No soy un incondicional de Roman Polanski. El 40% de sus películas me gustan, entre ellas Tess y Chinatown; el 60% no, como, por ejemplo, Cul-de-sac, El baile de los vampiros, Piratas… De La semilla del diablo, Repulsión y Macbeth no me atrevo a decir nada, de la primera porque me da miedo, de la segunda porque la he visto una sola vez hace ya mucho tiempo, y de la tercera porque se basa en Shakespeare y a mí siempre me parecen más grandes los textos del genio que las películas basadas en ellos, estén dirigidas por Welles, Polanski, Olivier o Branagh.
Aunque no me gusta el 60 % del cine de Polansky, El pianista me parece una película extraordinaria. Los olvidados y ésta son dos de las que más me han sobrecogido, una a través del mal y la miseria, y la otra a través de la iniquidad, la barbarie, el pavor, la miseria y el mal. Y aquí es donde nos encontramos otra vez con el maldito nazismo, ese fenómeno absurdo cuando lo ve Chaplin, Lubitsch, Trueba o Benigni, y pavoroso cuando es visto por los ojos sorprendidos de Gillo Pontecorvo o Roman Polanski.
Se han hecho muchas películas sobre el fenómeno, la mitad mediocres. Pero seguimos pensando que las buenas nunca son muchas, que la humanidad necesita recordar esa absurda tragedia, para que no se repita. En algunas de las mejores encontramos siempre algo de absurdo, aunque no siempre por la vía cómica. Y es que hay algo de absurdo en el hecho de que a una persona normal, que no acaba de creerse que pueda ser cierto lo que le cuentan, se encuentre un día cualquiera degradada hasta lo indecible. Absurdo a la vez que terrible es el hecho de que un ser sensible, medio ingenuo, cuya única preocupación es tocar bien el piano, se encuentre de un momento a otro en un intolerable estado de indefensión, sin saber qué hacer ni a dónde ir, ocupado sólo en ver si escapa.
Absurdo y terrible es que sepamos que El pianista no es una ficción, que la película muestra el verdadero caso del pianista judío Wladyslaw Szpilman (magníficamente encarnado por un Adrien Brody que en nada se parece al de Pan y rosas, donde también está más que bien), el cual es confinado, vejado, maltratado y casi destruido por los nazis durante la ocupación de Polonia. Cualquiera puede imaginarse las penalidades a que son sometidos él y los de su raza, pero es probable que nadie que no sea Polanski logre pasar el caso de la realidad al cine con la intensidad con que lo hace el controvertido director.
Con serenidad, sin permitirse ninguna de las gracias que a veces lo caracterizan, Polanski muestra lo que decimos en una sucesión de secuencias pavorosas. Se podrían destacar todas, pero para terminar podemos aludir a un momento de intensa emoción, en el que se vislumbra cierta esperanza. Un oficial del ejército alemán oye la música que sale de un piano tocado por un pordiosero, por un ser considerado hasta entonces menos que un animal; se queda quieto, mirando hacia la nada o hacia el cielo, y los espectadores sabemos que dicho oficial piensa entonces que está ante un ser humano, ante un hombre capaz de soltar sangre si lo pinchan, de verter lágrimas por sus seres queridos, de expresarse con talento y sensibilidad a través de la música…
lunes, 27 de septiembre de 2010
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