Michael Leisen, Gregory LaCava, Preston Sturges… son realizadores de comedias clásicas (Medianoche, Al servicio de las damas, Los viajes de Sullivan, etc.), obras realizadas por precisión, gracia y mala uva. Es posible que el maestro de todos ellos y de algunos más sea Lubitsch, aquel europeo feo y sentimental que se interesaba por los complejos resortes del amor, la sociedad y la política. Que él es el más grande lo prueban Ser o no ser, Ninotcha, Ángel, El bazar de las sorpresas… A mí se me parece a Oscar Wilde. Ambos miraron a la sociedad con ojo crítico y bajo un envoltorio ligero dijeron amargas verdades. Las pocas veces que se pusieron serios, acertaron como el más dotado dramaturgo, dejándonos obras excelsas, tales como El retrato de Dorian Grey y Remordimiento, esta última una estupenda película en la que Lubitsch aboga por la reflexión y el entendimiento entre los pueblos, aun después de una guerra europea.
Si hoy elegimos El pecado de Cluny Brown es porque, siendo una joya igual que las citadas, es menos conocida que ellas. Cuenta historias de amor salpimentadas con asuntos políticos y sociales, aunque tal vez convendría decir que aborda asuntos políticos y sociales aderezados con historias de amor. Ella, Cluny, es una muchacha de clase baja, algo ingenua pero imaginativa y dispuesta, capaz de arreglar un fregadero cuando haga falta. La otra, Elizabeth Cream, Betty para los amigos, es guapa, elegante y muy rica. Es mimada y adorada; tiene el mundo a sus pies: un muchacho de su misma clase le ha pedido que se case con ella, y tiene la intención de pedírselo dos veces más y luego, ante la esperada negativa, olvidarla. Uno de ellos es, supuestamente, el profesor Belinski, un enemigo de Hitler. En realidad es alguien al que ha echado el casero. El otro es Andrew Carmel, guapo, elegante y soltero. Está enamorado de Betty, como no podía ser menos.
La acción se sitúa en Londres y alrededores, en 1938. En la primera secuencia se presentan Belinski y Cluny, la cual ha ido a una mansión con el propósito de arreglar un desagüe atascado, pues su tío el fontanero no ha podido ir. Está la pobretona con un martillo y una llave inglesa en las manos cuando se vuelve hacia Belinski y el dueño de la mansión, y les dice: “¿Han tomado el té en el Ritz?”. Ante la sorpresa de los hombres, aclara: “No es por el té, sino por cómo te dicen ‘por aquí, señorita, ¿una pasta?’ ”.
En la segunda secuencia, durante una fiesta, conocemos a Elizabeth Cream y a Andrew Carmel, y estos a su vez conocen Belinski, el hombre que según ellos es un catedrático de Praga, un escritor, un refugiado, alguien a quien hay que ayudar. Cuando Andrew y un amigo le hablan a Betty de la situación política europea, ella les dice que hagan algo, ya que hablan tanto. “He escrito una carta en el Times”, aclara Andrew.
La acción se sitúa luego en la mansión de los Carmel, donde coinciden Andrew y Betty –como es natural--, Belinski –como invitado— y Cluny --como doncella--. Allí conoceremos a los padres de Andrew, personajes despreocupados por todo lo que no sean sus flores o sus caballos; a un simpático coronel retirado; a un novio de Cluny más preocupado por su madre que por Cluny misma… Se suceden las gracias amorosas inteligentes y ligeras, cínicos comentarios sobre política, asuntos sociales... Parece como si al director no le costara nada construir una comedia perfecta, en la que las palabras y las imágenes tienen dos o tres sentidos y todo fluye a la perfección. Las secuencias son exactas e inteligentes, vaporosas, malintencionadas –o bienintencionadas, según se mire--. Los diálogos son dignos de Oscar Wilde. La realización es digna de Ernst Lubitsch.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
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