lunes, 13 de febrero de 2012

EL APARTAMENTO (B. Wilder, 1960) – A 4’5

Cuando pensamos en comedias, en primer lugar recordamos a Lubitsch. Él es el maestro, el Oscar Wilde del cine. Es elegante, sutil, cínico en ocasiones pero siempre comprensivo, compasivo a veces. Luego recordaríamos a Billy Wilder, al que se le deben media docena de comedias memorables, entre las que se encuentran Con faldas y a lo loco y Primera plana (a mi modo de ver la mejor de las que abordan la misma historia). Es algo más ácido que el primer maestro, más mordaz, aunque en ocasiones se ponga tierno. Además de comedias, dirigió un interesante film negro (Perdición), un estupendo canto en torno a la decrepitud (El crepúsculo de los dioses), una diatriba contra el periodismo rapaz (El gran carnaval), una historia romántica (Sabrina), etc. A la vista su filmografía hemos de considerarlo uno de los grandes.

Como uno de los grandes es, en este caso de la interpretación, Jack Lemmon, el insustituible protagonista de El apartamento, una película que debería figurar en cualquier lista en la que se incluyan las cien mejores de la historia del cine. Es divertida, áspera y pesimista. Durante buena parte de su visión sonreímos con amargura. Sería un drama si los personajes no fuesen ligeramente caricaturescos o si no tuviera un final más o menos feliz. Seguramente es un drama a la par que una comedia. (Si Jack Lemmon está como está, Shirley MacLaine no se queda atrás y Fred McMurray actúa como siempre, desempeñando su papel con maravillosa discreción).

No sabemos si reír o llorar con C. C. Baxter, un pobre oficinista que ha de prestarle su apartamento a los jefes, para que éstos tengan un lugar al que llevar a las conquistas; como no sabemos si reír o llorar con Fran Kubelick, una pobre ascensorista convencida de que ella es la novia del jefe, no su ligue o su amante.

Como siempre en las mejores muestras del cine clásico, ése que narra con precisión y talento una historia interesante, en El apartamento todo encaja a la perfección, llevándonos por caminos convenientes o insinuando con coherencia por dónde va la anécdota. En este sentido conviene citar a I. A. L. Diamond que junto a B. Wilder escribió un guion perfecto; así como a J. LaShelle, responsable de una fotografía en panavisión con la que muestra no grandes espacios sino oficinas, apartamentos y un trozo de calle con el esplendor de las grandes montañas… A. Deutch compone una música hermosa, lenta y melancólica, por medio de la cual ya sabemos, desde el primer instante, que no estamos ante una comedia alocada.

Lo que podríamos considerar la segunda secuencia, cuando Baxter va por primera vez de la oficina a su casa, es magnífica. Todo está ajustado. Las fotografía, la música, la secuenciación… Y las palabras. A veces los jefes tardan más de lo previsto y él se lo hace saber. “Hay cosas que no pueden tener un horario estricto”, le argumentan. “Pues verá --responde Baxter--, en verano no me importa pero en invierno… con una noche así… y sin haber cenado”. “Tienes un gran porvenir, Buddy, pero poco licor en casa”. En dicha secuencia hay un diálogo entre Baxter y un doctor vecino suyo. Éste, convencido de que es un donjuán, le dice: “usted debe ser un hombre de mucho aguante en todos los sentidos… Estoy haciendo investigaciones de anatomía patológica y me gustaría pedirle un favor… Cuando haga testamento, y al paso que va no lo demore, ¿le importaría dejar su cuerpo a la facultad?”

Por fin puede cenar pollo con Coca-Cola. Se apresta a ver una película en televisión (tal vez Gran Hotel; quizá, mejor, La diligencia), pero las cortan constantemente para intercalar consejos de la marca patrocinadora. Apaga el televisor y la luz. Se va a dormir cuando otro de los jefes necesita con urgencia el apartamento, a esas horas. Ante la inicial negativa de Baxter, este jefe de segunda señala que piensa ponerlo entre los diez primeros en el informe mensual de eficiencia. Además, sólo son las once, y ocupará el apartamento una hora más o menos… Y ahí tenemos a Baxter caminado solo bajo la noche fría, sin poder dormir, o sentado en un banco mientras le caen encima las hojas del otoño.

La sensación de desagrado ante la situación risible se apodera de nosotros si pensamos que el caso de C. C. Baxter no es único. Eso le puede ocurrir a un regular porcentaje de los treinta mil empleados de Nueva York (cuando esta ciudad tenía ocho millones de habitantes), pues es seguro que habrá quien prefiera que su dignidad disminuya siempre que su caudal aumente… Sobre todo entre aquellos que trabajan en unas oficinas de al menos 19 pisos, con horarios de 9 menos 10 de la mañana a 5 y 20 de la tarde. ¿Por qué ese horario tan raro? Como trabajan tantos oficinistas en el mismo edificio, han de tener horarios algo distintos, para que en los ascensores no se produzcan embotellamientos.

A veces Baxter se queda haciendo horas extras, pues ha de esperar hasta la hora en que pueda ir a casa… No es que le haga una gran ilusión ganar mucho dinero, pero sí que aumenta su ego el poseer una llave que abre su oficina particular y el urinario de los directivos.

Como en los mejores melodramas, El apartamento tiene secuencias inolvidables relacionadas no con la risa sino con la emoción. Por ejemplo, cuando celebran en la oficina una fiesta de Navidad, en la que Baxter está feliz porque lo acompaña Fran, la mujer que ama. Va por unas copas y le dice a ella que pueden ir a su despacho particular --logrado no por sus méritos sino por sus servicios— y alardea de que es el directivo más joven. Como se considera alguien importante, le enseña a su amor una foto del jefe con la familia y el perro. “Conmovedora”, dice ella. Luego él quiere ver cómo le queda el sombrero y ella le presta un pequeño espejo. A través de éste vemos cómo cambia la expresión de Baxter, pasando de la alegría a la estupefacción. El espejo es el mismo que se dejó olvidado en su apartamento la amante del jefe. “¿Qué le pasa?”, dice ella. “El espejo... Está roto”, dice él. “Sí, lo sé, así me veo tal como me siento”. Luego él habla por teléfono con el jefe y le dice que sí, que el apartamento está preparado, que ha colocado un árbol de Navidad en la sala y licores en la nevera.

En fin, se trata de una magnífica comedia a la par que un intenso drama. Y esto es así no porque Billy Wilder intercale un género en otro, sino porque tiene un tono indefinido y memorable en el que se combinan a la perfección la risa y el llanto.

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