “el orgullo”, según Pat; “la amistad y la entereza”, decimos nosotros.

Lo bueno de las buenas películas de narración y estructura clásicas es que los elementos que las constituyen están engarzados de tal forma que se complementan. Cada uno da cuenta de la totalidad. Así, ya desde los primeros momentos se muestra la amistad de los tres y nos enteramos sutilmente de la diferencia de caracteres de los amigos. Estamos en 1918 y acaba de finalizar la Primera Guerra Mundial. Después de un plano general, se ve una cantina donde numerosos
militares beben y festejan. Un soldado se dirige a un superior: “Mayor –le dice-, ahora que la guerra ha terminado, ¿podría volver a llamarle padre?” No los veremos más, pero mientras tanto el mayor brinda por los camaradas vivos y muertos, y por los franceses, los italianos, los ingleses, los norteamericanos… por los camaradas vivos y muertos de todos los hombres. Esos son los detalles que hacen grande a una película. Dentro de abundantes planos, varias veces vemos a tres, entre los que se encuentra el trío protagonista, cuyos componentes brindan: por el amor (Erich), por el futuro (Gottfried) y por la paz (Otto).

Luego estamos en 1920. Unos “radicales” pre-nazis destrozan unos escaparates. “Luchamos por éstos”, se lamenta Gottfried. “No es asunto nuestro, dirigimos un taller de reparaciones, no un país”, dice Otto. Le replica el idealista: “Habrá que reparar muchas cosas, miles de almas, conciencias, corazones rotos…” Esto es lo que dicen entonces, pero Otto estará dispuesto, por Gottfried, a buscar por calles y tugurios, durante días, al tipo que, por asuntos ideológicos, lo asesinó por la espalda. Gottfried, por su parte, ha estado dispuesto a abandonar la organización en la que cree para no causar problemas a los amigos.

Hay un momento emotivo que me gustaría resaltar, para resaltar así mismo dos elementos, uno relacionado con la interpretación y el otro con la banda sonora. Pat y Erich se citan para ir a la ópera, junto a unos amigos ricos de ella. Él debe buscarse un atuendo adecuado, un frac. Consigue uno apolillado. Después van a una de esas fastuosas salas en las que se come, se bebe y se baila. A él le rompen el frac. Los ricos se ríen a carcajadas. Erich sale muy disgustado y va a un bar. Ella se queda. Cuando Erich regresa a su casa, Pat lo está esperando, adormilada, a la intemperie, en un plano magnífico, acompañado de una música deliciosa, suave y romántica. Pues bien, ése es uno de los elementos que quería resaltar. La música de Franz Waxman acompaña a las imágenes cuando tiene que hacerlo, sin sobresalir por encima de los magníficos diálogos pero dejándose oír en ocasiones, hermosa y adecuada. La otra es que nadie lo haría mejor Margaret Sullavan, no sólo en esta escena sino en toda película, expresando preocupación, desdicha, normalidad, amor…

Podríamos escribir unas cuantas páginas más acerca de las sutilezas y precisiones de esta película. Pero hemos de finalizar. Acabaremos con una pregunta, no tanto fílmica cuanto metafísica, tomada de Rainer María Remarque: ¿cómo es posible que entre la pareja se sitúen la enfermedad y la muerte, siendo Erich y Pat jóvenes, amándose tiernamente y teniendo unos amigos que están dispuestos a todo con tal de contribuir a su felicidad?

martes, 6 de marzo de 2012

EL ÁNGEL EXTERMINADOR (L. Buñuel, 1962) - A'4

Exceptuando el prólogo y el epílogo, la película es una secuencia constituida por momentos curiosos, extraños, arbitrarios, memorables. El espacio es siempre el mismo aunque los personajes pasan del regocijo a la estupefacción, del confort a imperiosas necesidades. Estamos en una mansión situada en la Calle de la Providencia. Los sirvientes deciden marcharse, salir, tal vez huir, aunque los despidan por ello. Los invitados --músicos, arquitectos, médicos, etc.– se ríen cuando se cae uno de los tres camareros que se han quedado. Ya llorarán. Puede suceder cualquier cosa en una casa en la que hay un oso y varios corderos.

Una mujer a la que llaman “La Walkiria” lanza una copa contra un cristal, hacia afuera. Mientras otra invitada toca el piano, uno se persigna y otra saca del bolso unas patas de gallina. La conversación consta de frases ingeniosas y absurdas. Suceden muchas cosas sin importancia, todas ellas raras. Una invitada desea salir pero no lo hace. ¿Qué se lo impide, algo intangible?

A las 4 de la noche o de la madrugada, los anfitriones comienzan a preocuparse. Apagan las luces con el propósito de que los invitados abandonen la casa. Pero éstos se desprenden de las chaquetas, se desabrochan algunos botones y se tienden sobre los sillones o la alfombra. Para atenuar la incorrección, los anfitriones los imitan.

Amanece. Aumenta la confusión. Nadie sale. Con voz destemplada, una de las invitadas dice: “¿En esta casa no se desayuna?”. Otra habla de irse. Otra dice que no tiene nada que hacer en la calle a esas horas.

Todos se dan cuenta de la situación y de que ésta es cada vez más insostenible, más inverosímil. Llevan 24 horas allí y nadie ha aparecido, ni el lechero. Uno de los invitados razona: “La actitud de los de fuera me inquieta más que nuestra propia situación. ¿Por qué no vienen a buscarnos?”. Entonces se oye el grito de una invitada. Ese grito es como la película, contiene una mezcla de terror, misterio, sarcasmo y trascendencia. Los espectadores no alcanzan a ver qué hay más allá.

Aludimos, naturalmente, a El ángel exterminador, dirigida por L. Buñuel.

EL INTENDENTE SANSHO (K. Mizoguchi, 1954) -A4

En esta película hay una pequeña secuencia que consta de cuatro planos. Dura minuto y medio. El fondo sonoro de los tres primeros está constituido por los pasos de la joven a que nos vamos a referir, el canto de los pájaros y una triste canción emitida por una voz femenina. En el cuarto sólo se oye el sonido del agua.

En el plano situado en primer lugar vemos cómo una joven japonesa camina por el borde de un lago. El agua es resplandeciente, hermosa. El blanco ocupa dos tercios de la pantalla. Los oscuros árboles de la orilla resaltan la importancia del instante, la figura de la mujer y la superficie del lago.

En el plano situado en segundo lugar, la cámara se ha acercado con discreción para mostrar cómo la joven se introduce en el agua. Avanza con lentitud, sin darnos la cara. Su cuerpo se oculta poco a poco. El plano finaliza cuando la cintura de ella aún está por encima de la superficie.

El tercer plano hace de contrapunto. En él vemos cómo una mujer mayor mira hacia donde ocurren los hechos, hinca las rodillas en el bosque y junta las manos. Al contrario que en los otros, en éste el negro ocupa dos tercios de la pantalla.

En el cuarto y último plano vemos cómo surge un blanco borbotón del seno del agua y cómo por la superficie avanzan unas ondas concéntricas, todo lo que al mundo le queda de la joven. Al espectador se le ha evitado ver el instante mismo del suicido, como si el director quisiera dejar bien claro que ése es un acto individual, un acto privado, en el que debe prevalecer la intimidad, el recato.

Tal vez convenga aclarar que este acto no está motivado por un desengaño amoroso ni por ningún otro asunto estrictamente personal, a pesar de que la joven japonesa ha sufrido lo suyo.
Estamos en una época de avatares constantes. En un momento se puede estar en lo más alto y en otro en lo más bajo de la escala social. La joven se suicida para proteger a su hermano, para preservar la estirpe.

Estamos aludiendo, natualmente, a El intendente Sansho, una magnífica película dirigida por Mizoguchi.

lunes, 13 de febrero de 2012

CRISTO SE PARÓ EN ÉBOLI (F. Rosi, 1978) – A 4’5

Una interesante estructura narrativa es la que enmarca la acción entre el instante en que un personaje llega a un lugar y el instante en que lo abandona. Tal es el caso de esta magnífica película, la que prefiero de Francesco Rosi, en la que los dos viajes vienen precedidos de una rememoración. El que rememora es…

Antes hay que decir que el título no tiene connotación religiosa alguna. Alude a que el personaje llega a un lugar al que no llegó ni Cristo, pues éste se quedó en Éboli, un lugar situado antes en el mapa o en la carretera que va desde Turín. El lugar al que llega es Gagliano (o Aliano), un pueblo perdido y pobre del Sur de Italia, un lugar al que tampoco llegaron los árboles ni la razón, ni el emparejamiento causa-efecto, ni el tiempo ni la historia.

El que llega es el Dr. Carlo Levi, al que las autoridades fascistas confinan durante 1935 en el pueblo citado. En torno a él se mueve la acción y se contempla el espacio y a sus pobladores, y representa al verdadero Dr. Carlo Levi, un intelectual de origen judío, médico, pintor y escritor, autor de la novela que sustenta la película.

Llega, como hemos dicho, a Gagliano, segundo personaje importante, del que se muestra minuciosa y certeramente tanto a los pobladores como las casas, las calles, los alrededores, el cementerio, elementos del folklore local… Un pueblo del Sur situado en los altos, en el que nieva, en el que la niebla lo recubre en ocasiones, en el que la lluvia enloda los caminos… Pocas veces hemos visto en el cine, con tanta precisión y belleza como en este caso, un lugar y a sus pobladores. Sólo por esto vale la pena ver la película.

Con unas imágenes pausadas, pertinentes, llegamos a la comarca por una carretera desde la que se ubica el pueblo, luego llegamos a la entrada de éste, recorremos la callejuela en la que se enclava la miserable casa en donde va a vivir Carlo Levi, visitamos la plaza, en la que conocemos a Don Luisino (alcalde, maestro y jefe local del fascio), a los dos médicos con que cuenta la población y a don Traiela, el cura borracho que pasa cerca de ellos como una sombra. Luego conoceremos otras partes de la zona y a otros personajes. Sólo por esto vale la pena ver la película.

Claro que un lugar habitado no consta sólo de casas y calles. Hay que saber además algo del conjunto de los pobladores, de sus costumbres, rituales, supersticiones, creencias, modos de vida, actitudes ante las autoridades, etc. Todo eso nos lo muestra Rosi como si no se lo propusiera, como si fuese inevitable o natural. Pero es que además de la población en conjunto, hay un buen número de personajes secundarios o episódicos, tan bien tratados cinematográficamente que apenas los vemos unos minutos y ya los conocemos para siempre.

Los diálogos son precisos y llenos de sentido. Las imágenes son magníficas, como si la cámara se ubicara en cada momento en el lugar exacto; y son siempre hermosas, tanto cuando muestran la comarca como el pueblo como los interiores de las casas, aun dentro de la miseria de éstas. Pero es que, además, la película contiene ideas, situadas pertinentemente, sobre la historia y el arte, sobre la religión y el estado… Y se señalan actitudes. Unas, como las de don Luisino, son de desprecio hacia los pueblerinos (“Los campesinos son supersticiosos e ignorantes”, dice); otras, como la de Don Carlo, van desde un frío mirar hasta el acercamiento primero y la comprensión después, hasta el punto de llegar a atenderlos como médico a pesar de la reticencia de los dos médicos oficiales o ante las negativas de “el jefe”.

Dicha comprensión se extiende desde el cura Traiela hasta los niños, a los que intenta enseñarles a pintar, señalándoles que “hay que aprender a mirar hasta ver el aire”. Y llega a ser recíproca, pues todos lo buscan como médico, aunque no pueda ejercer, convencidos de que sólo él puede salvar al familiar enfermo. Y llega hasta los espectadores, cuando contemplan los lamentos de las mujeres ante una muerte, la revuelta que una de esas muertes puede causar; y hasta don Luisino y su esposa, cuando también quieren que a su hijo enfermo lo trate don Carlo.

Y finalmente llega hasta los espectadores, pues respiramos aliviados cuando Carlo Levi abandona Cagliano, a pesar de la comprensión que tanto él como nosotros llegamos a experimentar.

EL APARTAMENTO (B. Wilder, 1960) – A 4’5

Cuando pensamos en comedias, en primer lugar recordamos a Lubitsch. Él es el maestro, el Oscar Wilde del cine. Es elegante, sutil, cínico en ocasiones pero siempre comprensivo, compasivo a veces. Luego recordaríamos a Billy Wilder, al que se le deben media docena de comedias memorables, entre las que se encuentran Con faldas y a lo loco y Primera plana (a mi modo de ver la mejor de las que abordan la misma historia). Es algo más ácido que el primer maestro, más mordaz, aunque en ocasiones se ponga tierno. Además de comedias, dirigió un interesante film negro (Perdición), un estupendo canto en torno a la decrepitud (El crepúsculo de los dioses), una diatriba contra el periodismo rapaz (El gran carnaval), una historia romántica (Sabrina), etc. A la vista su filmografía hemos de considerarlo uno de los grandes.

Como uno de los grandes es, en este caso de la interpretación, Jack Lemmon, el insustituible protagonista de El apartamento, una película que debería figurar en cualquier lista en la que se incluyan las cien mejores de la historia del cine. Es divertida, áspera y pesimista. Durante buena parte de su visión sonreímos con amargura. Sería un drama si los personajes no fuesen ligeramente caricaturescos o si no tuviera un final más o menos feliz. Seguramente es un drama a la par que una comedia. (Si Jack Lemmon está como está, Shirley MacLaine no se queda atrás y Fred McMurray actúa como siempre, desempeñando su papel con maravillosa discreción).

No sabemos si reír o llorar con C. C. Baxter, un pobre oficinista que ha de prestarle su apartamento a los jefes, para que éstos tengan un lugar al que llevar a las conquistas; como no sabemos si reír o llorar con Fran Kubelick, una pobre ascensorista convencida de que ella es la novia del jefe, no su ligue o su amante.

Como siempre en las mejores muestras del cine clásico, ése que narra con precisión y talento una historia interesante, en El apartamento todo encaja a la perfección, llevándonos por caminos convenientes o insinuando con coherencia por dónde va la anécdota. En este sentido conviene citar a I. A. L. Diamond que junto a B. Wilder escribió un guion perfecto; así como a J. LaShelle, responsable de una fotografía en panavisión con la que muestra no grandes espacios sino oficinas, apartamentos y un trozo de calle con el esplendor de las grandes montañas… A. Deutch compone una música hermosa, lenta y melancólica, por medio de la cual ya sabemos, desde el primer instante, que no estamos ante una comedia alocada.

Lo que podríamos considerar la segunda secuencia, cuando Baxter va por primera vez de la oficina a su casa, es magnífica. Todo está ajustado. Las fotografía, la música, la secuenciación… Y las palabras. A veces los jefes tardan más de lo previsto y él se lo hace saber. “Hay cosas que no pueden tener un horario estricto”, le argumentan. “Pues verá --responde Baxter--, en verano no me importa pero en invierno… con una noche así… y sin haber cenado”. “Tienes un gran porvenir, Buddy, pero poco licor en casa”. En dicha secuencia hay un diálogo entre Baxter y un doctor vecino suyo. Éste, convencido de que es un donjuán, le dice: “usted debe ser un hombre de mucho aguante en todos los sentidos… Estoy haciendo investigaciones de anatomía patológica y me gustaría pedirle un favor… Cuando haga testamento, y al paso que va no lo demore, ¿le importaría dejar su cuerpo a la facultad?”

Por fin puede cenar pollo con Coca-Cola. Se apresta a ver una película en televisión (tal vez Gran Hotel; quizá, mejor, La diligencia), pero las cortan constantemente para intercalar consejos de la marca patrocinadora. Apaga el televisor y la luz. Se va a dormir cuando otro de los jefes necesita con urgencia el apartamento, a esas horas. Ante la inicial negativa de Baxter, este jefe de segunda señala que piensa ponerlo entre los diez primeros en el informe mensual de eficiencia. Además, sólo son las once, y ocupará el apartamento una hora más o menos… Y ahí tenemos a Baxter caminado solo bajo la noche fría, sin poder dormir, o sentado en un banco mientras le caen encima las hojas del otoño.

La sensación de desagrado ante la situación risible se apodera de nosotros si pensamos que el caso de C. C. Baxter no es único. Eso le puede ocurrir a un regular porcentaje de los treinta mil empleados de Nueva York (cuando esta ciudad tenía ocho millones de habitantes), pues es seguro que habrá quien prefiera que su dignidad disminuya siempre que su caudal aumente… Sobre todo entre aquellos que trabajan en unas oficinas de al menos 19 pisos, con horarios de 9 menos 10 de la mañana a 5 y 20 de la tarde. ¿Por qué ese horario tan raro? Como trabajan tantos oficinistas en el mismo edificio, han de tener horarios algo distintos, para que en los ascensores no se produzcan embotellamientos.

A veces Baxter se queda haciendo horas extras, pues ha de esperar hasta la hora en que pueda ir a casa… No es que le haga una gran ilusión ganar mucho dinero, pero sí que aumenta su ego el poseer una llave que abre su oficina particular y el urinario de los directivos.

Como en los mejores melodramas, El apartamento tiene secuencias inolvidables relacionadas no con la risa sino con la emoción. Por ejemplo, cuando celebran en la oficina una fiesta de Navidad, en la que Baxter está feliz porque lo acompaña Fran, la mujer que ama. Va por unas copas y le dice a ella que pueden ir a su despacho particular --logrado no por sus méritos sino por sus servicios— y alardea de que es el directivo más joven. Como se considera alguien importante, le enseña a su amor una foto del jefe con la familia y el perro. “Conmovedora”, dice ella. Luego él quiere ver cómo le queda el sombrero y ella le presta un pequeño espejo. A través de éste vemos cómo cambia la expresión de Baxter, pasando de la alegría a la estupefacción. El espejo es el mismo que se dejó olvidado en su apartamento la amante del jefe. “¿Qué le pasa?”, dice ella. “El espejo... Está roto”, dice él. “Sí, lo sé, así me veo tal como me siento”. Luego él habla por teléfono con el jefe y le dice que sí, que el apartamento está preparado, que ha colocado un árbol de Navidad en la sala y licores en la nevera.

En fin, se trata de una magnífica comedia a la par que un intenso drama. Y esto es así no porque Billy Wilder intercale un género en otro, sino porque tiene un tono indefinido y memorable en el que se combinan a la perfección la risa y el llanto.

martes, 24 de enero de 2012

DIARIO DE UN CURA RURAL (R. Bresson, 1950) - A5

Bresson, Robert Bresson… ¿Qué decir de este francés dostoievskiano, católico austero y jansenista, autor de Notas sobre el cinematógrafo, un libro de sentencias en las que vierte sus ideas a contracorriente, su desprecio por la mayoría del cine? ¿Qué decir de aquél que dirigió trece películas, casi todas relacionadas con la culpa y el perdón, y al que la historia le ha dado multitud de adoradores y exégetas? Si yo fuese uno de sus devotos, diría que hizo un cine trascendental y único, tocado por la gracia del vacío, detrás de cuyas coordenadas está la presencia inefable del alma. Si fuese un detractor diría que su cine carece de gracia. Como no soy uno ni lo otro intentaré decir algo sobre Diario de un cura rural, una película que me fascina a pesar de que no soy creyente.

Si yo fuese uno de sus devotos hablaría de su estilo trascendental, alejado del espectáculo. Si fuese uno de sus devotos menospreciaría las películas interpretadas por actores cuando no por estrellas, y vería en ellas reminiscencias de “la terrible costumbre del teatro”. Si fuese uno de sus detractores diría que él cayó en lo teatral al evitar los benditos recursos de la novela, al eliminar la historia, la progresión dramática. Como no soy lo uno ni lo otro diré que lo peor de Bresson no es Bresson mismo, son sus exégetas, aquellos que quieren convertir sus modos e ideas en la esencia del cine y en la pura verdad. Como no soy lo uno ni lo otro diré que sus ideas y sus modos pueden explicar su cine pero que en absoluto pueden aplicarse al de los demás. Él hizo películas estupendas y peculiares, pero eso no quiere decir que todas tengan que ser así. Estoy por decir que un Bresson es una maravilla. Dos serían dramáticos. Cinco o seis son un desastre; cinco o seis personificados en esos discípulos que muestran, durante un cuarto de hora, cómo un individuo sin mayor importancia se bebe un vaso de agua de la llave.

Una película puede ser un espectáculo. Muchas de las que vemos los domingos a las seis son eso, una función pública que nos asombra a través de los ojos. Al abominar de este tipo de cine, ¿Bresson quiso mandar a los infiernos a Cantando bajo la lluvia y Un americano en París? Al negar a los actores profesionales, ¿quiso decir que no le gusta la interpretación de Ronald Colman en El mundo de George Apley? El cine de Bresson es lo contrario de un espectáculo, de acuerdo. Sus películas son visiones meticulosas de algún momento de la vida de alguien, sobre una preocupación fundamental de una persona, sea ésta una monja, una santa, un cura, un preso, una dama, un ladrón o un caballero medieval, de acuerdo; pero, ¿todo el cine tiene que ser así?

Después de Un condenado a muerte se ha escapado y de Pickpocket su cine se va haciendo cada vez más frío, más distante. Yo prefiero sus primeras películas, aquéllas que contienen algo de anécdota, las que casi narran, a aquellas otras que dedican sus imágenes a mostrar un único, repetitivo hecho. Dejando a un lado El proceso de Juana de Arco, una película que me encanta a pesar de que podría ser un paradigma de su estética radical, mis preferidas son Diario de un cura rural y Les dames du Bois de Boulogne.

Si quisiéramos hablar de alguna característica general de las películas de Bresson desde el punto de vista “argumental”, tal vez podríamos decir que sus personajes se encuentran solos con sus conciencias, con sus dilemas religiosos o morales, anhelando la utilidad social, la libertad o la gracia. En Un condenado a muerte se ha escapado el protagonista no tiene otra cosa que hacer que buscar la libertad… En El proceso de Juana de Arco la santa espera ser ejecutada… En Diario de un cura rural es un joven atrapado por las miserias de un pueblo, incapaz de ser útil, que anhela la gracia que no se le concede. En Al azar, Baltasar es un burro el que se encuentra preso de la gente, y es él, el burro, el verdadero protagonista, el que pasa de mano en mano y va de violencia en violencia, sin comprender por qué, pero haciéndonos ver que algo parecido le ocurre a Marie, su primera, su verdadera dueña.

Al comienzo del Diario… vemos cómo el que llega, el cura de Ambricourt se limpia con un pañuelo el rostro cansado; después de un plano en el que el dueño de la mansión y una mujer se abrazan, vemos al cura tras las rejas del jardín. Lo normal es que se nos mostraran tras las rejas a los que se encuentran en la mansión. Bresson, por el contrario, nos muestra tras las rejas al que está fuera, al cura, en un plano inusual. Luego entra en una casa pobre. No hay nada más en esa mini secuencia. No hay ningún estruendo, ninguna prisa, ningún truco narrativo… Las imágenes son hermosas, y recrean la mirada y el intelecto porque son serenas y nos muestran el tono de la película y el espíritu del protagonista. No ocurre así sólo en el comienzo. Toda ella consta de pequeñas secuencias del mismo tono, de la misma perfección, en las que más que fuegos de artífico visual importan el tono sosegado y triste, correspondiente al espíritu de ese cura joven, apocado, sin experiencia, incapaz de enfrentarse a su enfermedad o a las miserias de la pequeña ciudad que es su primer destino.

No es un asunto de creencias el que me lleva a sentir una profunda fascinación por esta película. El protagonista es un joven enfermo cuyo diario existir nos parte el alma, seamos católicos o no; porque aparte de referirse a un cura que llega a su primera parroquia, lo que se nos muestra es el tortuoso drama de alguien que no encuentra el modo de vencer las dificultades que se le presentan durante el primer contacto con el mundo, con el trabajo, con los demás, y al que le resulta imposible conseguir lo que desea: ayudar a sus feligreses y el estado de gracia.

En un blanco y negro sombrío, podemos verlo por los caminos o las calles embarradas yendo a ninguna parte; o a la mansión de los condes, donde se alberga el drama más intenso, exceptuando el de él. Podemos verlo con la mirada perdida en el vacío, escribiendo un diario en el que anota las penas que lo afligen, y que Bresson, siguiendo a Bernanos, nos lo muestra a través de imágenes precisas y una abundante voz en off. Podemos ver cómo baja por unos oscuros escalones de la casa, con la derecha tocándose el cuello y con la izquierda sosteniendo un quinqué; y luego podemos ver cómo sopla y apaga la luz y se dice: “Dios me ha abandonado”.

Todo le sale mal. Cuando piensa hacer algo por los jóvenes, no lo consigue. Un anónimo le indica que pida el traslado. Detrás de él no hay una vida familiar que lo sustente (incluso se insinúa que la tendencia a beber se debe a los progenitores, los cuales, además, lo criaron malnutrido); delante ve un muro negro. Cuando acude al cura de Torcy, un hombre mayor y experimentado, y le pide consejo, éste le señala que no debe buscar el amor entre los feligreses, sino exigirles respeto y obediencia, algo para lo que no está capacitado. Cuando acude a un médico ateo, amigo de dicho cura, el diagnóstico es descorazonador.

Hay un momento en que sonríe. Cuando se aleja de Ambricourt definitivamente, lo recoge un sobrino del conde y lo lleva en moto. Experimenta entonces, por primera vez, el vértigo del riesgo, lo que le causa cierta alegría. Al final se refugia en la casa de un condiscípulo, de alguien que había conocido en el seminario pero que ahora vive en una pobre casa con una pobre y buena mujer. Parece ser que allí, en el último instante, experimenta el placer de “la gracia”.

La realización es sencilla, de esa sencillez que se apoya en la meditación; e intensa, con esa intensidad que sólo da el talento. Con la pureza fílmica y la austeridad que lo caracteriza, sin vanaglorias ni guiños, este director francés nos muestra a un joven solitario, pusilánime, insomne, incapaz, desesperanzado, necesitado de compasión y ternura, enfermo del estómago y que duda de su fe y de él mismo; y que en cada frase y en cada mirada pone ante nosotros su sufrimiento moral y físico, a través de lo que podríamos denominar miniaturas de las desolación.