Hay películas de las que, por haber leído algunos comentarios sobre ellas, o porque no hay mucho tras el espectáculo que nos ofrece la primera visión, o porque… al verlas varias veces ya no nos parece tan buenas, e incluso nos llegan a parecer detestables; en mi caso podría citar El imperio de los sentidos (N. Oshima), Edipo Rey (P. P. Pasolini), Perros de paja (S. Peckinpah), Hamlet (K. Brahnag), El graduado (M. Nichols)… Por el contrario, otras, a las que en su momento no le dimos mucha importancia –porque nos aburrieron algo, porque nos parecieron lentas…--, se engrandecen al cabo de los años y las visiones; en este aspecto podría citar Fresas salvajes (I. Bergman), Qué bello es vivir (F. Capra), Estrellas de mi corona (J. Tourneur), El mundo de George Apley (J. L. Makiewicz)… Te querré siempre (Viaje a Italia).
Roberto Rossellini, un clásico del cine italiano, realizó nada menos que Stramboli, Roma, ciudad abierta, Ya no creo en el amor, El general de la Rovere, Alemania, año cero, Te querré siempre (Un viaje a Italia)... Ésta es una película perfecta, amplia y profunda en su aparente sencillez. Muestra, nada más comenzar, cómo un coche se desliza velozmente por una carretera solitaria. Algo pasa. Cuando en el plano siguiente vemos a un hombre y a una mujer, y nos enteramos de que son extranjeros, sabemos que no están en Italia de vacaciones y que no es el sosiego lo que define la relación. Los Joyce --Katherine (Ingrid Bergman) y Alexander (George Sanders)-- forman una pareja de ingleses casados hace ocho años que a los pocos días de la boda se dieron cuenta de que no tenían mucho que ver entre sí. Ella le reprocha a él su ironía y su escepticismo; él a ella su manía de dramatizar. Van a Sicilia, con el objeto de vender una villa.
En la villa misma tiene lugar una secuencia memorable, de esas que nos hablan del ser y de la existencia sin que en la pantalla suceda algo que se sitúe fuera de la cotidianeidad que se muestra. Desde la terraza, con Capri enfrente y el Vesubio al fondo, rodeada de belleza natural y acompañada por un esposo al que detesta, Katherine recuerda a un antiguo amor, a un poeta que escribió los versos que ella recita entonces: “Templo del espíritu, ya no cuerpo, sino puras, ascéticas imágenes”.
Mientras esperan por la venta, él toma copas, va a Capri, se divierte con unas amigas… Ella visita el museo de Nápoles, las catacumbas, el Vesubio… Dichas visitas son maravillas fílmicas. Están arropadas por las preocupaciones del presente y también por la historia que indican los lugares. No asistimos a las ojeadas de una simple turista, vemos a un ser que no pasa por sus mejores momentos pero que, no obstante, ante la potencia ígnea del volcán, y ante las ruinas y los muertos, rememora el espíritu, muestra el alma. Ante ruinas históricas o geológicas, nosotros podemos pensar que Katherine, un ser humano del presente, sensible y hermoso, es un milagro del cosmos y de la evolución.
Los moldes de los muertos de Pompeya los verán juntos Katherine y Alexander. De esa visita ella sale perturbada. Hablan de divorcio. Cuando aún no han llegado a la villa, se alejan involuntariamente uno del otro, mientras contemplan una procesión. Al verse perdidos entre la gente, se dan cuenta de que no desean separarse.
jueves, 22 de julio de 2010
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