miércoles, 3 de noviembre de 2010

CUENTOS DE TOKIO - A5

El cine del gran director Yasujiro Ozu (1903-1963) me recuerda a la narrativa de Yasunari Kawabata (1899-1972), el gran escritor japonés, Premio Nobel de literatura en 1968; no tanto al Kawabata tardío, en cierto modo autor de parábolas como La casa de las bellas durmientes, cuanto al primero, el de País de nieve y El fragor de la montaña. Los dos abordan dramas cotidianos y familiares, en los que tienen importancia la vejez y el conflicto entre generaciones; y suceden en un Japón moderno, el de la posguerra, que no vive de espaldas a Occidente. (En Las hermanas Munekata hay un cartel colocado en un bar que hace referencia a “El Quijote”).

Cuentos de Tokio (1953) es una mirada tranquila, realizada desde una piadosa distancia, hacia una forma de vida que nada tiene que ver con el honor y el horror de los samurais; es un drama familiar que alcanza tonos de tragedia intensa y sin estruendo.

La anécdota podría resumirse como sigue. Una pareja de ancianos, los Hirayama, se desplazan hasta Tokio desde la lejana ciudad en que viven con una hija soltera, con el propósito de visitar a dos de sus hijos, así como a una nuera, joven esposa del hijo muerto. Al lado de los suyos, los ancianos se encuentran más solos que nunca. Los hijos tienen sus ocupaciones y viven la visita como un inconveniente. Sólo Noriko, la nuera, mostrará alegría por verlos. Hasta tal punto la presencia de los ancianos incomoda a los hijos que éstos deciden pagarles unos días en un balneario, para quitárselos de encima. Los ancianos deciden regresar a su casa. Para llegar a la ciudad en que viven han de pasar por Osaka, donde está otro de sus hijos, el cual no va a la estación a recibirlos, puesto que está ocupado. Cuando llegan, la anciana enferma y muere. Los hijos y Noriko acuden a pasar con ella las últimas horas, y se quedan hasta el entierro; y hasta el reparto o la reclamación de ciertos objetos que le han pertenecido.

Sólo recuerdo una película que aborde el mismo tema y que se le pueda comparar, Dejad paso al mañana, de Leo McCarey. La impiedad de los hijos, tano en una como en la otra, no se debe a que sean perversos. Si no se interesan por sus padres es porque andan en lo suyo. El egoísmo que los hace mortales lo carga cualquiera. La cotidianeidad de la desazón es lo que le proporcionada a las películas un amargo tono de tragedia. Así como en la clásica el héroe se ve atrapado por el destino, de modo que haga lo que haga el caso va a acabar mal, aquí las relaciones entre padres e hijos, por ser como son, desembocan inevitablemente en el dolor.

La realización de Ozu en Cuentos de Tokio, como en tantas otras, posee la rara perfección de la sencillez, y ese algo que convierte su película en una obra de arte, en una reflexión visual en torno a las miserias humanas. Cada uno de los personajes tiene su ropaje pero también algo que lo hace ejemplar, en el sentido de que podría representar a cualquiera que esté enmarañado por sus ocupaciones. Así somos todos, parece decirnos Ozu: maravillosos y miserables, marcados por el egoísmo y las pérdidas

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