martes, 21 de diciembre de 2010

TODAS LAS MAÑANAS DEL MUNDO – A5

Hay películas que, aun aludiendo a historias o situaciones interesantes, están realizadas a las malas del diablo. Otras tienen en cuenta que el cine narra a través de imágenes y que éstas han de ser intensas, significativas y hermosas. Minnelli, por hablar de un clásico de Hollywood, dirigió, entre muchas otras, El noviazgo del padre de Eddie, una delicia por la razón que digo aunque sea una sencilla comedia sentimental.

Todas las mañanas del mundo es una sucesión ininterrumpida de imágenes de gran belleza, debidas al ojo de Alain Corneau. El director francés, muerto recientemente, hizo películas muy diferentes. Quizá podría decirse que dos son las grandes líneas que pueden atisbarse en su filmografía. Por un lado tendríamos las pertenecientes al cine negro; por otro, las relacionadas con lo literario, tales como Nocturno hindú, según el magnífico relato de A. Tabucci, Estupor y temblores, según una novela de Amelie Nothomb… También realizó una curiosidad de aventuras titulada El príncipe del Pacífico… Como no soy un degustador del cine de policías y criminales, voy a pasar por alto por Police Python 357, uno de los primeros éxitos de Corneau. La verdad es que no me interesa ese policía duro y taciturno, que a las primeras de cambio se ve envuelto en un triángulo amoroso.

Yo diría que Todas las mañanas del mundo es, a mucha distancia de las otras, la mejor película de Corneau, y que habría que incluirla en la línea literaria. Aunque hable de personas reales, parece que el libro de Pascal Quignard es más una novela que una recreación historicista o un producto de la indagación histórica. Comienza con un Marin Marais ya mayor, triste, dándole una lección a unos invisibles alumnos. Señala que él ha sido un fracaso, que la auténtica alma de la música era su maestro, el Señor de Sainte Colombe. Después de esa presentación, dicha en primer plano, vemos un hermosísimo plano medio, en el que la disposiciones de las figuras, las luces y las sombras, y los destellos concentrados en algunos rostros, son dignos de la mejor pintura del XVII, siglo en el que “transcurrirá” el pesar y la música que vendrán luego. En dicho plano, Sainte Colombe toca la viola da gamba para un amigo moribundo. Esa misma tarde de la primavera de 1660 muere su esposa.

Vienen luego unos hermosos planos de exteriores, en los que vemos la casa, unos caminos, a dos niñas pescando en un río... Son tan hermosos como los de interiores y, ligeramente velados, expresan recogimiento. Luego la película será una sucesión ininterrumpida de música y belleza visual.

El aspecto anecdótico se centra en dos cuestiones al menos, en dos focos de tensión. Por un lado, nos señala que la actitud ante el arte y la vida puede darse desde dos posturas contrarias, tal vez complementarias, las que sostienen Sainte Colombe y Marin Marais. Mientras el primero es todo dolor y recogimiento el segundo es alegre, cortesano y vividor. Por otro lado, estamos ante el ser solitario y los demás, en el puente que va de la autenticidad al trato.

La película nos señala constantemente la contraposición entre vida y arte, vida y muerte, vida y soledad... Admiramos a Sainte Colombe por su dedicación a la música pero no podemos admirar el modo en que trata a las hijas. Encerrado con su música y el recuerdo de la esposa muerta, con frecuencia se olvida de las jóvenes e intenta imponerle sus criterios. A este respecto podemos contemplar un plano, allá por el minuto 20 de película, que nos habla de lo que digo. Sainte Colombe está a la derecha, de espaldas, tocando la viola; la hija mayor, una joven ya, está en el centro, con una viola y la determinación de aprender la lección… La pequeña, todavía una niña, está detrás, en segundo plano, a la izquierda, cerca de la ventana por la que entra la luz que ilumina la estancia. Está sentada en el suelo y recostada en la pared. La vemos de perfil; tiene la frente y el rostro arrugados. Luego suspira en primer plano, consciente del olvido en que en ese momento la tienen el padre y la hermana.

Vendrá luego un gesto de cariño: Sainte Colombe le regala una viola a la hija pequeña. Los conciertos de la familia para tres violas fueron renombrados. Hicieron las delicias de los nobles y llegaron a oídos de Luis XIV, el cual lo invita a la Corte. El maestro se niega a dejar su casa y sus recuerdos. Ante la insistencia de los emisarios, señalará que prefiere la luz del crepúsculo al oro que le ofrecen. Antes que Versailles, prefiere el recuerdo de la esposa y la viola da gamba, instrumento al que le añadió una séptima cuerda para que el sonido fuese más melancólico. Nunca logró consolarse. Compuso “La tumba de los lamentos”. Ensayaba quince horas diarias. Con su instrumento conseguía recrear todos los sonidos de la voz humana, desde el suspiro de una joven al sollozo de un anciano, desde un grito de guerra al aliento de un niño.

Aproximadamente en el minuto treinta y cinco aparece por la triste casa un joven desenvuelto y alegre. Llega para que Sainte Colombe se digne tomarlo como alumno. Éste lo acepta “por su dolor, no por su arte”. Poco después, enterado de que toca en la Corte y tal vez temeroso de que le haga el amor a una de sus hijas, lo echa, señalándole de paso que está bien para Versalles pero que nunca será músico.

En Todas las mañanas del mundo hay bodegones dignos de Zurbarán; maravillas literarias; cuadros del siglo XVII, como ya se ha dicho; detalles magníficos o pavorosos de una iglesia barroca; ascuas más ardientes que cualesquiera otras; arias de tenor o soprano en el ruido del viento; ataques de furia motivados por el dolor; abrazos de amor entre dos jóvenes. Y un instante de claudicación, en el que el personaje está dispuesto a hacer algo que odia con tal de que Marin Marais visite a su hija moribunda. Y un discípulo que hace un largo viaje y pasa frío sólo para oír al maestro una última vez. Y siempre, siempre, la estupenda música de Sainte Colombe o de Marin Marais, y creo que también la de Rameau y Lully, interpretada por Jordi Savall, con instrumentos antiguos.

Al final, una vez que la hija mayor de Sainte Colombe se haya suicidado, sabremos que todas las mañanas del mundo no regresan, que algunas se disuelven en el enorme recipiente del tiempo; e intuimos que es muy probable que no haya otra película como ésta.

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