Un esquema narrativo habitual consiste en mostrar un logro: el héroe está dispuesto a cruzar ríos o montañas, aguantar penalidades y sinsabores, incluso a matar, con tal de conseguir lo que se ha propuesto. Lo que no es tan habitual es que una película muestre el desprendimiento, la cadena de hechos, circunstancias y razonamientos que hacen que una persona acepte abandonar algo que es valioso para ella.
Este es el caso de El hijo de la novia, una película argentina dirigida por Juan José Campanella, del que he visto otras películas que no vale la pena nombrar. Ésta nos muestra cómo Rafael Belvedere, un hombre de unos 40 años, divorciado, con novia y con una hija, se desprende del restaurante que fundaron y le legaron sus padres. El caso es que está todo el tiempo pendiente del teléfono móvil, así como de correr detrás de los proveedores, de los bancos, de los clientes, de los empleados... Y de los padres, con los que ha tenido problemas, pues la madre quiso --mientras tuvo uso razón-- que él fuera alguien considerado socialmente.
Como a Rafael le da un infarto, y en vista de lo dura que es la existencia y de lo difíciles que son las relaciones con los otros, decide vender el restaurante y abandonar sus sueños. Comprende que no es nadie. Poco después se pelea con su novia, con la que no acaba de comprometerse. Ella no tiene ningún sueño pero sabe que él vale, y se lo dice; y también le dice que no es Einstein ni Bill Gate.
Varios hechos merecen ser resaltados. Primero: lo que se nos cuenta puede sucederle a cualquiera, pero no cualquiera puede contarlo. Segundo: la película logra ser una acertada mezcla de comedia y drama. Tercero: los personajes, incluso los secundarios, están perfectamente dibujados e interpretados; el primo que lo ayuda en el restaurante, el cocinero, la ex mujer, la hija, la novia, el amigo... cada uno de ellos es alguien, alguien a quien conocemos.
A mi modo de ver también contiene algo que, siendo importante en el desarrollo de la película, no resulta creíble: los padres. La rancia dulzura con la que están aderezados, las afectadas interpretaciones, el hecho de que siempre anden por ahí, detrás de los actos de Rafael, el que decidan casarse a sus setenta años, lo que resulta una desgracia cinematográfica… han logrado que yo temblara cada vez que olía sus presencias.
El final, esbozado a medias, es estupendo. Rafael Belvedere decide montar otro restaurante. Para eso no valía la pena que se desprendiera del primero, podríamos pensar; y, si esto fuera así, tampoco valdría la pena la historia del desprendimiento, es decir, la película. No es así. Ese nuevo restaurante es distinto, ahora lo quiere y lo adquiere él. Además, Rafael Belvedere ha aprendido a aceptarse. Digamos que ha perdido interés por el prestigio social pero ha enriquecido su espacio privado. Sabe que no será Einstein ni Bill Gate pero ha aprendido que es alguien capaz de entender a los padres, cuidar a la hija, amar a una mujer y regentar un restaurante.
jueves, 18 de noviembre de 2010
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La película podría resumirse como "terapia personal" muy al estilo argentino. Estoy de acuerdo con usted, los padres son postizos.
ResponderEliminarSaludos
Estimada o estimado e. g. a.
ResponderEliminarMe alegra que esté de acuerdo conmigo en que a ese hijo le sobran los padres. Aprovecho la ocasión para decirle que estoy pensando que en este caso fui benébolo. Creo que un A2 hubiese tenido más que suficiente.
Qué lata, no sé corregir. Debo aclarar aparte que donde dice "benébolo" debe decir "benévolo".
ResponderEliminarEstimado amigo/a:
ResponderEliminarGracias por invitarme a darme de alta. En este instante lo acabo de hacer. Saludos, JPC