martes, 8 de mayo de 2012

DESAPARECIDO (C. Costa-Gavras, 1982) – A4


             Hay unas cuantas películas que muestran la situación de un país en una época conflictiva o desgraciada. Peter Weir mostró la Indonesia de Sukarno en El año que vivimos peligrosamente, Roger Spottiswoode la Nicaragua de Somoza en  Bajo el fuego, John Boorman los excesos de la dictadura militar birmana en Más allá de Rangún... Una gran película de este tipo es Desaparecido, de Constantin Costa-Gavras, un director que ha hecho verdaderas joyas del cine de denuncia política, entre las que se encuentran Z y La caja de música, por citar dos realizadas en países distintos y con varios décadas de distancia.

             Desaparecido cuenta la verdadera desaparición de Charles, un joven norteamericano, durante los primeros días del Golpe de Pinochet, así como las tribulaciones del padre, Ed Horman,  cuando decide ir a Chile a buscarlo. Como todo lo que se nos cuenta es cierto, nos acongojan intensamente tanto el estado de indefensión en que se halla la joven esposa como la situación que se vive en las calles o el estado de terror en que se encuentran los ciudadanos.

             El comienzo es perfecto. Vemos lo absurdo de aquella violencia, la iniquidad de aquel estado de sitio, en el que las personas pueden seguir viviendo o ser asesinadas dependiendo de que puedan o no puedan coger la guagua a la hora prevista.  Luego, cuando llega el padre en busca del hijo, la película se estructura en torno a las indagaciones que ha de hacer Ed por su cuenta, una vez que comprende que en la Embajada no lo van a ayudar y que su nuera no es tan inconsciente como él creía. “Si se hubiera quedado donde estaba, nada de esto hubiera ocurrido”, había dicho antes.

             Ed comprende que debe indagar por su cuenta –en el Estadio Nacional, en los hospitales, en las morgues,  preguntando a  las  personas que lo vieron por última vez--. Pasa por estados de indefensión y de desesperación hasta que se da cuenta de que a su hijo lo “desaparecieron” sólo porque preguntó, que lo mataron los chilenos de Pinochet, con la aprobación norteamericana, sólo porque era algo fisgón, porque una vez en Viña del Mar unos tipos supusieron que él supuso la verdad: que los norteamericanos estaban implicados en el Golpe. “¿En qué mundo vivimos?”, se pregunta entonces.

             Al final, cuando regresa a su país llevando consigo a su nuera, después de que en la Embajada le prometan que le enviarán el cadáver, le dice a uno que va a demandar a once funcionarios norteamericanos, entre ellos a Henry Kissinger. “Ése es su privilegio”, le contesta aquél. “No, ése es mi derecho”, replica Ed Horman.

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